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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo VI
El terremoto de hielos

Todavía durante algunos días, La joven audaz luchó contra obstáculos difíciles de superar. La tripulación tuvo casi siempre la sierra en la mano y a veces, incluso, se vio obligada a emplear la pólvora para hacer saltar los enormes bloques de hielo que cortaban el camino.

El 12 de septiembre el mar no pareció ya más que una llanura sólida, sin salida, sin paso, que rodeaba al navío por todos lados, de suerte que no podía avanzar ni retroceder. La temperatura media se mantenía en dieciséis grados bajo cero. Había llegado, por tanto, el momento de la invernada, y la estación de invierno venía con sus sufrimientos y sus peligros.

La joven audaz se encontraba entonces, aproximadamente, a 21º de longitud oeste y a 76º de latitud norte, a la entrada de la bahía de Gaël-Hamkes.

Juan Cornbutte hizo sus primeros preparativos de invernada. Ante todo, se ocupó de encontrar una caleta cuya posición pusiera el navío al abrigo de las ráfagas de viento y de los grandes deshielos. La tierra, que debía estar a una decena de millas al oeste, era la única que podía ofrecer abrigo seguro, y por eso decidió salir de exploración.

El 12 de septiembre se puso en marcha acompañado de André Vasling, de Penellan y de dos marineros, Gradlin y Turquiette. Todos llevaban provisiones para dos días, porque no era probable que su excursión se prolongase más, e iban provistos de pieles de búfalo sobre las que debían acostarse.

La nieve, que había caído en gran abundancia, y cuya superficie no estaba helada, les retrasó considerablemente. A menudo se hundían hasta la cintura, y debían avanzar con extremada prudencia si no querían caer en las hendiduras. Penellan, que marchaba en cabeza, sondaba con mucho cuidado cada depresión del suelo mediante su bastón herrado.

Hacia las cinco de la tarde, la bruma comenzó a espesarse y el grupo hubo de detenerse. Penellan se ocupó de buscar un témpano que pudiera abrigarlos del viento, y después de haber descansado algo, lamentando no disponer de ninguna bebida caliente, extendieron su piel de búfalo sobre la nieve, se envolvieron en ella, se apretaron unos contra otros el sueño pronto dominó sobre la fatiga.

Al día siguiente por la mañana, Juan Cornbutte y sus compañeros estaban sepultados bajo una capa de nieve de más de un pie de espesor. Por suerte, sus pieles, perfectamente impermeables, los habían preservado, y aquella nieve había contribuido incluso a conservar el calor de los cuerpos al impedirle salir fuera.

Juan Cornbutte dio al punto la señal de partida y hacia mediodía sus compañeros y él divisaron por fin la costa, que al principio les costó distinguir. Algunos bloques de hielos, cortados perpendicularmente, se alzaban en la orilla; sus variadas cimas, de todas las formas y de todos los tamaños, reproducían en grande los fenómenos de la cristalización. Miríadas de pájaros acuáticos echaron a volar al acercarse los expedicionarios, y las focas, que se habían tumbado perezosamente sobre el hielo, se zambulleron deprisa.

-Palabra que no nos faltarán pieles ni caza – dijo Penellan.

-Esos animales parecen haber recibido ya la visita de los hombres – respondió Juan Cornbutte –, porque en estos parajes completamente deshabitados no deberían mostrar tanto miedo.

-Sólo los groenlandeses frecuentan estas tierras – replicó André Vasling.

-No veo, sin embargo, ninguna huella de su paso; ni el menor campamento ni la menor choza – respondió Penellan, trepando a un pico elevado –. ¡Eh capitán! – gritó –. ¡Venga! Diviso una punta de tierra que nos librará de los vientos del nordeste.

-¡Por aquí, hijos míos! – dijo Juan Cornbutte.

Sus compañeros le siguieron, y pronto todos se unieron a Penellan. El marinero había dicho la verdad. Una punta de tierra bastante elevada avanzaba como un promontorio, y, curvándose hacia la costa, formaba una pequeña bahía de una milla de profundidad como máximo. Algunos hielos móviles, rotos por aquella punta, flotaban en el medio, y la mar, abrigada de los vientos más fríos, aun no estaba completamente helada.

Aquel lugar resultaba excelente para la invernada. Sólo quedaba llevar el navío hasta allí. Ahora bien, Juan Cornbutte observó que la llanura de hielo lindante era de gran espesor, y parecía muy difícil, entonces, abrir un canal para conducir el brick a su destino. Por tanto había que buscar alguna otra cala; pero resultó vano que Juan Cornbutte se adelantara hacia el norte. La costa seguía recta y abrupta en una gran longitud, y más allá de la punta se encontraba directamente expuesta a las ráfagas de viento del este. Esta circunstancia desconcertó al capitán, sobre todo cuando André Vasling le hizo ver, apoyándose en razones perentorias, lo mala que era la situación. A Penellan le costo mucho esfuerzo convencerse a sí mismo que, en aquélla coyuntura, las quejas se hacían con la mejor voluntad.

Por lo tanto, el brick no tenía posibilidades de encontrar un lugar de invernada más que en la parte meridional de la costa. Suponía volver atrás, pero no había motivo para titubeos. El pequeño grupo reemprendió el camino hacia el navío, y camino rápidamente porque los víveres comenzaban a escasear. A lo largo de la ruta, Juan Cornbutte buscó algún paso que fuese practicable, o al menos alguna fisura que permitiese cavar un canal a través de la llanura de hielo, pero todo fue en vano.

Hacia el atardecer, los marinos llegaron junto al témpano donde habían acampado la noche anterior. La jornada había transcurrido sin nieve, y aun pudieron reconocer la huella de sus cuerpos sobre el hielo. Todo estaba dispuesto, pues, para acostarse, y se tumbaron sobre sus pieles de búfalo.

Muy contrariado por el fracaso de su exploración, Penellan dormía bastante mal cuando, en un momento de insomnio, su atención fue atraída por un fragor sordo. Prestó atención al ruido, y el fragor le pareció tan extraño que dio con el codo a Juan Cornbutte.

-¿Qué pasa? – pregunto este que, según la costumbre del marino, hizo despertar su inteligencia tan rápidamente como el cuerpo.

-¡Escuche, capitán! – respondió Penellan.

El ruido aumentaba con una violencia sensible.

-¡En una latitud tan elevada no puede ser el trueno! – dijo Juan. Cornbutte levantándose.

-Creo más bien que tenemos que vérnoslas con una manada de osos blancos – respondió Penellan.

-¡Diablo!, sin embargo todavía no los hemos visto.

-Antes o después – respondió Penellan – teníamos que encontrárnoslos. Empecemos por recibirlos bien.

Armado con un fusil, Penellan escaló con rapidez el bloque que les abrigaba. Como la oscuridad era muy espesa y el cielo estaba cubierto, no pudo descubrir nada; pero un nuevo incidente le demostró pronto que la causa del ruido no venía de los alrededores. Juan Cornbutte se le unió, y con espanto observaron que aquel fragor, cuya intensidad despertó a sus compañeros, se producía bajo sus pies.

Un peligro de una nueva especie llegaba amenazador. Al ruido, que pronto se parecía a los estallidos del trueno, se unió un movimiento de ondulación muy pronunciado del campo de hielo. Varios marineros perdieron el equilibrio y cayeron.

-¡Cuidado! – gritó Penellan.

-¡Sí! –le respondieron.

-¡Turquiette! ¡Gradlin!, ¿dónde estan?

-Aquí estoy – respondió Turquiette, agitando la nieve que ya le cubría.

-Por aquí, Vasling – grito Juan Cornbutte al segundo –. ¿Y Gradlin?

-¡Presente, capitán! ... ¡Pero estamos perdidos! – exclamo Gradlin aterrado.

-No – dijo Penellan –, tal vez nos hayamos salvado.

Apenas acababa de decir estas palabras cuando se dejo oír un crujido espantoso. La llanura de hielo se quebró por todas partes y los hombres hubieron de aferrarse al bloque que oscilaba junto a ellos. A pesar de las palabras del timonel, se encontraban en una posición excesivamente peligrosa, porque se había producido un terremoto. Los témpanos acababan de «levar anclas», según la expresión de los marineros. ¡El movimiento duró cerca de dos minutos, y era de temer que una grieta se abriese bajo los pies mismos de los desventurados marineros! Por eso esperaron el día en medio de un temor continuo, porque, so pena de perecer, no podían aventurarse a dar un paso. Permanecieron tumbados cuan largos eran para evitar ser engullidos.

A las primeras luces del día, a sus ojos se ofreció un cuadro completamente extraño. La vasta llanura, unida la víspera, se hallaba rota en mil puntos, y las olas levantadas por aquella conmoción submarina, habían quebrado la espesa capa que las recubría.

La idea de su brick vino a la mente de Juan Cornbutte.

-¡Mi pobre navío! – exclamo –. ¡Debe estar perdido!

La mas sombría de las desesperanzas comenzó a pintarse en el rostro de sus compañeros. La pérdida del navío entrañaba inevitablemente una muerte próxima.

-¡Valor, amigos míos! – continuó Penellan –. Piensen que el terremoto de esta noche nos ha abierto a través de los hielos un camino que permitirá llevar nuestro brick a la bahía de invernada. ¡Miren, no me equivoco! Ahí tienen a La joven audaz, que se ha acercado una milla hasta nosotros.

Todos se precipitaron hacia adelante, y con tanta imprudencia que Turquiette resbaló en una fisura y habría perecido irremediablemente si Juan Cornbutte no le hubiera agarrado por el capuchón. Se libró así de la muerte, recibiendo sólo un baño algo frío.

Efectivamente, el brick flotaba a dos millas de distancia. Después de esfuerzos infinitos, la pequeña tropa lo alcanzó. El brick estaba en buen estado; pero su gobernalle, que habían olvidado quitar, se encontraba roto por los hielos.

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