De la Tierra a la Luna
Capítulo I El
Gun-Club
Durante la guerra federal de los Estados Unidos, se
estableció en Baltimore, ciudad del Estado de Maryland, una
nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es la energía con
que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de
armadores, mercaderes y fabricantes. Simples comerciantes y tenderos
abandonaron su despacho y su mostrador para improvisarse capitanes,
coroneles y hasta generales sin haber visto las aulas de West
Point1, y no tardaron en
rivalizar dignamente en el arte de la guerra con sus colegas del
antiguo continente, alcanzando victorias, lo mismo que éstos; a
fuerza de prodigar balas, millones y hombres.
Pero en lo que principalmente los americanos
aventajaron a los europeos, fue en la ciencia de la balística, y
no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de
perfección, sino porque se les dieron dimensiones desusadas y
con ellas un alcance desconocido hasta entonces. Respecto a tiros
rasantes, directos, parabólicos, oblicuos y de rebote, nada
tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero
los cañones de éstos, los obuses y los morteros, no son
más que simples pistolas de bolsillo comparados con las
formidables máquinas de artillería norteamericana.
No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en
el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los italianos
nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era,
además, natural que aplicasen a la ciencia de la
balística su natural ingenio y su característica audacia.
Así se explican aquellos cañones gigantescos, mucho menos
útiles que las máquinas de coser, pero no menos
admirables y mucho más admirados. Conocidas son en este
género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen, de Rodman. Los
Armstrong, los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que
reconocer su inferioridad delante de sus rivales ultramarinos.
Así pues, durante la terrible lucha entre
nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera línea.
Los periódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus
inventos, y no hubo ningún muchacho, por insignificante que
fuese, ni ningún cándido bobalicón que no se
devanase día y noche los sesos calculando trayectorias
insensatas.
Y cuando a un americano se le mete una idea en la
cabeza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con
sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secretarios. Si
llegan a cuatro, nombran un archivero, y la sociedad funciona. Siendo
cinco se convocan en asamblea general, y la sociedad queda
definitivamente constituida. Así sucedió en Baltimore. El
primero que inventó un nuevo cañón se
asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo
taladró. Tal fue el núcleo del Gun-Club2. Un mes después de su
formación, se componía de mil ochocientos treinta y tres
miembros efectivos y treinta mil quinientos sesenta y cinco
corresponsales.
A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía
la condición, sine qua non, de haber ideado o por lo
menos perfeccionado un nuevo cañón, o a falta de
cañón, un arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir
que los inventores de revólveres de quince tiros, de carabinas
de repetición o de sables-pistolas no eran muy considerados. En
todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la
preferencia.
La predilección que a que se les juzga
acreedores, dijo un día uno de los oradores más
distinguidos del Gun-Club, guarda proporción con las dimensiones
de su cañón, y está en razón directa del
cuadrado de las distancias alcanzadas por sus proyectiles.
Fundado el Gun-Club, es fácil imaginar lo que
produjo en este género el talento inventivo de los americanos.
Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales, y los
proyectiles, traspasando los límites permitidos, fueron a
mutilar horriblemente a más de cuatro inofensivos
transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer
poca cosa a los tímidos instrumentos de la artillería
europea. Júzguese por las siguientes cifras.
En otro tiempo, una bala de treinta y seis, a la
distancia de trescientos pies, atravesaba treinta y seis caballos
cogidos de flanco y setenta y ocho hombres. El arte se hallaba en
mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El
cañón Rodman, que arrojaba a siete millas3 de distancia una bala
que pesaba media tonelada4, habría fácilmente derribado ciento
cincuenta caballos y trescientos hombres. En el Gun-Club se
trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se
sometían a ella, los hombres fueron por desgracia menos
complacientes.
Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que
aquellos cañones eran muy mortíferos, y en cada disparo
caían combatientes como espigas en un campo que se está
segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué significaba
aquella famosa bala que en Coutras, en 1587, dejó fuera de
combate veinticinco hombres?
¿Qué significaba aquella otra bala que
en Zorndoff, en 1758, mató cuarenta soldados? ¿Qué
era en sustancia aquel cañón austriaco de Kesselsdorf,
que en 1742 derribaba en cada disparo a setenta enemigos?
¿Quién hace caso de aquellos tiros sorprendentes de Jena
y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas
mayores se vieron durante la guerra federal. En la batalla de
Gettysburg un proyectil cónico disparado por un
cañón mató a ciento setenta y tres confederados, y
en el paso del Potomac una bala Rodman envió a ciento quince
sudistas a un mundo evidentemente mejor. Debemos también hacer
mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston,
miembro distinguido y secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado
fue mucho más mortífero, pues en el ensayo mató a
ciento treinta y siete personas. Verdad es que reventó.
¿Qué hemos de decir que no lo digan,
mejor que nosotros, guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin
repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el estadista
Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron
las balas de cañón por el de los miembros del Gun-Club,
resulta que cada uno de éstos había por término
medio costado la vida a dos mil trescientos setenta y cinco hombres y
una fracción.
Fijándose en semejante guarismo, es evidente
que la única preocupación de aquella sociedad
científica fue la destrucción de la humanidad con un
objeto filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas de
guerra consideradas como instrumentos de civilización.
Aquella sociedad era una reunión de
ángeles exterminadores, hombres de bien a carta cabal.
Añádase que aquellos yanquis, valientes
todos a cuál más, no se contentaban con fórmulas,
sino que descendían ellos mismos al terreno de la
práctica. Había entre ellos oficiales de todas las
graduaciones, subtenientes y generales, y militares de todas las
edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y
otros que habían encanecido en los campamentos. Muchos, cuyos
nombres figuraban en el libro de honor del Gun-Club, habían
quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en su mayor
parte señales evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas,
piernas de palo, brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas
de goma elástica, cráneos de plata, narices de platino,
de todo había en la colección, y el referido Pitcairn
calculó igualmente que en el Gun-Club no había, a lo
sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos piernas
por cada seis.
Pero aquellos intrépidos artilleros no
reparaban en semejantes bagatelas, y se llenaban justamente de orgullo
cuando el parte de una batalla dejaba consignado un número de
víctimas diez veces mayor que el de proyectiles gastados.
Un día, sin embargo, triste y lamentable
día, los que sobrevivieron a la guerra firmaron la paz; cesaron
poco a poco los cañonazos, enmudecieron los morteros, los obuses
y los cañones volvieron a los arsenales, las balas se hacinaron
en los parques, se borraron los recuerdos sangrientos, los algodoneros
brotaron esplendorosos en los campos pródigamente abonados, los
vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el
Gun-Club quedó sumido en una ociosidad profunda.
Algunos apasionados, trabajadores incansables, se
entregaban aún a cálculos de balística y no
pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables.
Pero, sin la práctica, ¿de qué sirven las
teorías? Los salones estaban desiertos, los criados
dormían en las antesalas, los periódicos
permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos
partían de los rincones oscuros, y los miembros del Gun-Club,
tan bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de
una artillería platónica.
-¡Qué desconsuelo! -dijo un día el
bravo Tom Hunter, mientras sus pata de palo se carbonizaban en la
chimenea -. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos!
¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué se
hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las
mañanas el alegre estampido de los cañones?
-Aquellos tiempos pasaron para no volver
-respondió Bilsby, procurando estirar los brazos que le faltaban
-. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y, apenas
estaba fundido, iba el mismo inventor a ensayarlo delante del enemigo,
y se obtenía en el campamento un aplauso de Sherman o un
apretón de manos de MacClellan. Pero actualmente los generales
han vuelto a su escritorio, y en lugar de mortíferas balas de
hierro despachan inofensivas balas de algodón. ¡Rayos!
¡El porvenir de la artillería se ha perdido en
América!
-Sí, Bilsby -exclamó el coronel
Blomsberry-, hemos sufrido crueles decepciones. Un día
abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos en el
manejo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los campos de
batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres años
después perdemos el fruto de tantas fatigas para condenarnos a
una deplorable inercia con las manos metidas en los bolsillos.
Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una
prueba semejante de su ociosidad, y no por falta de bolsillos.
-¡Y ninguna guerra en perspectiva! -dijo
entonces el famoso J. T. Maston, rascándose su cráneo de
goma elástica-. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando tanto
hay aún que hacer en la ciencia de la artillería! Esta
misma mañana dejé terminado un modelo de mortero, con su
plano, su corte y su elevación, destinado a modificar
profundamente las leyes de la guerra.
-¿De veras? -replicó Tom Hunter,
pensando involuntariamente en el último ensayo del respetable J.
T. Maston.
-De veras -respondió éste-. Pero
¿de qué sirven tantos estudios concluidos y tantas
dificultades vencidas? Nuestros trabajos son inútiles. Los
pueblos del Nuevo Mundo se han empeñado en vivir en paz, y
nuestro belicoso Tribune5 pronostica próximas catástrofes
debidas al aumento escandaloso de las poblaciones.
-Sin embargo, Maston-respondió el coronel
Blomsberry-, en Europa siguen batiéndose para sostener el
principio de las nacionalidades.
-¿Y qué?
-¡Y qué! Podríamos allí
intentar algo, y si se aceptasen nuestros servicios...
-¿Qué osa proponer? -exclamó
Bilsby-. ¡Cultivar la balística en provecho de los
extranjeros!
-Es preferible a no hacer nada -respondió el
coronel.
-Sin duda -dijo J. T. Maston - es preferible, pero ni
siquiera nos queda tan pobre expediente.
-¿Y por qué? -preguntó el
coronel.
-Porque en el viejo mundo se profesan sobre los
ascensos ideas que contrarían todas nuestras costumbres
americanas. Los europeos no comprenden que pueda llegar a ser general
en jefe quien no ha sido antes subteniente, lo que equivale a decir que
no puede ser buen artillero el que por sí mismo no ha fundido el
cañón, lo que me parece...
-¡Absurdo! -replicó Tom Hunter
destrozando con su bowieknife6 los brazos de la butaca en que estaba sentado-. Y
en el extremo a que han llegado las cosas no nos queda ya más
recurso que plantar tabaco y destilar aceite de ballena.
-¡Cómo! -exclamó J. T. Maston con
voz atronadora-. ¿No dedicaremos los últimos años
de nuestra existencia al perfeccionamiento de las armas de fuego?
¿No ha de presentarse una nueva ocasión de ensayar el
alcance de nuestros proyectiles? ¿Nunca más el fogonazo
de nuestros cañones iluminará la atmósfera?
¿No sobrevendrá una complicación internacional que
nos permita declarar la guerra a alguna potencia transatlántica?
¿No echarán los franceses a pique ni uno solo de nuestros
vapores, ni ahorcarán los ingleses, con menosprecio del derecho
de gentes, tres o cuatro de nuestros compatriotas?
-¡No, Maston -respondió el coronel
Blomsberry-, no tendremos tanta dicha! ¡No se producirá ni
uno solo de los incidentes que tanta falta nos hacen, y aunque se
produjesen, no sacaríamos de ellos ningún partido!
¡La susceptibilidad americana va desapareciendo, y vegetamos en
la molicie!
-¡Sí, nos humillamos! -replicó
Bilsby.
-¡Se nos humilla! -respondió Tom
Hunter.
-¡Y tanto! -replicó J. T. Maston con
mayor vehemencia-. ¡Sobran razones para batirnos, y no nos
batimos! Se economizan piernas y brazos en provecho de gentes que no
saben qué hacer de ellos. Sin ir muy lejos, se encuentra un
motivo de guerra. Dígame, ¿la América del Norte no
perteneció en otro tiempo a los ingleses?
-Sin duda-respondió Tom Hunter, dejando con
rabia quemarse en la chimenea el extremo de su pata de palo.
-¡Pues bien! -repuso J. T. Maston-. ¿Por
qué Inglaterra, a su vez, no ha de pertenecer a los
americanos?
-Sería muy justo -respondió el coronel
Blomsberry.
-Vaya usted con esa proposición al presidente
de los Estados Unidos -exclamó J. T. Maston- y verá
cómo la acoge.
-La acogerá mal -murmuró Bilsby entre
los cuatro dientes que había salvado de la batalla.
-No seré yo -exclamó J. T. Maston- quien
le dé el voto en las próximas elecciones.
-Ni yo -exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos
inválidos.
-Entretanto, y para concluir -repuso J. T. Maston-: si
no se me proporciona ocasión de ensayar mi nuevo mortero sobre
un verdadero campo de batalla, presentaré mi dimisión de
miembro del Gun-Club, y me sepultaré en las profundidades de
Arkansas.
-¡Allí le seguiremos todos! -respondieron
los interlocutores del enérgico J. T. Maston.
Tal era el estado de cosas. La exasperación de
los ánimos iba en progresivo aumento, y el club se hallaba
amenazado de una próxima disolución, cuando sobrevino un
acontecimiento inesperado que impidió tan sensible
catástrofe.
Al día siguiente de la acalorada
conversación de que acabamos de dar cuenta, todos los miembros
de la sociedad recibieron una circular concebida en los siguientes
términos:
Baltimore, 3 de octubre.
El presidente del Gun-Club tiene la honra de
prevenir a sus colegas que en la sesión del 5 del corriente les
dirigirá una comunicación de la mayor importancia, por lo
que les suplica que, cualesquiera que sean sus ocupaciones, acudan a la
cita que les da por la presente.
Su afectísimo colega,
IMPEY BARBICANE, P. G. C.

1. Academia militar de
los Estados Unidos.
2. Literalmente Sociedad
cañón.
3. La milla equivale a mil seiscientos
nueve metros y treinta y un centímetros.
4. Quinientos kilogramos.
5. El más fogoso periódico
abolicionista de la Unión.
6. Cuchillo de bolsillo, de ancha
hoja.
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