La familia Ratón
Capítulo XIII
De esta suerte se celebró la boda del
príncipe Ratín y de la princesa Ratina, con una extrema
magnificencia digna de aquel hermoso joven y de aquella linda muchacha,
nacidos el uno para el otro.
Al regreso de la capilla, el cortejo desfiló en
el mismo orden y con la misma corrección y nobleza de actitudes,
como, según parece, sólo se encuentra en las clases
elevadas.
Si se objeta que todos aquellos señores no
eran, sin embargo, más que advenedizos al fin y al cabo, que en
virtud de las leyes de la metempsicosis habían ido pasando por
muy humildes fases, que fueron moluscos sin alma, peces sin
inteligencia, volátiles sin seso, cuadrúpedos sin
raciocinio, responderemos que nadie podría creer semejante cosa
al observar su corrección y elegancia. Las buenas maneras, por
otra parte, se aprenden como se aprende la Historia o la
Geografía. Pensando, no obstante, en lo que pudo ser en el
pasado, el hombre haría perfectamente en mostrarse más
modesto y la Humanidad ganaría bastante con ello.
Tras la ceremonia del matrimonio hubo una comida
espléndida en la gran sala del palacio. Decir que se
comió ambrosía preparada por los primeros cocineros del
siglo y que se bebió néctar procedente de las mejores
bodegas del Olimpo no sería decir demasiado.
La fiesta, en fin, terminó con un baile, en el
que lindas bayaderas y graciosas almeas, vestidas con sus trajes
orientales, causaron la admiración y el encanto de la augusta
asamblea.
El príncipe Ratín, como era natural,
había abierto el baile con la princesa Ratina en una contradanza
en la que la duquesa Ratona figuraba del brazo de un príncipe de
sangre real, don Rata en compañía de una embajadora y
Ratana conducida por el propio sobrino de un Gran Elector.
En cuanto al primo Raté, tardó mucho
tiempo en exhibir su persona. Por mucho que le costase permanecer
apartado, no se atrevía a invitar a las encantadoras mujeres que
pululaban por la sala. Decidióse, al fin, por sacar a bailar a
una deliciosa condesa de notable distinción... Aquella amable
dama aceptó..., un poco ligeramente tal vez, y he allí a
la pareja lanzada en el torbellino de un vals de Gung'l.
¡Ah, qué efecto...! En vano había
querido el primo Raté recoger bajo el brazo su rabo de asno, lo
mismo que las valsadoras hacen con su cola. Aquel rabo, arrastrado por
el movimiento centrífugo hubo de escapársele. Y entonces
hele allí que se extiende como un plumero, que azota a los
grupos de bailarines, que se enrosca en sus piernas, que produce las
caídas más comprometedoras, y es causa, en fin, de la
propia caída del marqués Raté y de la deliciosa
condesa, su compañera.
Hubo que sacarla de allí, medio desvanecida de
vergüenza, en tanto que el primo corría a esconderse con
toda la velocidad de sus piernas.
Aquel burlesco episodio dio fin a la fiesta, y todo el
mundo se retiró en el momento en el que se anunciaba el comienzo
de una magnífica sesión de fuegos artificiales.

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