La familia Ratón
Capítulo VIII
Sí, queridos niños, toda
Ratópolis está de fiesta, y esa fiesta os hubiera
divertido extraordinariamente si vuestros padres hubieran podido
conduciros a ella. ¡Juzgad de ello! Por doquier amplias
guirnaldas con transparentes de mil colores, arcos de follaje sobre las
empavesadas calles, casas con colgaduras y tapices, fuegos artificiales
cruzándose por los aires, bandas de música por todas
partes y, os suplico que me creáis, los ratones se mostraban
como los mejores orfeonistas del mundo. Tienen vocecillas suaves,
suaves, voces de flauta de un encanto inexplicable, y ¡qué
admirablemente interpretan las obras de sus compositores: los Rassini,
los Ragner, los Rassenet y tantos otros maestros!
Pero lo que habría excitado vuestra
admiración hubiera sido un cortejo de todas las ratas y ratones
del universo y de todos aquellos que, sin ser ratas, han merecido ese
nombre significativo.
Allí se ven ratas que semejan a
Harpagón, llevando bajo la pata su precioso cofrecito de avaro;
ratones peludos, viejos veteranos a quienes la guerra ha hecho
héroes, prestos siempre a estrangular al género humano
por conquistar un galón más; ratones con trompa, con una
verdadera cola sobre la nariz, como la que fabrican los cómicos
zuavos africanos; ratones de iglesia, humildes y modestos; ratones de
bodega, habituados a meter su hocico en la mercancía por cuenta
de los gobiernos; y, sobre todo, cantidades fabulosas de esas gentiles
ratitas de la danza, que ejecutan los pasos de un baile de
ópera.
En medio de este concurso de gente avanzaba la familia
Ratón, conducida por el hada. Pero no veía nada de aquel
brillante espectáculo. No pensaba más que en la pobre
Ratina, arrebatada del amor de sus padres y del cariño de su
novio.
Pronto llegaron a la Plaza Mayor. La ratonera
continuaba en el mismo sitio, pero Ratina ya no estaba allí.
-¡Devolvedme a mi hija! -clamaba la
señora Ratona, cuya única ambición se
reducía entonces a encontrar y recobrar a su hija y daba
realmente compasión oírla.
En vano intentaba el hada disimular su cólera
contra Gardafur; se transparentaba en sus ojos, que habían
perdido su dulzura habitual.
Un gran ruido se alzó entonces al fondo de la
plaza. Era un cortejo de Príncipes, de Duques, de Marqueses y,
en fin, de los más brillantes señores, con trajes
magníficos y precedidos de guardias completamente armados.
A la cabeza del grupo principal se destacaba el
príncipe Kissador, distribuyendo sonrisas y saludos protectores
a todas aquellas gentecillas que le hacían la corte.
Luego, detrás, en medio de los servidores se
arrastraba una pobre y linda rata. Era Ratina, tan vigilada, tan
rodeada por todas partes, que no podía pensar en huir. Gardafur
marchaba cerca de ella, sin quitarle ojo. ¡Ah, aquella vez la
tenía bien segura!
-¡Ratina...! ¡Hija mía...!
-¡Ratina ...! ¡Amor mío! -gritaron
a un tiempo Ratona y Ratín, que en vano intentaron llegar hasta
ella.
Habría que haberse visto la actitud y las
fisgas con que el príncipe Kissador saludaba a la familia
Ratón, y qué provocativa mirada lanzó Gardafur al
hada Firmenta. Aun cuando privado por entonces de su poder de genio,
había triunfado tan sólo empleando una sencilla ratonera,
y al propio tiempo los señores cumplimentaban al príncipe
por su conquista, ¡con cuánta fatuidad recibía el
necio aquellos cumplidos!
De pronto el hada extiende el brazo, agita la varita y
en el acto se opera una nueva metamorfosis.
Si bien el padre Ratón continúa siendo
ratón, he aquí a la señora Ratona cambiada en
cotorra, a Rata en pavo real, a Ratana en oca y al primo Raté en
garza; pero continuaba su mala suerte, y en vez de una hermosa cola de
pájaro, es una delgada cola de ratón lo que se agita bajo
su plumaje.
En el mismo momento, una paloma se alza ligeramente
del grupo de los señores: ¡es Ratina!
¡Calcúlese la estupefacción del
príncipe Kissador y la cólera de Gardafur! Helos
allí a todos, cortesanos y criados, persiguiendo a Ratina, que
se alejaba batiendo las alas.
La decoración ha cambiado. Ya no es la Plaza
Mayor de Ratópolis, sino un paisaje admirable en medio de
grandes árboles. Y de todos los confines del horizonte se
acercan mil pájaros que acuden a dar la bienvenida a sus nuevos
hermanos aéreos.
Entonces, la señora Ratona, altiva y satisfecha
de sus encantos y del brillo de su plumaje, comienza a hacer
monerías, en tanto que la pobre Ratana, llena de vergüenza,
no sabe dónde y cómo ocultar sus patas de oca.
Por su parte, Rata -don Rata, si gustáis- se
pavonea, como si hubiese sido pavo real toda su vida, mientras el
primo, el pobre primo, murmura en voz baja:
-¡Raté todavía!... ¡Siempre
Raté!
Mas he aquí que una paloma atraviesa el espacio
lanzando gritos de júbilo, describe elegantes curvas y viene a
posarse levemente sobre los hombros del joven.
Es la encantadora Ratina, y puede oírsela
murmurar al oído de su novio:
-¡Te amo, Ratín mío, te amo!

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