De la Tierra a la Luna
Capítulo XX Ataque y
respuesta
Parecía que este incidente debía
terminar la discusión. Era la última palabra, y
difícilmente se hubiese encontrado otra mejor. Sin embargo,
cuando se hubo calmado la agitación, oyéronse las
siguientes frases pronunciadas con voz fuerte y sonora:
-Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el
debido tributo, ¿querrá entrar en materia y, sin teorizar
tanto, discutir la parte práctica de su expedición?
Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que
de este modo hablaba. Era un hombre flaco, enjuto de carnes, de
semblante enérgico, con una enorme perilla a la americana que
marcaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando
hábilmente la agitación que de cuando en cuando se
había producido en la asamblea, consiguió poco a poco
colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos
brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del
mitin. Después de haber formulado su pregunta, calló, sin
hacer ningún caso de millares de miradas que convergían
en él, ni de los murmullos de desaprobación que
provocaron sus palabras. Haciéndose aguardar la respuesta,
sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento claro y
preciso, y luego añadió:
-Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de
la Tierra.
-Tiene razón, caballero -respondió
Miguel-, la discusión se ha extraviado. Volvamos a la Luna.
-Caballero -repuso el desconocido-, ustedes
están empeñados en que nuestro satélite se halla
habitado. Correcto. Pero si existen selenitas, es seguro que
éstos viven sin respirar, porque - por el interés de
usted lo digo - no hay en la superficie de la Luna la menor
molécula de aire.
Al oír esta afirmación, levantó
Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se iba a
emprender la lucha sobre lo más capital de la cuestión.
Lo miró a su vez fijamente y dijo:
-¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y
quién lo dice?
-Los sabios.
-¿De veras?
-De veras.
-Caballero -replicó Miguel-, lo digo
seriamente, profeso la mayor estimación a los sabios que saben,
pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.
-¿Conoce alguno que pertenezca a esta
última categoría?
-Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que
sostiene que matemáticamente el pájaro no puede volar, y
otro cuyas teorías demuestran que el pez no está
organizado para vivir en el agua.
-No se trata de esos sabios, y los nombres que yo
podría citar en apoyo de mi proposición no serían
rehusados por usted, caballero.
-Entonces pondría en grave apuro a un pobre
ignorante como yo, que por otra parte, no desea más que
instruirse.
-¿Por qué, pues, se ocupa de cuestiones
científicas si no las ha estudiado? -preguntó el
desconocido bastante brutalmente.
-¿Por qué? -respondió Ardan-. Por
la misma razón que es siempre intrépido el que no
sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente
es mi debilidad la que forma mi fuerza.
-Su debilidad va hasta la locura -exclamó el
desconocido, con un tono bastante agrio.
-¡Tanto mejor -respondió el
francés-, si mi locura me lleva a la Luna!
Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a
aquel intruso que acababa tan audazmente de colocarse como un
obstáculo delante de la empresa. Nadie le conocía, y el
presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las
consecuencias de una discusión tan francamente empeñda,
miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La asamblea estaba atenta y
algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado llamar
la atención sobre los peligros o imposibilidades de la
expedición.
-Las razones que prueban la falta de toda
atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y concluyentes
-respondió el adversario de Miguel Ardan-. Me atrevo a decir
a priori que en el caso de haber existido alguna vez esta
atmósfera, la Tierra la habría arrebatado a su
satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.
-Oponga cuantos hechos quiera -respondió Miguel
Ardan con perfecta galantería.
-Ya sabe -dijo el desconocido- que cuando los rayos
luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se desvían de la
línea recta, o en otros términos, experimentan una
refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna
oculta, al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan
desviación alguna, ni dan el menor indicio de refracción.
Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en una
atmósfera.
Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con
cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad,
siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la
consecuencia que de él deducía el desconocido era
rigurosamente lógica.
-He aquí -respondió Miguel Ardan- su
mejor, por no decir su único argumento valedero, con el cual
hubiera puesto en un brete al sabio obligado a contestarle; pero yo me
limitaré a decir que su argumento no tiene un valor absoluto,
porque supone que el diámetro angular de la Luna está
perfectamente determinado, lo que no es exacto. Pero, dejando a un lado
su argumento, dígame si admite la existencia de volcanes en la
superficie de la Luna.
-De volcanes apagados, sí; de volcanes
encendidos, no.
-Déjeme, no obstante, creer, sin traspasar los
límites de la lógica, que los tales volcanes estuvieron
en actividad durante algún tiempo.
-Es cierto, pero como podían suministrar ellos
mismos el oxígeno necesario para la combustión, el hecho
de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una
atmósfera lunar.
-Adelante -respondió Miguel Ardan-, y dejemos a
un lado esta clase de argumentos para llegar a observaciones directas.
Pero le prevengo que voy a citar nombres propios.
-Cítelos.
-En 1715, los astrónomos Louville y Halley,
observando el eclipse del 3 de mayo, notaron ciertas fulminaciones de
una naturaleza extraña, frecuentemente repetidas. Los
atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera de
la Luna.
-En 1715 -replicó el desconocido-, los
astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos
lunares fenómenos puramente terrestres, tales como
bólidos, aerolitos u otros, que se producían en nuestra
atmósfera. He aquí lo que respondieron los sabios al
anuncio del citado fenómeno, y lo mismo respondo yo, ni
más ni menos.
-Quiero suponer que tenga razón
-respondió Ardan, sin que la contestación de su
adversario le hiciese la menor mella-. ¿Herschel, en 1787, no
observó un gran número de puntos luminosos en la
superficie de la Luna?
-Es verdad, pero sin explicar el origen de ellos.
Él mismo no dedujo de su aparición la necesidad de una
atmósfera lunar.
-Bien respondido -dijo Miguel Ardan, cumplimentando a
su antagonista-; veo que está muy fuerte en
selenografía.
-Muy fuerte, caballero, y añadiré que
Beer y Moedler, que son los más hábiles observadores, los
que mejor han estudiado el astro de la noche, están de acuerdo
sobre la falta absoluta de aire en su superficie.
Se produjo cierta sensación en el auditorio, al
cual empezaban a convencer los argumentos del personaje
desconocido.
-Adelante -respondió Miguel Ardan con la mayor
calma-, y lleguemos ahora a un hecho importante. Laussedat,
hábil astrónomo francés, observando el eclipse del
18 de junio de 1860, comprobó que los cuernos del creciente
solar estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser
producido más que por una desviación de los rayos del Sol
al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra
explicación posible.
-¿Pero el hecho es cierto? -preguntó con
viveza el desconocido.
-Absolutamente cierto.
Un movimiento inverso al que había
experimentado la asamblea poco antes se tradujo en rumores de
aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario
guardó silencio. Ardan repitió la frase, y, sin
envanecerse por la ventaja que acababa de obtener, dijo
sencillamente:
-Ya ve, pues, mi querido caballero, que no conviene
pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una
atmósfera en la superficie de la Luna. Esta atmósfera es
probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la
actualidad admite generalmente su existencia.
-No en las montañas, por más que lo
sienta usted -respondió el desconocido, que no quería dar
su brazo a torcer.
-Pero sí en el fondo de los valles, y no
elevándose más allá de algunos centenares de
pies.
-Aunque así fuese, haría bien en tomar
sus precauciones, porque el tal aire estará terriblemente
enrarecido.
-¡Oh! caballero, siempre habrá el
suficiente para un hombre solo, y además, una vez allí,
procuraré economizarlo todo lo que pueda y no respirar sino en
las grandes ocasiones.
Una estrepitosa carcajada retumbó en los
oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó sus
miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.
-Ahora bien -repuso Miguel Ardan con cierta
indiferencia-, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia de una
atmósfera lunar, tenemos también que admitir la presencia
de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me
alegro de poder sacar por la cuenta que me tiene. Permítame
además, mi amable contradictor, someter una observación a
su ilustrado criterio. Nosotros no conocemos más que un lado del
disco de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos mira, es
posible que haya mucho en el opuesto.
-¿Por qué razón?
-Porque la Luna, bajo la acción de la
atracción terrestre, ha tomado la forma de un huevo, que vemos
por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido
Hansen, cuyos cálculos son siempre de trascendencia, que el
centro de gravedad de la Luna está situado en el otro
hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han
debido ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde
los primeros días de su formación.
-¡Paradojas! -exclamó el desconocido.
-¡No! Teorías que se apoyan en las leyes
de la mecánica; y que me parecen difíciles de refutar.
Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida,
tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la
Luna. Deseo que se vote esta proposición.
La proposición obtuvo los aplausos
unánimes de trescientos mil oyentes. El adversario de Miguel
Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír.
Caía sobre él una granizada de gritos y amenazas.
-¡Basta! ¡Basta! -decían unos.
-¡Fuera el intruso! -repetían otros.
-¡Fuera! ¡Fuera! -exclamaba la irritada
muchedumbre.
Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba
pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado proporciones
formidables, si Miguel Ardan no la hubiese apaciguado con un gesto. Era
de un carácter demasiado caballeresco para abandonar a su
contradictor en el apuro en que le veía.
-¿Desea añadir algunas palabras? -le
preguntó con la mayor cortesía.
-¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil!
-respondió el desconocido, con arrebato-. Pero no, me basta una
sola. Para perseverar en ese proyecto, preciso es que usted sea...
-¿Imprudente? ¿Cómo puede
tratarme así, sabiendo que he pedido un proyectil
cilindrocónico a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino
vueltas y revueltas como una ardilla?
-¡Desgraciado! ¡al salir del
cañón, la repercusión sola le hará
pedazos!
-Mi querido contradictor, acaba de poner el dedo en la
llaga, en la verdadera y única dificultad; pero la buena
opinión que tengo formada del genio industrial de los americanos
me permite creer que llegará a resolverse.
-¿Y el calor desarrollado por la velocidad del
proyectil al atravesar las capas del aire?
-¡Oh! sus paredes son gruesas, ¡y
habré, con tanta rapidez, traspasado la atmósfera!
-¿Y víveres?, ¿y agua?
-He calculado que podría llevar víveres
y agua para un año, y la travesía durará cuatro
días.
-¿Pero aire para respirar en el camino?
-Lo haré artificialmente por procedimientos
químicos bien conocidos.
-¿Pero y su caída en la Luna suponiendo
que llegase a ella?
-Será seis veces menos rápida que una
caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en la
superficie de la Luna.
-¡Pero aun así, será suficiente
para romperlo como un pedazo de vidrio!
-¿Y quién me impedirá retardar mi
caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y
encendidos en ocasión oportuna?
-Por último, aun suponiendo que se hayan
resuelto todas las dificultades, que se hayan allanado todos los
obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las
probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la
Luna, ¿cómo volverá?
-¡No volveré!
A esta respuesta, sublime por su sencillez, la
asamblea quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente
que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó
de él para protestar por última vez.
-Se matará infaliblemente -exclamó-, y
su muerte, que no será más que la muerte de un insensato,
¡ni siquiera servirá de algo a la ciencia!
-¡Prosiga, mi generoso desconocido, porque, a la
verdad, sus pronósticos son muy agradables!
-¡Ah! ¡eso es demasiado! -exclamó
el adversario de Miguel Ardan-. ¡y no sé por qué
pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! ¡No
desista de su loca empresa! ¡No es suya la culpa!
-¡Oh! no se salga de sus casillas.
-¡No! sobre otro pesará la
responsabilidad de esos actos.
-¿Sobre quién? -preguntó Miguel
Ardan con voz imperiosa-. ¿Sobre quién?
Dígalo.
-Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa
tan imposible como ridícula.
El ataque era directo. Barbicane, desde la
intervención del desconocido, tuvo que esforzarse mucho para
contenerse y conservar su sangre fría; pero viéndose
ultrajado de una manera tan terrible, se levantó
precipitadamente, y ya marchaba hacia su adversario que le miraba
frente a frente y le aguardaba con la mayor serenidad, cuando se vio
súbitamente separado de él.
De pronto, cien brazos vigorosos levantaron en alto el
estrado, y el presidente del Gun-Club tuvo que compartir con Miguel
Ardan los honores del triunfo. La carga era pesada, pero los que la
llevaban se iban relevando sin cesar, luchando todos con el mayor
encarnizamiento unos contra otros para prestar a aquella
manifestación el apoyo de sus hombros.
Sin embargo, el desconocido no se había
aprovechado del tumulto para dejar su puesto. ¿Pero acaso,
aunque hubiese querido, hubiera podido evadirse en medio de aquella
compacta muchedumbre? Lo cierto es que no pensó en escurrirse,
pues se mantenía en primera fila, con los brazos cruzados, y
miraba a Barbicane como si quisiera comérselo.
Tampoco Barbicane le perdía a él de
vista, y las miradas de aquellos dos hombres se cruzaban como dos
espadas diestramente esgrimidas.
Los gritos de la multitud duraron tanto como la marcha
triunfal. Miguel Ardan se dejaba llevar con un placer evidente. Su
rostro estaba radiante. De cuando en cuando parecía que el
estrado se balanceaba como un buque azotado por las olas. Pero los dos
héroes de la fiesta, acostumbrados a navegar, no se mareaban, y
su buque llegó sin ninguna avería al puerto de Tampa
Town.
Miguel Ardan pudo afortunadamente ponerse a salvo de
los abrazos y apretones de manos de sus vigorosos admiradores. En la
fonda Franklin encontró un refugio, subió a su
cuarto y se metió entre sábanas, mientras un
ejército de cien mil hombres velaba bajo sus ventanas.
Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave
y decisiva entre el misterioso personaje y el presidente del
Gun-Club.
Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su
adversario.
-¡Venga! -le dijo con voz breve.
El desconocido le siguió y no tardaron en
hallarse los dos solos en un wharf abierto en el Jone's
Fall.
No se conocían aún, y se miraron.
-¿Quién es usted? -preguntó
Barbicane.
-El capitán Nicholl.
-Me lo figuraba. Hasta ahora la casualidad no lo
había colocado en mi camino...
-¡Me he colocado en él yo mismo!
-¡Me ha insultado!
-Públicamente.
-Me dará satisfacción del insulto.
-Ahora mismo.
-No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros.
Hay un bosque, el bosque de Skersnaw, a tres millas de Tampa.
¿Lo conoce?
-Lo conozco.
-¿Tendrá inconveniente en entrar en
él por un lado mañana por la madrugada a las cinco?
-Ninguno, si a la misma hora entra usted por el otro
lado.
-¿Y no olvidará llevar un rifle? -dijo
Barbicane.
-Ni usted el suyo -respondió Nicholl.
Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el
presidente del Gun-Club y el capitán se separaron, Barbicane
volvió a su casa, pero, en vez de descansar, pasó la
noche buscando el medio de evitar la repercusión del proyectil y
resolver el difícil problema presentado por Miguel Ardan en la
discusión del mitin.

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