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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo XIII
Los dos rivales

André Vasling había intimado con los dos marineros noruegos. Aupic también formaba parte de su banda, que por lo general se mantenía aparte, desaprobando en voz alta todas las nuevas medidas; pero Luis Cornbutte, al que su padre había entregado otra vez el mando del brick, no atendía razones en ese punto, y a pesar de los consejos de María, que le inducía a actuar con suavidad, hizo saber que quería ser obedecido en todo.

No obstante, dos días más tarde los dos noruegos consiguieron apoderarse de una caja de carne salada. Luis Cornbutte exigió que le fuera devuelta en el acto, pero Aupic se puso de parte de ellos y André Vasling dio a entender, incluso, que las medidas sobre los víveres no podían durar mucho tiempo

No se trataba de probar a aquellos desventurados que se obraba en interés de todos, porque ellos lo sabían y no buscaban mas que un pretexto para revelarse. Penellan avanzó hacia los dos noruegos, que sacaron sus cuchillos; pero, secundado por Misonne y Turquiette, logró arrancarles de las manos la caja de carne salada. André Vasling y Aupic, viendo que el asunto se ponía contra ellos, no se mezclaron en el incidente. No obstante, Luis Cornbutte llevó aparte al segundo y le dijo:

-André Vasling, es usted un miserable. Conozco toda su conducta y sé adónde tienden sus actos; pero como me ha sido confiada la salvación de toda la tripulación, si alguno de ustedes piensa en conspirar para perderla, le apuñalo con mi propia mano.

-Luis Cornbutte – respondió el segundo –, le es lícito mostrar su autoridad, pero recuerde que la obediencia jerárquica no existe ya aquí y que sólo el más fuerte hace la ley.

La joven no había temblado ante los peligros de los mares polares, pero sintió miedo de aquel odio cuya causa era ella, y apenas si la energía de Luis Cornbutte pudo tranquilizarla.

Pese a esta declaración de guerra, las comidas se tomaron a las mismas horas y en común. La caza proporcionó todavía algunas ptarmigans y algunas liebres blancas; pero, con los grandes fríos que se acercaban, pronto les faltaría este recurso. Los fríos comenzaron en el solsticio, el 22 de diciembre, día en que el termómetro bajó a treinta y cinco grados bajo cero. Los hombres sentían dolores en los oídos, en la nariz, en todas las extremidades del cuerpo; se vieron dominados por un sopor mortal, mezclado a dolores de cabeza, y su respiración se volvía cada vez más difícil.

En tal estado ya no tenían valor para salir a cazar o hacer algún ejercicio. Permanecían acurrucados en torno a la estufa, que sólo les daba un calor insuficiente, y cuando se alejaban un poco de ella, sentían que su sangre se les enfriaba de súbito.

Juan Cornbutte vio gravemente comprometida su salud y no podía ya abandonar su alojamiento. Síntomas de escorbuto se manifestaron en él y sus piernas se cubrieron de manchas blancuzcas. La joven se encontraba bien y se preocupaba de cuidar a los enfermos con la solicitud de una hermana de la caridad. Por eso, todos aquellos valientes marineros la bendecían desde el fondo de su corazón.

El primero de enero fue uno de los días más tristes de la invernada. El viento era violento y el frío insoportable. No se podía salir sin exponerse a quedarse helado. Los más valientes debían limitarse a pasear sobre el puente abrigado por la tienda. Juan Cornbutte, Gervique y Gradlin no se levantaron de la cama. Los dos noruegos, Aupic y André Vasling, cuya salud se sostenía, lanzaban miradas feroces sobre sus compañeros, a los que veían languidecer.

Luis Cornbutte llevó a Penellan al puente y le preguntó dónde estaban las provisiones de combustible.

-El carbón se ha agotado hace mucho – respondió Penellan – y vamos a quemar nuestros últimos trozos de madera.

Si no conseguimos combatir este frío – dijo Luis Cornbutte – estamos perdidos.

-Nos queda un medio – replicó Penellan -; quemar lo que podamos de nuestro brick, desde los empalletados hasta la línea de flotación, e incluso, llegado el caso, podemos demolerlo entero y construir un barco más pequeño.

-Es un medio extremo – respondió Luis Cornbutte –, y siempre habrá tiempo de utilizarlo cuando nuestros hombres recuperen el vigor, porque – dijo en voz baja – nuestras fuerzas disminuyen, mientras las de nuestros enemigos parecen aumentar. ¡Es incluso bastante extraordinario!

-Es cierto – dijo Penellan –, y sin la precaución que tenernos de velar día y noche, no sé lo que nos pasaría.

-Tomemos las hachas – dijo Luis Cornbutte – y vayamos a por nuestra cosecha de leña.

A pesar del frío, las dos subieron a los empalletados de proa y abatieron toda la madera que no era de utilidad indispensable para el navío, Luego volvieron con aquella nueva provisión. La estufa fue atiborrada de nuevo y un hombre quedó de guardia para impedir que se apagase.

Pronto, sin embargo, Luis Cornbutte y sus amigos no daban más de sí. No podían confiar ningún detalle de la vida común a sus enemigos. Encargados de todos los cuidados domésticos, en seguida vieron agotarse sus fuerzas. En Juan Cornbutte se declaró el escorbuto y sufría dolores intolerables. Gervique y Gradlin comenzaron a tenerlo también. Sin la provisión de zumo de limón, que tenían en abundancia, aquellos desgraciados hubieran sucumbido pronto a sus sufrimientos. Por eso no se les escatimó aquel remedio soberano.

Pero un día, el 15 de enero, cuando Luis Cornbutte bajó al pañol para renovar su provisión de limones, quedó estupefacto al ver que los barriles en que estaban guardados habían desaparecido. Subió al lado de Penellan y le dio parte de esta nueva desgracia. Se había cometido un robo y era fácil reconocer a los autores. ¡Luis Cornbutte comprendió entonces por qué se sostenía la salud de sus enemigos! Los suyos no tenían ya fuerzas suficientes para arrancarles aquellas provisiones, de las que dependían su vida y la de sus compañeros, y por primera vez quedó sumido en una sombría desesperación.

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