La familia Ratón
Capítulo XI
El padre Ratón avanzaba a buen paso, a pesar de
la gota. La paloma, describiendo grandes círculos en el espacio,
iba de vez en cuando a posarse sobre los hombros de Ratín. La
cotorra, volando de árbol en árbol, se elevaba tratando
de descubrir la prometida muchedumbre. El pavo real tenía la
cola cuidadosamente replegada, para que no se desgarrara con las zarzas
del camino, en tanto que Ratana se balanceaba sobre sus anchas patas.
Tras ellos, la garza, alicaída, batía rabiosamente el
aire con su cola de ratón; había intentado
metérsela en el bolsillo, quiero decir debajo del ala, pero
había tenido que renunciar a ello, porque el ala era demasiado
corta.
Llegaron, por fin, los viajeros al pie de la esfinge;
jamás habían visto nada tan hermoso ni tan grandioso.
-¿Dónde está ese gran concurso de
gente del que nos habló?
-Tan pronto como hayan llegado ustedes a la cabeza del
monstruo -respondió el trapacero encantador-, dominarán a
la muchedumbre y serán vistos de muchas leguas a la redonda.
-¡Pues bien, entremos!
-Entremos.
Penetraron todos en el interior sin abrigar la menor
desconfianza; ni siquiera advirtieron que el guía se
había quedado fuera, después de haber cerrado tras ellos
la puerta abierta entre las patas del gigantesco animal.
En el interior había alguna claridad, que se
filtraba por las aberturas del rostro, a lo largo de las escaleras
interiores. Pasados algunos instantes, pudo verse a Ratón
paseándose por los labios de la esfinge, a la señora
Ratona revoloteando sobre la punta de la nariz, y don Rata en la
extremidad del cráneo.
Ratina y el joven Ratín estaban colocados en el
pabellón de la oreja derecha, diciéndose mil
ternezas.
En el ojo derecho se mantenía Ratana, cuyo
modesto plumaje no podía verse; y en el ojo izquierdo, el primo
Raté disimulaba lo mejor que podía su lamentable
cola.
Desde todos aquellos puntos de la cara, la familia
Ratón se encontraba admirablemente dispuesta para contemplar el
espléndido panorama que se desarrollaba hasta los límites
extremos del horizonte.
El tiempo era magnífico; ni una sola nube en el
cielo, ni el más leve vapor sobre la superficie del suelo.
De pronto, una masa animada se dibuja hacia el
bosque... Se adelanta... Se acerca... ¿Es acaso la muchedumbre
de adoradores de la esfinge de Romiradur?
¡No! Son gentes armadas de picas, de sables, de
arcos, de ballestas, avanzando en pelotón cerrado; no pueden
abrigar sino perversos designios.
En efecto, el príncipe Kissador va a la cabeza,
seguido del encantador, que ha dejado sus vestidos de guía; la
familia Ratón se considera perdida, a menos que aquellos de sus
miembros que poseen alas no vuelen a través del espacio.
-¡Huye, mi querida Ratina! -le dice su novio-
¡Huye!... ¡Déjame a mí en las manos de estos
miserables!
-¡Abandonarte...! ¡Jamás! -responde
Ratina.
Esto, por lo demás, habría sido muy
imprudente; una flecha hubiera podido herir a la paloma, así
como a la cotorra, al pavo real, al ganso y a la garza. Era preferible
ocultarse en las profundidades de la esfinge. Tal vez consiguiesen
escapar al llegar la noche, salvándose por alguna salida
secreta, y sin nada que temer de las armas del príncipe.
¡Ah, cuán deplorable era que el
hada Firmenta no hubiera acompañado a sus protegidos en el curso
de aquel viaje!
El joven, sin embargo, había tenido una idea, y
muy sencilla, como todas las ideas buenas: atrancar la puerta y
acumular obstáculos en el interior, y esto fue lo que se hizo
sin perder tiempo.
El príncipe Kissador, Gardafur y los guardias
se habían detenido a algunos pasos de la esfinge, intimando la
rendición a los prisioneros.
Un «no» bien acentuado, que salió
de los labios del monstruo, fue la única respuesta que
obtuvieron.
Entonces, los guardias se precipitaron contra la
puerta, acometiéndola con enormes cantos de roca, siendo
evidente que no tardaría en ceder.
Mas he aquí que un leve vapor envuelve el
cabello de la esfinge, y, destacándose de sus últimas
volutas, el hada Firmenta aparece en pie sobre la cabeza de la esfinge
de Romiradur.
Ante aquella milagrosa aparición, los guardias
retroceden, pero Gardafur consigue volverlos a poner al asalto, y los
goznes de la puerta comienzan a ceder ante sus golpes.
En aquel momento, el hada inclina hacia el suelo la
varita, que tiembla en su mano.
¡Qué inesperada irrupción se
produjo a través de la deshecha puerta!
Un tigre hembra, una pantera y un oso se precipitan
sobre los guardias. El tigre es Ratona, con su leonada piel; el oso es
Rata, con el pelo erizado y las fauces abiertas; la pantera es Ratana,
que da unos saltos terribles. Esta última metamorfosis ha
cambiado a los tres volátiles en bestias feroces.
Al mismo tiempo, Ratina se ha transformado en una
cierva elegante, y el primo Raté ha tomado la forma de un asno,
que rebuzna con una voz tremenda. Pero -¡lo que es la mala
suerte!- ha conservado su cola de garza, y una cola de pájaro es
lo que cuelga a la extremidad de su grupa. Decididamente, es imposible
evitar su destino.
A la vista de aquellas tres formidables fieras, los
guardias no vacilaron un instante, se desbandaron como si tuvieran
fuego bajo sus talones. Nada habría podido detenerlos, tanto
más cuanto que el príncipe Kissador y Gardafur les dieron
el ejemplo; no les convenía, al parecer, ser devorados
vivos.
Pero si bien el príncipe y el encantador
pudieron ganar el bosque, algunos de sus guardias fueron menos
afortunados. El tigre, el oso y la pantera habían llegado a
cortarles la retirada, y aquellos pobres diablos no pensaron más
que en buscar refugio dentro de la esfinge, y pronto pudo
vérseles ir y venir por su ancha boca.
Fue aquélla una mala idea, sí, una mala
idea, y cuando ellos lo reconocieron era ya demasiado tarde.
En efecto, el hada Firmenta extiende de nuevo su
varita y rugidos espantosos se propagan, como los truenos, a
través del espacio.
La esfinge acaba de convertirse en león.
¡Y qué león! Su melena se eriza,
sus ojos lanzan rayos, sus mandíbulas se abren, se cierran y
comienzan su obra de masticación... Un instante después,
los guardias del príncipe Kissador han sido triturados por los
dientes del formidable animal.
Entonces el hada Firmenta salta ligeramente sobre el
suelo. A sus pies van a tenderse el tigre, el oso y la pantera, como lo
hacen los animales feroces con sus domadores.
De esta época data la conversión de la
esfinge de Romiradur en león.

Subir
|