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Una invernada entre los hielos
Editado
© Ariel Pérez
11 de diciembre del 2002
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Una invernada entre los hielos
Capítulo XIV
Suprema angustia

El 20 de enero la mayor parte de aquellos infortunados no tuvieron las fuerzas necesarias para dejar su cama. Cada uno de ellos, además de sus mantas de lana, disponía de una piel de búfalo como protección contra el frío; pero en el momento en que trataba de sacar el brazo al aire, sentía tal dolor que tenía que volver a meterlo al instante.

Sin embargo, cuando Luis Cornbutte encendió la estufa, Penellan, Misonne y André Vasling salieron de su cama y fueron a acurrucarse junto al fuego. Penellan preparó café ardiendo y recuperaron algunas fuerzas, así corno María, que fue a compartir su almuerzo.

Luis Cornbutte se acerco a la cama de su padre, que estaba casi paralizado y cuyas piernas se hallaban quebrantadas por la enfermedad. El viejo marino murmuraba algunas palabras sin ilación, que desgarraban el corazón de su hijo.

-¡Luis! – decía –. ¡Voy a morir! ... ¡Oh, cuánto sufro! ... ¡sálvame!

Luis Cornbutte tomo una resolución decisiva. Fue hacia el segundo y le dijo, logrando contenerse a duras penas:

-¿Sabe dónde están los limones, Vasling?

-En el pañol, supongo – respondió el segundo sin inmutarse.

-Sabe de sobra que allí ya no están, porque usted los ha robado.

-Usted es el jefe, Luis Cornbutte – respondió irónicamente André Vasling –, y le está permitido decir y hacer todo lo que quiera.

-Por piedad, Vasling, mi padre se muere. Usted puede salvarle. ¡Responda!

-No tengo nada que responder – respondió Vasling.

-¡Miserable! – exclamó Penellan lanzándose contra el segundo con el cuchillo en la mano.

-¡A mí los míos! – gritó André Vasling retrocediendo.

Aupic y los dos marineros noruegos saltaron de sus camas y se pusieron tras él. Misonne, Turquiette, Penellan y Luis se prepararon para defenderse. Pierre Nouquet y Gradlin, aunque muy doloridos, se levantaron para secundarles.

-Todavía son más fuertes que nosotros – dijo entonces André Vasling –. No queremos batirnos sino a golpe seguro.

Los marinos se encontraban tan debilitados que no se atrevieron a precipitarse sobre aquellos cuatro miserables, porque en caso de fracaso estaban perdidos.

-André Vasling – dijo Luis Cornbutte con una voz sombría –, si mi padre muere, tú le habrás matado, y yo te mataré como a un perro.

André Vasling y sus cómplices se retiraron a la otra punta del alojamiento y no respondieron.

Hubo entonces que renovar la provisión de madera y, a pesar del frío, Luis Cornbutte subió al puente y se puso a cortar una parte de los empalletados del brick, pero se vio obligado a volver al cabo de un cuarta de hora porque corría el peligro de caer fulminado por el frío. Al pasar, echó un vistazo sobre el termómetro exterior y vio el mercurio helado. El frío había superado por tanto los cuarenta y dos grados bajo cero. El tiempo era seco y claro, y el viento soplaba del norte.

El 26 el viento cambió, procedía del nordeste, y el termómetro marcó fuera treinta y cinco grados, Juan Cornbutte estaba en la agonía, y su hijo había buscado en vano algún remedio a sus dolores. Sin embargo, aquel día, lanzándose de improviso sobre André Vasling, consiguió arrancarle un limón que éste se aprestaba a chupar. André Vasling no dio un paso para recuperarlo. Parecía esperar la ocasión de cumplir sus odiosos proyectos.

El zumo de limón devolvió alguna fuerza a Juan Cornbutte, pero habría sido necesario continuar con aquel remedio. La joven fue a suplicar de rodillas a André Vasling, que no le respondió, y muy pronto oyó Penellan al miserable decir a sus compañeros:

-¡El viejo está moribundo! Gervique, Gradlin y Pierre Nouquet apenas si están mejor. Los otros van perdiendo día a día su fuerza. ¡Se acerca el momento en que sus vidas nos pertenecerán!

Entre Luis Cornbutte y sus compañeros se decidió entonces no esperar más y aprovechar la poca fuerza que les quedaba. Resolvieron actuar la noche siguiente y matar a aquellos miserables para no ser matados por ellos.

La temperatura se había elevado un poco. Luis Cornbutte se aventuró a salir con su fusil para traer alguna pieza de caza.

Se apartó unas tres millas del navío, y, engañado frecuentemente por los efectos de espejismo o de refracción, se alejó más de lo que hubiera querido. Era imprudente porque en el suelo aparecían huellas recientes de animales feroces. Luis Cornbutte no quiso, sin embargo, volver sin llevar algo de carne fresca, y prosiguió su ruta; pero entonces experimentaba la sensación singular de que le daba vueltas la cabeza. Era lo que se llama «el vértigo blanco».

En efecto, la reflexión de los montículos de hielo y de la llanura le dominaba de la cabeza a los pies, y le parecía que aquel color penetraba en él y le causaba un desabrimiento irresistible. Sus ojos estaban impregnados de él, su mirada se desviaba. Creyó que iba a volverse loco como consecuencia de aquella blancura. Sin darse cuenta de este efecto terrible, continuó su camino y no tardó en levantar un ptargiman, que persiguió con ardor. Pronto cayó el pájaro, y, cuando iba a recogerlo, Luis Cornbutte, al saltar de un tímpano a la llanura, cayó pesadamente, porque había dado un salto de diez pies cuando la refracción le hacia pensar que sólo tenía que saltar dos. El vértigo se apoderó entonces de él, y, sin saber por qué, se puso a pedir ayuda durante algunos minutos, aunque no se hubiera roto nada en su caída. Al comenzar a invadirle el frío, le volvió el sentimiento de conservación y se levantó penosamente.

De pronto, sin que supiera cómo, un olor a grasa quemada se adueñó de su olfato. Como estaba en el viento del navío, supuso que el olor venía de allí, y no comprendió con qué objeto podía quemarse aquella grasa, porque era muy peligroso, dado que la emanación podía atraer a manadas de osos blancos.

Luis Cornbutte continuó, pues, su camino hacia el brick, presa de una preocupación que, en su espíritu sobreexcitado, pronto degeneró en terror. Le pareció que masas colosales se movían en el horizonte, y se preguntó si no se estaba produciendo algún terremoto de hielos. Varias de aquellas masas se interpusieron entre él y el navío, y creyó ver que se alzaban en los flancos del brick. Se detuvo para mirarlas con más atención, y su terror fue extremo cuando reconoció una manada de osos gigantescos.

Aquellos animales habían sido atraídos por aquel olor a grasa que había sorprendido a Luis Cornbutte. Este se refugió detrás de un montículo, y contó tres que no tardaron en escalar los bloques de hielo sobre los que descansaba La joven audaz.

Nada le permitió suponer que aquel peligro se conociese en el interior del navío, y una angustia terrible encogió su corazón. ¿Cómo enfrentarse a aquellos temibles enemigos? ¿André Vasling y sus compañeros se unirían a los demás hombres de a bordo ante aquel peligro común? Penellan y los otros, semiprivados de alimento, embotados por el frío, ¿podrían resistir a aquellos temibles animales, excitados por un hambre insatisfecha? ¿No serían sorprendidos, además, por un ataque imprevisto?

Luis Cornbutte hizo estas reflexiones en un instante. Los osos habían escalado los témpanos y subían al navío. Luis Cornbutte pudo entonces abandonar el bloque que le protegía, se acercó arrastrándose sobre el hielo, y pronto consiguió ver a los enormes animales desgarrar la tienda con sus patas y saltar al puente. Luis Cornbutte pensó en disparar un tiro para advertir a sus compañeros; pero si éstos subían sin estar armados, serían destrozados inevitablemente, y nada indicaba que tuviesen conocimiento de aquel nuevo peligro.

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