La familia Ratón
Capítulo II
En una de las más hermosas ciudades de aquel
tiempo y en la más hermosa casa de la ciudad residía un
hada buena que se llamaba Firmenta. Hacía todo el bien que un
hada puede hacer, y se la amaba mucho. Según parece, en aquella
época todos los seres vivos estaban sometidos a las leyes de la
metempsicosis. No os asustéis de esta palabreja, que no
significa otra cosa sino que había una escala en la
creación cuyos escalones debía franquear cada uno de los
seres para poder llegar hasta el último, y tomar puesto en las
filas de la Humanidad. Así que, de esta suerte, se nacía
molusco, se convertía uno en pez, en pájaro luego, en
cuadrúpedo después y, por fin, en hombre o mujer. Como
veis, era preciso ascender del estado más rudimentario al estado
más perfecto. Con todo, podía suceder que se volviese a
bajar la escala, merced a la maligna influencia de algún
encantador, y, en tal caso, ¡qué triste existencia!
¡Figuraos: haber sido hombre y convertirse luego en ostra! Por
fortuna, esto ya no se ve en nuestros días, físicamente
al menos.
Sabed también que esas diversas metamorfosis se
operaban por el intermedio de un genio. Los genios buenos hacían
subir y los genios malos hacían bajar, y, si estos
últimos abusaban de su poder, el Creador podía privarles
de él por algún tiempo.
Innecesario es decir que el hada Firmenta era un genio
bueno, y que nadie había tenido jamás que quejarse de
ella.
Ahora bien, una mañana se encontraba el hada en
el comedor de su palacio, una habitación adornada con tapices
magníficos y hermosísimas flores. Los rayos del sol se
deslizaban a través de la ventana, salpicando acá y
allá de puntos luminosos las porcelanas y la vajilla de plata
colocadas sobre la mesa. La sirvienta acababa de anunciar a su ama que
el almuerzo estaba servido; un suculento y buen almuerzo, un almuerzo
como las hadas pueden hacer sin ser tachadas de glotonería. Mas
apenas acababa de tomar asiento el hada, cuando llamaron a la puerta de
su palacio.
La criada fue a abrir; un instante después,
anunciaba al hada Firmenta que un hermoso joven deseaba hablarle.
-Hazle entrar -dijo Firmenta.
Hermoso era, en efecto, de estatura algo más
que mediana, con cara de bueno y valeroso, y de unos veintidós
años. Vestido con gran sencillez, sabía presentarse con
soltura y gracia. El hada, a primera vista, formó una
opinión favorable acerca de él. Creyó que, como
tantos otros a quienes ella había distinguido con sus favores,
el joven iba a pedirle algún servicio, y sentíase
dispuesta a prestárselo.
-¿Qué desea usted de mí,
apreciable joven? -preguntó con su más amable tono de
voz.
-Hada bondadosa -respondió el joven-, soy muy
desgraciado y no tengo esperanza más que en vos.
Y al ver que vacilaba.
-Explíquese -dijo Firmenta- ¿Cuál
es su nombre?
-Me llamo Ratín. No soy rico, y, sin embargo,
no es la fortuna lo que vengo a pediros. Lo que pido es la
felicidad.
-¿Cree, pues, usted que puede ir la una sin la
otra? -replicó el hada sonriendo.
-Lo creo.
-Y tiene razón. Continúe usted,
joven.
-Hace algún tiempo -prosiguió-, antes de
ser hombre yo era ratón, y, como tal, fui muy bien acogido por
una excelente familia, con la que contaba unirme por los más
tiernos lazos. Había conquistado las simpatías del padre,
que es un ratón muy sensato. Tal vez la madre no me miraba con
tan buenos ojos, por no ser rico. Pero su hija Ratina ¡me miraba
con tanta ternura...! Iba yo, por fin, a ser aceptado, cuando una
horrenda desdicha vino a desvanecer mis esperanzas.
-¿Qué fue lo que ocurrió?
-preguntó el hada con el más vivo y afectuoso
interés.
-Pues, en primer lugar, que yo me convertí en
hombre, en tanto que Ratina continuaba siendo rata.
-Bueno, pues aguarde usted a que su última
transformación haya hecho de ella una muchacha...
-¡Indudablemente, hada buena! Pero, por
desgracia, Ratina había sido vista por un señor poderoso
que, acostumbrado a satisfacer todos sus caprichos, no puede soportar
la menor resistencia; todo debe plegarse ante sus deseos.
- ¿Y quién es ese señor?
-preguntó el hada.
-El príncipe Kissador. Propuso a mi querida
Ratina llevársela a su palacio, donde sería la más
feliz de las ratas. Ella se negó aun cuando su madre Ratona se
mostró muy complacida. El príncipe intentó
entonces comprarla por un precio muy elevado pero el padre,
Ratón, sabiendo cuánto me amaba su hija y que yo
moriría de pena si se nos separaba al uno de la otra, no quiso
escuchar las proposiciones del príncipe. Renuncio a describiros
el furor de éste. Al ver a Ratina tan hermosa en su ser de rata,
se decía que sería más hermosa aún al
convertirse en muchacha. ¡Sí, hada buena, más
hermosa aún...! ¡Y se casaría con ella...!
¡Todo lo cual estaba muy bien pensado para él, pero muy
mal para nosotros...!
-Sí -respondió el hada-, pero una vez
que el príncipe fue desdeñado, ¿qué tiene
usted que temer ya?
-Todo -repuso Ratín- porque para conseguir ver
realizados sus propósitos se ha dirigido a Gardafur...
-¿A ese encantador, a ese genio malo que
sólo se complace en hacer el mal, y con quien yo estoy siempre
en guerra?
-¡Al mismo, hada buena!
-¿A ese Gardafur, cuyo temible poder no se
aplica sino a rebajar de escala a los seres que se elevan poco a poco a
los grados más altos?
-¡Eso es!
-Por fortuna, Gardafur, a consecuencia de haber
abusado de su poder, acaba de ser privado de él por algún
tiempo.
-Eso es verdad -repuso tristemente Ratín-; pero
en el momento en que el príncipe recurrió a él, lo
poseía aún por entero. Así es que, estimulado por
una parte por las seductoras promesas de ese señor, y asustado
por otra ante sus amenazas, prometió vengarle de los desdenes de
la familia Ratón.
-¿Y lo hizo...?
-¡Lo hizo, hada buena!
-¿De qué manera?
-Metamorfoseó a aquellas pobres ratas,
cambiándolas en ostras. Y ahora vegetan las infelices en el
banco de Samobrives, donde esos moluscos -de excelente calidad, cumplo
un deber al afirmarlo- valen a tres pesetas la docena, lo que es muy
natural, toda vez que la familia Ratón se encuentra entre ellos.
¡Ved ahora, hada buena, toda la extensión de mi
infortunio!
Firmenta escuchaba con lástima y benevolencia
el relato del joven Ratín. Siempre, por lo demás,
había experimentado compasión por los dolores humanos, y
sobre todo por los amores contrariados.
-¿Qué puedo hacer en su obsequio?
-preguntó al fin.
-¡Hada bondadosa -dijo Ratín-, ya que mi
Ratina está pegada al banco de Samobrives, hacedme ostra a
mí también para que pueda tener el consuelo de vivir
cerca de ella!
Esto fue dicho con un tono tan triste, que el hada
Firmenta se sintió sumamente conmovida, y tomó entre las
suyas la mano del joven.
-Ratín -le dijo-, aun cuando accediera a darle
gusto, no me sería posible hacerlo. Sabe usted que me
está prohibido hacer descender a los seres vivientes. No
obstante, si no puedo reducir a usted al estado de molusco, lo que
sería un estado muy humilde, puedo hacer subir a Ratina de
grado...
-¡Oh, hacedlo, hada buena, hacedlo!
-Pero será menester que vuelva a pasar por los
grados intermedios, antes de llegar a ser de nuevo la encantadora rata
destinada a ser muchacha algún día. ¡Sea usted,
pues, paciente, sométase a las leyes de la Naturaleza y tenga
así mismo confianza...!
-¿En vos, hada buena...?
-¡En mí, sí! Haré cuanto
pueda por ayudarle. No olvidemos, sin embargo, que habremos de sostener
violentas luchas. Aun cuando sea, como es, el más necio de los
príncipes, tiene usted en el príncipe Kissador un enemigo
poderoso. Y si Gardafur llegase a recobrar el poder antes de que usted
fuese el esposo de la bella Rutina, me sería muy difícil
vencerle, porque habría vuelto a ser igual a mí.
A este punto llegaban en su conversación el
hada Firmenta y Ratin, cuando se oyó una tenue vocecita...
¿De dónde salía aquella voz...? Difícil
parecía adivinarlo.
-¡Ratín...! ¡Mi pobre
Ratín...! ¡Te amo...!
-Es la voz de Ratina -gritó el joven-.
¡Ah, señora hada, tened compasión de ella!
Verdaderamente, parecía que Ratín estaba
loco. Corría a través del comedor, miraba debajo de los
muebles, abría los armarios y aparadores pensando que Rutina
podía hallarse escondida en alguno de ellos.
El hada le detuvo con un gesto.
Y entonces, queridos niños, se produjo una cosa
muy singular. Sobre la mesa y alineadas en una fuente de plata
había una media docena de ostras, que procedían
precisamente del banco de Samobrives. En el centro aparecía la
más hermosa, con su concha muy reluciente y bien orlada. Y he
aquí que aumenta de volumen, se alarga, se ensancha, se
desarrolla, y acaba por abrir sus dos valvas. De ellas se separa una
adorable figurita, de cabellos rubios como las doradas espigas, dos
ojos, los más tiernos y acariciadores del mundo, una naricilla
recta y una boca encantadora, que repite:
-¡Ratín! ¡Mi querido
Ratín...!
-¡Es ella! -exclamó el joven.
Era Ratina, en efecto. Tenía razón en
reconocerla como tal, porque es menester que os diga, queridos
niños, que en aquel venturoso tiempo de magia los seres
tenían ya semblante humano, aun antes de pertenecer a la
humanidad.
¡Y cuán linda era Ratina sobre el
nácar de su concha! ¡Diríase que era una alhaja
encerrada en su estuche!
Y ella se expresaba así:
-¡Ratín! ¡Mi querido Ratín!
He oído todo lo que acabas de decir a la señora hada, y
la señora hada se ha dignado prometer reparar el mal que ha
causado ese malvado Gardafur. ¡Oh, no me abandones, porque si me
cambió en ostra fue para que no pudiese huir! ¡Entonces el
príncipe Kissador vendrá a separarme del banco al que
está adherida mi familia; me llevará consigo y me
pondrá en su vivero, aguardará a que me haya convertido
en muchacha y estaré para siempre pérdida para mi pobre y
querido Ratín!
Hablaba con voz tan triste, que el joven,
profundamente conmovido, apenas podía responder.
-¡Oh, Ratina mía! -murmuraba.
Y en un impulso de ternura, extendía la mano
hacia el pobrecito molusco, cuando el hada le contuvo. Tras haber
cogido delicadamente una magnífica perla que se había
formado en el fondo de la valva, le dijo:
-Toma esta perla.
-¿Esta perla, hada buena?
-Sí, vale una fortuna, podrá servirte
más adelante. Ahora vamos a llevar a Ratina al banco de
Samobrives, y ya allí la haré subir un
escalón...
-Que no sea sólo a mí, hada buena -dijo
Rutina con voz suplicante-. ¡Pensad en mi buen padre
Ratón, en mi buena madre Ratona y en mi primo Raté!
¡Pensad en nuestros fieles servidores Rata y Ratana...!
Pero en tanto que hablaba de esta manera, las dos
valvas de su concha se cerraron poco a poco y adquirieron sus
dimensiones ordinarias.
-¡Ratina! -exclamó el joven.
-¡Cójala! -ordenó el hada.
Obedeció presuroso Ratín y llevó
la concha a sus labios. ¿Por ventura no encerraba ella todo lo
que él quería más en el mundo?

Subir
|