De la Tierra a la Luna
Capítulo XV La fiesta de la
fundición
Durante los ocho meses que se invirtieron en la
operación de la zanja, se llevaron simultáneamente
adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la
fundición. Una persona extraña que, sin estar en
antecedentes, hubiese llegado de improviso a Stone Hill, hubiera
quedado atónita ante el espectáculo que se había
ofrecido a sus miradas.
A seiscientas yardas de la zanja se levantaban mil
doscientos hornos de reverbero, de seiscientos pies de ancho cada uno,
situados circularmente alrededor de la zanja misma, que era su punto
central, separados uno de otro por un intervalo de media toesa. Los mil
doscientos hornos formaban una línea que no bajaba de dos
millas1. Estaban todos
calcados sobre el mismo modelo, con una alta chimenea cuadrangular, y
producían un singular efecto. Soberbia parecía a J. T.
Maston aquella disposición arquitectónica, que le
recordaba los monumentos de Washington. Para él no había
nada más bello, ni aun en Grecia, donde, según él
mismo decía, no había estado nunca.
Sabido es que en su tercera sesión la
comisión resolvió valerse para el Columbiad del hierro
fundido, especialmente del hierro fundido gris, que es, en efecto, un
metal tenaz, dúctil, nada agrio, de fácil pulimento,
propio para todas las operaciones de moldeo, y tratado con el
carbón de piedra, es de una calidad superior para las piezas de
gran resistencia, tales como cañones, cilindros de
máquinas de vapor y prensas hidráulicas.
Pero el hierro fundido, si no ha sido sometido
más que a una sola fusión, es muy rara vez bastante
homogéneo, por lo que se le acendra y depura por medio de una
segunda fusión que le desembaraza de sus últimos
depósitos terrosos.
Por lo mismo el mineral de hierro, antes de enviarse a
Tampa Town, sometido a los altos hornos de Goldspring y puesto
en contacto con carbón y silicio y elevado a una alta
temperatura, se había transformado en carburo2, y después de esta
primera operación, se dirigía el metal a Stone Hill. Pero
se trataba de ciento treinta y seis millones de libras de hierro
fundido, que son una cantidad enorme para transportar por los
railways. El precio del transporte hubiera duplicado al de la
materia. Pareció preferible fletar buques de Nueva York y
cargarlos de fundición en barras, aunque para esto se
necesitaron sesenta y ocho buques de mil toneladas, una verdadera
escuadra, que el 3 de mayo salió de la bahía de Nueva
York, entró en el océano, siguió a lo largo de las
costas americanas, penetró en el canal de las Bahamas,
dobló la punta de Florida y, el 10 del mismo mes, remontando la
bahía del Espíritu Santo, pasó a fondear sin
avería alguna en el puerto de Tampa Town. Allí el
cargamento se trasladó a los vagones del railroad de
Stone Hill, y a mediados de enero, la enorme cantidad de metal
había llegado a su destino.
Bien se comprende que mil doscientos hornos no eran un
exceso para derretir a un mismo tiempo sesenta y ocho mil toneladas de
hierro. Cada horno podía contener cerca de ciento catorce mil
libras de metal, y todos, construidos y dispuestos según el
modelo de los que sirvieron para fundir ei cañón Rodman,
afectaban la forma de un trapecio y eran muy rebajados. El aparato para
caldear y la chimenea, se hallaban en los dos extremos del horno, el
cual se calentaba por igual en toda su extensión. Los hornillos,
hechos de tierra refractaria, constaban de una reja en que se colocaba
el carbón de piedra, y un crisol o laboratorio en que se
ponían las barras que habían de fundirse. El suelo de
este crisol inclinado en ángulo de veinticinco grados,
permitía al metal derretido corre hacia los depósitos de
recepción, de los cuales partían doce arroyos divergentes
que desaguaban en el pozo central.
Un día, después de terminadas las obras
de albañilería, Barbicane mandó proceder a la
construcción del molde interior. La cuestión era levantar
en el centro del pozo, siguiendo su eje, un cilindro de novecientos
pies de altura y nueve pies de diámetro, que llenase exactamente
el espacio reservado al ánima del Columbiad. Este cilindro
debía componerse de una mezcla de tierra arcillosa y arena, a
que se añadían heno y paja. El intervalo que quedase
entre el molde y la obra de fábrica debía llenarlo el
metal derretido para formar las paredes del cañón de un
grueso de seis pies.
Para mantener equilibrado el cilindro, preciso fue
reforzarlo con armaduras de hierro, y sujetarlo a trechos por medio de
puntales transversales que iban desde él a las paredes del pozo.
Estas traviesas, después de la fundición, quedaban
formando cuerpo común con el cañón mismo, sin que
éste sufriese por la interposición ningún
menoscabo.
Habiendo terminado esta operación el 8 de
julio, podía procederse inmediatamente a la fundición, y
se fijó ésta para el día siguiente.
-Será una gran fiesta el acto de la
fundición -dijo J. T. Maston a su amigo Barbicane.
-Sin duda -respondió Barbicane-, pero no
será fiesta pública.
-¡Cómo! ¿No abriréis las
puertas del recinto a todo el que se presente?
-No haré semejante disparate, Maston; la
fundición del Columbiad es una operación delicada que
puede también ser peligrosa, y prefiero que se ejecute a puertas
cerradas. Al dispararse el proyectil, todo el bullicio que se quiera,
pero antes nada.
En efecto, la operación podía dar origen
a peligros imprevistos, y, además, una grande afluencia de
espectadores estorbaría tal vez para conjurar una
catástrofe. Convenía mucho conservar la libertad de
movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar en el
recinto, a excepción de una delegación de individuos del
Gun-Club, que se había trasladado a Tampa Town. Figuraban
entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel Blomsberry, el
mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundicion
del Columbiad era una cuestión personal. J. T. Maston se hizo
muy espontáneamente su cicerone; no les omitió
ningún pormenor; les condujo a todas panes, a los almacenes, a
los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno
tras otro, no obstante ser perfectamente iguales, mil doscientos
hornos. Al efectuar la visita mil doscientos, estaban algo
cansados.
La fundición debía ejecutarse a las doce
en punto del día. El día anterior se había
invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento
catorce mil libras de barras de metal, colocadas de manera que dejasen
algunos huecos para que el aire inflamado pudiese circular entre ellas
libremente. Desde la madrugada, empezaron las mil doscientas chimeneas
a vomitar en la atmósfera sus torrentes de llamas, y agitaban la
tierra sordas trepidaciones. Había que quemar tantas libras de
carbón de piedra como las libras de metal había que
fundir. Había, pues, sesenta y ocho mil libras de carbón
que proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo
negro.
No tardó el calor en hacerse insoportable en
aquel círculo de hornos cuyos ronquidos parecían retumbos
de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventiladores que en
su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos
candentes.
Dependía en gran parte el buen éxito de
la operación de la fundición, de la rapidez con que se la
condujese. A una señal dada, que consistía en un
cañonazo, todos los hornos a la vez debían abrir paso al
hierro derretido y vaciarse enteramente.
Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores
aguardaron el momento fijado con mucha impaciencia y también con
cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y cada maestro
fundidor ocupaba su puesto cerca de los agujeros por donde debía
salir el metal licuado.
Barbicane y sus colegas contemplaban la
operación desde una elevación cercana, teniendo delante
un cañón, pronto a dispararse a una señal del
ingeniero.
Algunos minutos antes de dar las doce, empezó
el metal a formar gotas que se iban dilatando, se fueron llenando poco
a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo derretido
enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar
la separación de las sustancias heterogéneas.
Dieron las doce, sonó de pronto un
cañonazo, perdiéndose en el aire, como un
relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas
aberturas se destaparon a la vez, y mil doscientas serpientes de fuego
se arrastraron hacia el pozo central, desarrollando sus anillos
candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una profundidad de
novecientos pies con espantoso estrépito. Aquel
espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra
temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los
torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del molde
y la arrojaban por los espiráculos o respiraderos del muro de
piedra bajo la forma de impenetrables vapores. Aquellas nubes
ficticias, subiendo hacia el cenit a una altura de quinientas toesas,
desenvolvían sus densas espirales. Un salvaje errante,
más allá de los límites del horizonte, hubiera
podido creer en la formación de un nuevo cráter en las
entrañas de la Florida, y sin embargo, aquello no era una
erupción, ni una tromba, ni una tempestad, ni una lucha de
elementos, ni ninguno de los fenómenos terribles que es capaz de
producir la naturaleza. ¡No! El hombre había creado
aquellos vapores rojizos, aquellas llamas gigantescas dignas de un
volcán, aquellas trepidaciones estrepitosas, análogas a
los sacudimientos de un terremoto, aquellos mugidos rivales de los
huracanes y las borrascas, y era su mano quien precipitaba, en un
abismo abierto por ella, todo un Niágara de metal
derretido..

1. Tres mil seiscientos
metros.
2. Por la operación de la
refinadura en los hornos, si se quita el carbono y el silicio, el
hierro fundido se convierte en hierro dulce.
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