La familia Ratón
Capítulo III
La marea está bajando. La resaca bate
suavemente el pie del banco de Samobrives. Entre los peñascos
hay pequeños charcos de agua. Hay que avanzar con cuidado
cubiertos y procurando no dar un resbalón en las rocas de algas,
porque la caída sería peligrosa.
¡Qué enorme cantidad de moluscos de
todas las especies hay en aquel banco! Pero lo que más abunda
son las ostras; las hay allí a millares.
Una media docena de las más hermosas se
esconden bajo las plantas marinas. Me equivoco, no hay más que
cinco. ¡El sitio de la sexta se halla desocupado!
He aquí ahora que estas ostras se abren a los
rayos de sol, a fin de respirar la fresca brisa del mar. Al propio
tiempo, se escapa de ellas una especie de cántico quejumbroso y
lastimero, como una lamentación de Semana Santa.
Las valvas de aquellos moluscos han ido
abriéndose paulatinamente. Por entre sus franjas transparentes
se dibujan algunas figuras fáciles de reconocer; una de ellas es
la de Ratón, el padre, un filósofo, un sabio que se
resigna a aceptar la vida bajo todas sus formas y vicisitudes.
-Es indudable -piensa- que después de haber
sido ratón, convertirse en molusco no deja de ser triste y
molesto. ¡Pero es menester resignarse y tomar las cosas como
vengan!
En la segunda ostra gesticula un rostro contrariado,
cuyos ojos lanzan chispas. En vano es que se esfuerce por salir fuera
de la concha; es la señora Ratona, y dice:
-¡Hallarme encerrada en esta cárcel de
nácar, yo que ocupaba el primer rango en nuestra ciudad de
Ratópolis...! ¡Yo que, una vez llegada a la fase humana,
habría conseguido ser una gran señora, princesa tal
vez...! ¡Ah, el miserable Gardafur!
En la tercera ostra se muestra la cara atontolinada
del primo Raté, un perfecto badulaque, bastante poltrón,
que enderezaba las orejas al menor ruido, como una liebre. Debo deciros
que, como es natural en su calidad de primo, hacía la corte a la
primita, pero Ratina, según sabemos, amaba a otro, y a este otro
le detestaba cordialmente Raté.
-¡Ay, ay! -decía-. ¡Qué
destino! Al menos, cuando yo era ratón podía correr,
salvarme, evitar los gatos y las ratoneras. Mas aquí, basta que
me cojan con una docena de mis semejantes, y el cuchillo grosero de una
cocinera me abrirá brutalmente e iré a figurar sobre la
mesa de un ricacho y devorado... ¡vivo aún, tal vez!
En la cuarta ostra encontrábase el cocinero
Rata, un verdadero maestro del arte culinario, muy orgulloso de sus
talentos, muy vanidoso de su saber.
-¡Ese maldito Gardafur! -gritaba-. ¡Si
alguna vez le tengo al alcance de mi mano, no se me escapará sin
que le retuerza el pescuezo! ¡Yo, Rata, que hacía cosas
tan excelentes como la fama pregona bien alto, verme emparedado entre
dos conchas! Y mi mujer Ratana...
-Aquí estoy -dijo una voz que salía de
la quinta ostra-. ¡No te apesadumbres ni te enojes, mi pobre
Rata! Si bien es verdad que no me es dado acercarme a ti, no por eso
dejo de estar a tu lado, y cuando tú subas la escala, la
subiremos juntos...
¡La buena Ratana! Una excelente criatura, tan
sencilla, tan modesta, tan amante de su marido, y, al igual que
éste, muy devota de sus amos.
Luego, la triste letanía adquirió tonos
lúgubres. Algunos centenares de ostras que aguardaban
también su liberación se unieron a aquel concierto de
lamentaciones. Aquello partía el corazón. ¡Y
qué recrudecimiento de dolor para Ratón, el padre, y para
la señora Ratona, si hubiera tenido noticia de que su hija no
estaba ya con ellos!
De súbito, se hizo un gran silencio; todo el
mundo enmudeció y las conchas se cerraron.
Gardafur acababa de llegar a la playa, cubierto con su
largo ropón de encantador, tocada su cabeza con el tradicional
gorro, y la fisonomía huraña. Junto a él se
advertía al príncipe Kissador, vestido con ricos trajes.
Difícilmente podréis imaginaron hasta qué extremo
se hallaba este señor infatuado de su persona, y cómo se
componía y acicalaba para hacer resaltar sus gracias.
-¿Dónde estamos? -preguntó.
-En el banco de Samobrives, príncipe
-respondió obsequiosamente Gardafur.
-¿Y esa familia Ratón...?
-¡Continúa en el sitio en que la
incrusté para daros gusto!
-¡Ah, Gardafur! ¡Esa linda Ratina me tiene
embrujado...! ¡Es preciso que sea mía...! Te pago para que
me sirvas, y si no lo consigues, ¡ten cuidado...!
-¡Príncipe -respondió Gardafur-,
si bien pude transformar a toda esa familia de ratas en moluscos, antes
de habérseme retirado el poder, no me es posible ahora hacer de
ellos seres humanos, bien lo sabéis!
-Sí, Gardafur, y eso es lo que me llena de
rabia...
Ambos personajes llegaron al banco en el momento en
que dos personas aparecían al otro lado; eran el hada Firmenta y
el joven Ratín, oprimiendo éste contra su pecho la doble
concha que encerraba a su bien amada.
De pronto descubrieron al príncipe y a
Gardafur.
-Gardafur -dijo el hada-, ¿qué vienes a
hacer aquí? ¿Preparas alguna otra maquinación
criminal?
-Hada Firmenta -dijo el príncipe Kissador-,
tú sabes que estoy loco por esa gentil Ratina, muy poco prudente
y avisada para rechazar a un señor de mi rango y
condición, y que aguardo con gran impaciencia la hora en que
tú la conviertas en muchacha...
-Cuando lo haga -respondió el hada-,
será para que pertenezca a aquel a quien ella prefiere y
ame.
-¡Ese impertinente -replicó el
Príncipe-, ese Ratín, a quien Gardafur convertirá
sin gran trabajo en asno cuando yo le haya alargado un poco las
orejas!
Ante aquel insulto, el joven no pudo contenerse y
quiso lanzarse contra el príncipe y castigar su insolencia, pero
el hada, cogiéndole de la mano:
-Modera tus arrebatos y calma tu cólera -le
dijo-; no es aún tiempo de vengarte, y los insultos del
príncipe se volverán algún día contra
él. Haz lo que tienes que hacer y partamos.
Obedeció Ratín, y después de
estrecharla por última vez contra sus labios, fue a depositar la
ostra en medio de su familia.
Casi en seguida la marea comenzó a cubrir el
banco de Samobrives, el agua invadió las últimas puntas y
todo desapareció en el horizonte, hasta altamar, cuyo contorno
se confundía con el del cielo.

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