París en el siglo XX
Capítulo XVI El demonio de la
electricidad
Michel avanzaba por las calles silenciosas; la
nieve amortiguaba los pasos de los escasos viandantes; los
vehículos ya no circulaban; era de noche.
“¿Qué hora será?”, se preguntó
el joven.
“Las seis”, le respondió el reloj del hospital Saint
Louis.
“Un reloj que sólo sirve para medir los dolores”,
pensó.
Continuó su camino con la misma idea fija: soñaba con
Lucy; pero a pesar suyo, la joven se le escapaba de los pensamientos;
no conseguía retenerla con la imaginación; tenía
hambre, sin duda. La costumbre.
El cielo resplandecía con una pureza incomparable en ese
frío intenso; el ojo se perdía en espléndidas
constelaciones; Michel, sin saberlo, estaba contemplando los Tres Reyes
que se elevan en el horizonte del este en medio de la magnífica
Orión.
Hay mucha distancia entre las calles Grange-aux-Belles y Fourneaux; era
casi como atravesar todo el viejo París. Michel cortó por
un atajo, llegó a la rue Faubourg-du-Temple y
siguió en línea recta desde el Chateau d'Eau hacia
Halles Centrales por la rue de Turbigo.
Desde allí, en algunos minutos, llegó al Palais
Royal y se internó bajo la galería por el
magnífico portal que se abre al extremo de la rue
Vivienne.
El jardín estaba sombrío y desierto; un inmenso tapiz
blanco lo cubría por entero, sin una mancha, sin una
sombra.
“Sería un desastre pasar por ahí”, se dijo
Michel.
En ningún momento se le ocurrió pensar que también
sería glacial.
Al final de la galería de Valois vio una tienda muy iluminada de
flores; entró rápidamente y se encontró en un
verdadero jardín de invierno. Plantas extrañas, arbustos
verdes, ramos de flores recientes; no faltaba nada. El aspecto del
pobre diablo no era muy atractivo; el director del establecimiento no
comprendía la presencia de ese joven mal vestido dentro de su
jardín. Era evidente. Michel comprendió.
-¿Qué quiere? -le dijo una voz con brusquedad
-Las flores que me pueda dar por esta moneda.
-¡Por esa moneda! -exclamó, desdeñoso, el
comerciante-. ¡Y en diciembre!
-Aunque sea una sola flor -le dijo Michel.
-¡Caramba! Hagamos una limosna -dijo el hombre, como para
sí mismo.
Y le dio al joven un ramo de violetas casi marchitas. Pero se
quedó con la moneda.
Michel salió. Experimentaba una peculiar sensación de
irónica satisfacción después de haber gastado su
última moneda.
“Ya no tengo nada”, exclamó, riendo con los labios;
pero los ojos seguían perdidos, sin expresión.
“¡Bien! ¡La pequeña Lucy va a estar contenta!
¡Hermoso ramo!”
Y se acercó a la cara esas pocas flores marchitas; y
respiró ese perfume ausente.
“Estará muy feliz por tener violetas en este duro
invierno. ¡Vamos!”
Siguió avanzando, tomó por el puente Royal,
penetró en el barrio de los Inválidos y de la Escuela
Militar (que conservaba ese nombre) y dos horas después de haber
dejado su habitación de la rue Grange-aux-Belles
llegó a la rue des Fourneaux.
El corazón le latía con fuerza; no sentía ni el
frío ni la fatiga.
“Estoy seguro de que me espera. Hace tanto que no la
veo.”
Y se le ocurrió reflexionar en algo. “No quiero llegar
mientras estén cenando. No sería conveniente.
Tendrían que invitarme. ¿Qué hora
será?”
“Las ocho”, respondió la iglesia de Saint-Nicolas,
cuya flecha nítidamente recortada se dibujaba en el aire.
“¡Oh!”, se dijo el joven. “A esta hora todo el
mundo ha comido.” Avanzó hacia el número cuarenta y
nueve de la calle; golpeó suavemente a la puerta; quería
dar una sorpresa.
Se abrió la puerta. Se lanzó hacia la escalera; el
portero lo detuvo.
-¿Para dónde va usted? -preguntó, mientras lo
examinaba de pies a cabeza.
-A donde monsieur Richelot.
-No está.
-¡Cómo! ¿Cómo que no está?
-Ya no está más. Si usted lo prefiere así.
-¿Monsieur Richelot ya no vive aquí?
-¡No! Partió.
-¿Partió?
-Lo expulsaron.
-¿Lo expulsaron? -casi gritó Michel.
-Era una de esas personas que nunca tenía el sueldo a tiempo. Lo
han apresado.
-Apresado -dijo Michel, y le temblaba todo el cuerpo.
-Apresado y despachado.
-¿A dónde? -preguntó el joven.
-No lo sé -contestó el empleado del gobbierno que en esos
barrios era de novena clase.
Michel, sin saber cómo, se encontró otra vez en la calle;
se le erizaron los cabellos; le vacilaba la cabeza; sentía
miedo.
“Apresado”, repetía, corriendo, “perseguido.
Entonces tiene frío, entonces tiene hambre.”
Y el desgraciado, creyendo que todo lo que amaba quizá estaba
sufriendo, volvió a padecer los dolores del hambre y del
frío que había olvidado...
“¿Dónde están? ¿De qué viven?
El abuelo no tenía nada, lo deben haber expulsado del colegio.
Su alumno lo abandonó, el miserable. Si yo lo conociera.
¿Dónde están?”, repetía a cada
momento. “¿Dónde están?”, le
repetía a algún caminante apresurado que lo miraba como a
un loco.
“Ella quizás cree que los he abandonado en la
miseria.”
Las rodillas se le doblaron al pensar en esto; estuvo a punto de caer
sobre la nieve endurecida; se mantuvo en pie con un esfuerzo
desesperado; no podía avanzar; corría; el exceso de dolor
produce esas anomalías.
Corrió sin objeto, sin saber hacia dónde; de pronto
reconoció los edificios del Crédito Intruccional.
Huyó horrorizado.
“¡Oh!”, gritaba, “¡Las ciencias!
¡Las industrias!”
Volvió sobre sus pasos. Durante una hora se perdió por
los hospicios que se acumulaban en ese extremo de París, Los
Niños Enfermos, Los Jóvenes Ciegos, el hospital
Marie-Thérese, Los Niños Perdidos, la Maternidad, los
hospitales de Midi, de la Rochefoucauld, Cochin y Lourcine; no
conseguía salir de ese barrio del sufrimiento.
“Pero no quiero entrar a ninguno”, se decía, como si
una fuerza lo empujara hacia adelante.
Entonces encontró los muros del cementerio de
Montparnasse.
“Más vale aquí”, pensó.
Y caminó como un ebrio en torno a ese campo de los
muertos.
Por fin llegó, sin advertirlo, al bulevar Sebastopol, de la
ribera izquierda, pasó frente a la Sorbona, donde M. Flourens
dictaba todavía con gran éxito su curso, siempre
ardoroso, siempre joven.
El pobre loco se encontró finalmente en el puente Saint-Michel;
la horrible fuente, completamente oculta bajo la costra helada, por
completo invisible, se veía entonces bastante mejor que
habitualmente.
Michel, arrastrándose, siguió por el muelle de los
Agustinos hasta el puente Nuevo y allí, con la mirada perdida,
se dedicó a observar el Sena.
“Mal tiempo para la desesperación”, se dijo.
“Ni siquiera se puede uno ahogar.”
En efecto, el río estaba enteramente inmóvil, los
vehículos lo habrían podido atravesar sin peligro;
numerosas tiendas se instalaban encima durante el día y en
distintos sitios encendían fuego.
Los magníficos trabajos de amurallamiento del Sena
desaparecían bajo la nieve amontonada; era la concreción
de la gran idea que tuvo Arago en el siglo XIX; un río embalsado
proporcionaba a la ciudad de París una fuerza de cuatro mil
caballos que no costaba nada y que trabajaba sin
interrupción.
Las turbinas elevaban diez mil pulgadas de agua a cincuenta metros de
altura; una pulgada de agua equivale a veinte metros cúbicos
cada veinticuatro horas. Los habitantes pagaban entonces el agua ciento
setenta veces más barata que antes; contaban con mil litros por
tres centavos, y cada uno disponía de cincuenta litros
diarios.
Por otra parte, como el agua estaba siempre disponible en las
tuberías, el riego en las calles se efectuaba sin problemas y
cada casa, en caso de incendio, contaba con el agua suficiente y a gran
presión.
Michel, que cruzaba la barrera, escuchó el sonido sordo de las
turbinas Fourneyron y Koechlin que continuaban funcionando bajo la
costra de hielo. Pero entonces, indeciso, pues sin duda tenía
alguna idea que se le escapaba, volvió sobre sus pasos y se
encontró frente al Instituto.
Reecordó entonces que la Academia Francesa no contaba con
ningún literato; el ejemplo de Laprade, que trató de
inútil a Saint-Beuve a mediados del siglo XIX, hizo que otros
dos académicos se dieran el nombre de ese pequeño
personaje genial del que habla Sterne en Tristram Shandy, vol I,
capítulo 21, p. 156, de la edición Ledoux y Terué
de 1818; los literatos decididamente se volvían muy mal educados
y se terminó por designar solamente a grandes personajes.
La visión de esa horrible cúpula de franjas amarillentas
le hizo muy mal al pobre Michel, y regresó al Sena; sobre su
cabeza, el cielo estaba lleno de alambres eléctricos que pasaban
de una ribera a la otra y tendían una especie de de inmensa tela
de araña hasta la Prefectura de Policía.
Huyó solo por sobre el río helado; la luna proyectaba
ante sus pasos una sombra intensa y repetía sus movimientos con
ademanes desmesurados.
Pasó frente al muelle del Reloj, al Palacio de Justicia;
franqueó el puente Change, de cuyos arcos colgaban hielos
enormes; pasó más allá del Tribunal de Comercio y
del puente Notre-Dame y del puente de la Reforma que comenzaba a
curvarse; volvió al muelle.
Se encontró a la entrada de la morgue, abierta día y
noche para vivos y muertos; entró maquinalmente como si
estuviera buscando a algún ser querido; contempló los
cadáveres grises, verdosos, hinchados, tendidos sobre las mesas
de mármol; vió en un rincón el aparato
eléctrico destinado a revivir a los ahogados a quienes quedaba
algo de vida.
“Y más electricidad”, se dijo.
Y huyó.
Allí estaba Notre-Dame; los vitrales resplandecían de
luz, se escuchaban cantos solemnes. Michel entró en la vieja
catedral. Terminaba el oficio. Michel quedó deslumbrado al dejar
las sombras de la calle.
El altar refulgía de lámparas eléctricas y rayos
de la misma naturaleza escapaban del cáliz que levantaba en sus
manos el sacerdote.
“Siempre la electricidad”, repitió. “Incluso
aquí.”
Y volvió a huir. Pero no lo bastante como para no alcanzar a
escuchar los rugidos del órgano impulsado por el aire comprimido
de la Sociedad de las Catacumbas.
Michel estaba enloqueciendo; creía que lo perseguía el
demonio de la electricidad; volvió al muelle de Gréves y
se hundió en un laberinto de calles desiertas, cayó en la
plaza Royal, allí donde la estatua de Victor Hugo había
desplazado a la de Luis XV; encontró adelante el nuevo bulevar
Napoleón IV, que se extendía hasta la plaza en medio de
la cual Luis XIV se lanza al galope hacia el Banco de Francia;
dobló la esquina y volvió por la rue Notre-Dame des
Victories.
En la fachada de la calle que hace esquina con la plaza de la Bolsa
alcanzó a ver la placa de mármol en que destacan estas
palabras grabadas en oro:
Recuerdo histórico.
En el
cuarto piso de esta casa
Victorien Sardou
habitó
entre 1859 y 1862.
Michel estaba finalmente ante la Bolsa, la
catedral del tiempo, el templo de los templos; el cuadrante
eléctrico señalaba que faltaban quince minutos para la
media noche.
“La noche no avanza”, se dijo.
Caminó hacia los bulevares. Los faroles enviaban sus rayos de
luz intensa y blanca; había carteles transparentes sobre los
cuales la electricidad escribía propaganda en letras de fuego
que brillaban sobre las columnas.
Michel cerró los ojos; se dejó rodear por la multitud que
vomitaban los teatros; llegó a la plaza de la Ópera y
contempló todos los grupos de ricos que desafiaban el
frío dentro de cachemiras y pieles; pasó junto a la larga
fila de ciches de gas y escapó por la rue Lafayette.
Ante él había casi cuatro kilómetros en
línea recta.
“Huyamos de todo este mundo”, se dijo.
Y corrió, se arrastró, cayéndose a veces y
levantándose adolorido, pero casi insensible; lo sostenía
una fuerza superior a él mismo.
A medida que avanzaba, el silencio y el abandono renacían a su
alrededor. Sin embargo, veía a lo lejos algo como una luz
inmensa; escuchó un ruido formidable que no se podía
comparar con nada.
Pero continuó, a pesar de todo; por fin llegó al centro
mismo de un estruendo espantoso, a una sala inmensa en la cual diez mil
personas cabían con comodidad; enfrente se leía, con
letras de fuego:
Concierto
eléctrico
¡Sí! ¡Concierto
eléctrico! ¡Y qué instrumentos! Conforme a un
procedimiento húngaro, doscientos pianos comunicados unos con
otros por medio de una corriente eléctrica tocaban bajo las
manos de un solo artista. ¡Un piano con potencia para
doscientos!
“¡Huyamos! ¡Huyamos!”, casi gritó el
desgraciado, perseguido por su tenaz demonio. “¡Fuera de
París! ¡Quizás encuentre allí el
reposo!”
¡Y se arrastraba de rodillas! Después de dos horas de
lucha contra su propia debilidad, llegó al depósito de la
Villette; allí se perdió; creyó que enfilaba por
la puerta de Aubervilliers e ingresó en la interminable rue
Saint-Maur; una hora después estaba junto a la
prisión juvenil, en la esquina de la rue de la
Roquette.
Y allí había un espectáculo siniestro. Se estaba
levantando un patíbulo. Se preparaba una ejecución para
el amanecer.
Varios obreros estaban alzando la plataforma; cantaban.
Michel quiso escapar de esa visión; pero chocó con una
caja abierta. Al levantarse, vió una batería
eléctrica.
¡Y recordó! Comprendió. Ya no se cortaban
cabezas.
Se fulminaba con una descarga. Eso imitaba mejor la venganza
celeste.
Michel volvió a gritar y desapareció.
Daban las cuatro de la madrugada en la iglesia de
Sainte-Marguerite.

 
|
Subir
|