La familia Ratón
Capítulo IV
A la derecha, sin embargo, algunos peñascos han
quedado al descubierto. No puede cubrirlos la marea ni aun en los
momentos en que la tempestad lanza sus olas contra la costa.
Allí fueron a refugiarse el príncipe y
el encantador. Cuando el banco se quedase seco irían a buscar la
preciosa ostra que encierra a Ratina y se la llevarían consigo.
En el fondo, el príncipe estaba furioso; por poderosos que
fueran los príncipes, y aun los mismos reyes, nada podían
hacer en aquel tiempo contra las hadas, y todavía
sucedería lo mismo si ahora volviésemos a aquella dichosa
época.
He aquí, en efecto, lo que Firmenta dijo al
joven:
-Ahora que la mar está alta, Ratón y los
suyos van a subir un escalón hacia la Humanidad. Voy a hacerlos
peces, y bajo esta forma nada tendrán ya que temer de sus
enemigos.
-Pero ¿y si los pescan...? -hizo observar
Ratín.
-No te preocupes, yo velaré por ellos.
Por desgracia, Gardafur había oído al
hada e imaginado en seguida un plan; seguido del príncipe se
dirigió hacia tierra firme.
Entonces, el hada extendió su varita hacia el
banco de Samobrives, oculto bajo las aguas. Las ostras de la familia
Ratón se entreabren y de ellas salen peces bulliciosos, muy
alegres por aquella nueva transformación.
Ratón, el padre, un bravo y digno rodaballo,
con tubérculos sobre su flanco amarillento, y que si no hubiese
tenido semblante humano os habría mirado con sus dos grandes
ojos, colocados en el lado izquierdo.
La señora Ratona, una araña con el
fuerte aguijón de su opérculo y las espinas punzantes de
su primera dorsal, muy bella, por lo demás, con sus colores
tornasolados.
La señorita Ratina, una linda y elegante
dorada, araña de China, casi diáfana y muy atrayente con
su ropaje, mezcla de negro, de rojo y de azul.
Rata, un mal encarado lucio, de cuerpo alargado, boca
hendida hasta los ojos, dientes acerados, el semblante furioso como un
tiburón en miniatura y de una sorprendente voracidad.
Ratana, una gorda trucha salmonada, con sus manchas
rojizas, el semblante furioso como un tiburón en miniatura y que
no habría dejado de hacer muy buen papel sobre la mesa de un
gastrónomo.
Finalmente, el primo Raté, una pescadilla con
el dorso de un gris verdoso. Pero he aquí que, por un
extraño capricho de la Naturaleza, ¡no era pez más
que a medias! Sí, la extremidad de su cuerpo, en vez de terminar
con una cola, ésta estaba encerrada todavía entre dos
conchas de ostra. ¿No es esto el colmo de lo ridículo?
¡Pobre primo!
Y entonces, pescadilla, trucha, lucio, dorada y
rodaballo, alineados bajo las transparentes y límpidas aguas al
pie de la roca en que Firmenta agitaba su varita, parecían
decir:
-¡Gracias, hada buena, gracias!

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