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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo IX
La casa de nieve

El 25 de octubre, a las once de la mañana, con una hermosa Luna, la caravana se puso en marcha. Esta vez se habían tomado precauciones para que el viaje pudiera prolongarse mucho tiempo si era preciso. Juan Cornbutte siguió la costa, remontando hacia el norte. Los pasos de los caminantes no dejaban huella alguna en aquel hielo resistente. Por eso, Juan Cornbutte se vio obligado a guiarse por puntos de referencia que escogió a lo lejos; unas veces caminaba sobre una colina completamente erizada de picos, otras sobre un enorme témpano que la presión había levantado encima de la llanura.

En el primer alto, tras una quincena de millas, Penellan hizo los preparativos de un campamento. La tienda fue adosada a un bloque de hielo. María no había sufrido demasiado con aquel riguroso frío, porque, por suerte, al calmarse la brisa, se hizo mucho más soportable; pero varias veces la joven había tenido que descender de su trineo para impedir que el embotamiento detuviese la circulación de su sangre. Por lo demás, su pequeña cabaña, tapizada de pieles por el previsor Penellan, ofrecía todo el conforte posible.

Cuando llegó la noche, o mejor dicho, el momento del descanso, aquella pequeña choza fue transportada bajo la tienda, donde sirvió de dormitorio a la joven. La cena se compuso de carne fresca, de pemmican y de té caliente. Juan Cornbutte, para prevenir los funestos efectos del escorbuto, hizo distribuir a toda su gente algunas gotas de zumo de limón. Luego todos se entregaron al sueño bajo la guarda de Dios.

Después de ocho horas de sueño, todos volvieron a su puesto de marcha. A los hombres y a los perros se les suministró un almuerzo sustancioso. Luego partieron. El hielo, excesivamente unido, permitía a los animales arrastrar el trineo con gran facilidad. A veces a los hombres les costaba seguirlo.

Pero un mal que varios hombres tuvieron pronto que sufrir fue el deslumbramiento. Aupic y Misonne comenzaron a padecer oftalmías. La luz de la Luna, al reflejarse sobre aquellas inmensas llanuras blancas, quemaba la vista y causaba en los ojos un escozor insoportable.

Se producía también un efecto de refracción bastante curioso. Al caminar, en el momento en que se creía poner el pie sobre un montículo, se descendía más abajo, lo cual ocasionaba frecuentes caídas, por fortuna sin gravedad, y que Penellan convertía en bromas. No obstante, recomendó no dar nunca un paso sin sondar antes el suelo con el bastón herrado con que todos iban provistos.

Hacia el primero de noviembre, diez días después de la partida, la caravana se encontraba a unas cincuenta leguas al norte. La fatiga empezaba a ser extrema para todo el mundo. Juan Cornbutte experimentaba deslumbramientos terribles y su vista se alteraba de modo evidente. Aupic y Fidele Misonne sólo caminaban a tientas porque sus ojos, bordeados de rojo, parecían quemados por la reflexión blanca. María se había preservado de estos accidentes debido a su permanencia en la choza, donde se quedaba cuanto podía. Penellan, sostenido por un valor indomable, resistía todas estas fatigas. El que mejor se encontraba y sobre el que aquellos dolores, aquel frío, aquel deslumbramiento no parecían hacer mella era André Vasling. Su cuerpo de hierro estaba hecho a todas aquellas fatigas; entonces veía con placer cómo el desaliento ganaba a los más robustos, y ya preveía el momento, que no tardaría en llegar, en que tendrían que retroceder.

Así pues, el primero de noviembre, a causa de las fatigas, fue indispensable detenerse durante un día o dos.

Una vez que hubieron escogido el lugar del campamento, procedieron a su instalación, Resolvieron construir una casa de nieve, que apoyarían contra una de las rocas del promontorio. Fidele Misonne trazó inmediatamente las bases, que medían quince pies de largo por cinco de ancho. Penellan, Aupic y Misonne, con la ayuda de sus cuchillos, recortaron vastos bloques de hielo que llevaron al lugar designado y los colocaron como unos albañiles hubieran hecho para construir un muro de piedra. Pronto, la pared del fondo alcanzó los cinco pies de altura con un espesor prácticamente igual, porque los materiales no faltaban e importaba que la obra resultara bastante sólida para durar algunos días. Los cuatro muros fueron acabados en unas ocho horas; en el lado sur habían dispuesto una entrada, y la lona de la tienda, que colocaron sobre aquellos cuatro muros, cayó hacia el lado de la entrada, tapándola. Ya no faltaba sino recubrir todo de anchos bloques, destinados a formar el techo de aquella efímera construcción.

Después de tres horas de un trabajo penoso, la casa quedó acabada, y todos se retiraron a ella presas de la fatiga y del desaliento. Juan Cornbutte sufría hasta el punto de no poder dar un solo paso, y André Vasling explotó también su dolor que le arrancó la promesa de no proseguir su búsqueda en aquellas horribles soledades.

Penellan no sabía a qué santo encomendarse. Le parecía indigno y cobarde abandonar a sus compañeros por presunciones poco sólidas. Por eso trataba de destruirlas, pero resultó en vano.

Sin embargo, aunque hubieran decidido retroceder, el descanso resultaba tan necesario que durante tres días no hicieron ningún preparativo de partida.

El 4 de noviembre, Juan Cornbutte comenzó a enterrar en un punto de la costa las provisiones que no le resultaban necesarias. Una señal indicó el depósito, para el caso improbable de que nuevas exploraciones le llevaran hacia aquel lado. Cada cuatro días de marcha había dejado depósitos semejantes a lo largo de su ruta, cosa que le aseguraba víveres para el regreso sin darse el trabajo de transportarlos en el trineo.

Fijaron la partida para las diez de la mañana del día 5 de noviembre. La tristeza más profunda se había apoderado de la pequeña tropa. María apenas podía retener sus lágrimas al ver a su tío tan desalentado. ¡Tantos sufrimientos inútiles, tantos trabajos perdidos! En cuanto a Penellan, estaba de un humor asesino; enviaba a todo el mundo al diablo y no cesaba, en cada ocasión, de irritarse contra la debilidad y la cobardía de sus compañeros, más tímidos y más cansados, segun decía, que María, que iría al fin del mundo sin quejarse.

André Vasling no podía ocultar el placer que le causaba aquella determinación. Se mostró más solícito que nunca con la joven, a la que dio esperanzas, incluso, diciendo que después del invierno efectuarían nuevas exploraciones, ¡sabiendo de sobra que entonces sería ya demasiado tarde!

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