De la Tierra a la Luna
Capítulo XXIII El vagón
proyectil
Concluido el monstruoso Columbiad, el interés
público fue inmediatamente llamado por el proyectil, nuevo
vehículo destinado a transportar, atravesando el espacio, a los
tres atrevidos aventureros. Nadie había olvidado que en su
comunicación de 30 de septiembre, Miguel Ardan pedía una
modificación de los planos adoptados por los miembros de la
comisión.
El presidente Barbicane pensaba entonces muy
justamente que la forma del proyectil importaba poco, porque
después de haber atravesado la atmósfera en algunos
segundos, su trayecto debía efectuarse en un absoluto
vacío. La comisión había adoptado la forma redonda
para que la bala pudiese girar sobre sí misma y conducirse a su
arbitrio. Más, desde el momento en que se la transformaba en
vehículo, la cuestión era ya muy diferente. Miguel Ardan
no quería viajar a la manera de las ardillas; deseaba subir con
la cabeza hacia arriba y con los pies hacia abajo, con tanta dignidad
como en la barquilla de un globo aerostático, sin duda
más de prisa, pero sin entregarse a una sucesión de
cabriolas poco decorosas.
Se enviaron, pues, nuevos planos a la casa Breadwill y
Compañía, de Albany, con recomendación de
ejecutarlos sin demora. El proyectil, con las modificaciones
requeridas, fue fundido el 2 de noviembre y enviado inmediatamente a
Stone Hill por los ferrocarriles del Este. El 10 llegó sin
accidente al lugar de su destino. Miguel Ardan, Barbicane y Nicholl
aguardaban con la mayor impaciencia aquel vagón proyectil, en
que debían tomar asiento para volar al descubrimiento de un
nuevo mundo.
Fuerza es convenir en que el tal proyectil era una
magnífica pieza de metal, un producto metalúrgico que
hacía mucho honor al genio industrial de los americanos. Era la
primera vez que se obtenía el aluminio en masa tan considerable,
lo que podía justamente considerarse como un resultado
prodigioso. El precioso proyectil centelleaba a los rayos del Sol. Al
verlo con sus formas imponentes y con su sombrero cónico
encasquetado, cualquiera lo hubiera tomado por una de aquellas macizas
torrecillas, a manera de garitas, que los arquitectos de la Edad Media
colocaban en el ángulo de las fortalezas. No le faltaban
más que saeteras y una veleta.
-Estoy esperando -exclamaba Miguel Ardan- que salga de
aquí un hombre de armas con arcabuz y coraza. Nosotros estaremos
dentro como unos señores feudales, y con un poco de
artillería haríamos frente a todos los ejércitos
selenitas, en la hipótesis de que los haya en la Luna.
-¿Es decir que el vehículo te gusta ?
-preguntó Barbicane a su amigo.
-Sí, me gusta, me gusta -respondió
Miguel Ardan, que lo examinaba con su amor a lo bello,
característico de los artistas-. Me gusta, pero siento que no
sean sus formas más esbeltas, más ligeras, su cono
más gracioso; debería terminar en un florón de
metal tallado o con una quimera, una gárgola, una salamandra
saliendo del fuego con las alas desplegadas y las fauces
abiertas...
-¿Para qué? -dijo Barbicane, cuyo
carácter positivo era poco sensible a las bellezas del arte.
-¿Para qué, amigo Barbicane? ¡Ay!
en el mero hecho de preguntarlo, temo que no lo comprenderás
nunca.
-Habla, hombre, habla.
-Pues bien, en mi concepto, en todo lo que se hace
debe intervenir algo el gusto artístico, y es mejor.
¿Conoces una comedia india que se llama El carretón
del niño?
-No la he oído nombrar en mi vida
-respondió Barbicane.
-Lo creo, no es menester que me lo jures -repuso
Miguel-. Debes saber, pues, que en dicha pieza hay un ladrón que
en el momento de agujerear la pared de una casa, se pregunta si
dará a su agujero la forma de una lira, de una flor, de un
pájaro o de un ánfora. Pues bien, dime, amigo Barbicane,
si en aquella época hubieras formado parte de un jurado para
juzgar a ese ladrón, ¿le hubieras condenado?
-Y no le hubiera valido la bula de Meco
-respondió el presidente del Gun-Club-; le hubiera condenado sin
vacilar, y con la circunstancia agravante de fractura.
-Pues yo le hubiera absuelto, amigo Barbicane. He
aquí por qué tú no podrás nunca
comprenderme.
-Ni trataré de ello, valeroso artista.
-Pero al menos -añadió Miguel Ardan-, ya
que el exterior de nuestro vagón deja algo que desear, se me
permitirá amueblarlo a mi gusto, y con todo el lujo que
corresponde a embajadores de la Tierra.
-Acerca del particular, mi bravo Miguel
-respondió Barbicane-, harás de tu capa un sayo, y tienes
carta blanca.
Pero antes de pasar a lo agradable, el presidente del
Gun-Club había pensado en lo útil, y el procedimiento
inventado por él para amortiguar los efectos de la
repercusión, fue aplicado con una inteligencia perfecta.
Barbicane se había dicho, no sin razón,
que no habría ningún resorte bastante poderoso para
amortiguar el choque, y durante su famoso paseo en el bosque de
Skersnaw logró, al cabo, resolver esta gran dificultad de una
manera ingeniosa. Pensó en pedir al agua tan señalado
servicio. He aquí cómo.
El proyectil debía llenarse de agua hasta la
altura de tres pies. Esta capa de agua estaba destinada a sostener un
disco de madera, perfectamente ajustado, que se deslizase rozando por
las paredes interiores del proyectil, y constituía una verdadera
almadía en que se colocaban los pasajeros. La masa
líquida estaba dividida por tabiques horizontales que, al partir
el proyectil, el choque debía romper sucesivamente. Entonces
todas las capas de agua, desde la más alta a la más baja,
escapándose por tubos de desagüe hacia la parte superior
del proyectil, obraban como un resorte, no pudiendo el disco, por estar
dotado de tapones sumamente poderosos, chocar con el fondo sino
después de la sucesiva destrucción de los diversos
tabiques. Aun así, los viajeros experimentarían una
repercusión violenta después de la completa
evasión de la masa líquida, pero el primer choque
quedaría casi enteramente amortiguado por aquel resorte de tanta
potencia.
Verdad es que tres pies de agua sobre una superficie
de cincuenta y cuatro pies cuadrados debían pesar cerca de once
mil quinientas libras; pero, en concepto de Barbicane, la
detención de los gases acumulados en el Columbiad
bastarían para vencer este aumento de peso, y, además, el
choque debía echar fuera toda el agua en menos de un segundo,
con lo que el proyectil volvería a tomar casi al momento su peso
normal.
He aquí lo que había ideado el
presidente del Gun-Club y de qué manera pensaba haber resuelto
la grave dificultad de la repercusión. Por lo demás,
aquel trabajo, perspicazmente comprendido por los ingenieros de la casa
Breadwill, fue maravillosamente ejecutado. Una vez producido el efecto
y echada fuera el agua, los viajeros podían desprenderse
fácilmente de los tabiques rotos y desmontar el disco movible en
el momento de la partida.
En cuanto a las paredes superiores del proyectil,
estaban revestidas de un denso almohadillado de cuero y aplicadas a
muelles de acero perfectamente templado que tenían la
elasticidad de los resortes de un reloj. Los tubos de desahogo,
disimulados bajo el almohadillado, no permitían siquiera
sospechar la existencia.
Así pues, estaban tomadas todas las
precauciones imaginables para amortiguar el primer choque, y hubiera
sido necesario, según decía Miguel Ardan, ser un
alfeñique para dejarse aplastar.
El proyectil medía exteriormente nueve pies de
ancho y doce pies de alto. Para que no excediese del peso designado, se
había disminuido algo el grueso de sus paredes y reforzado su
parte inferior, que tenía que sufrir toda la violencia de los
gases desarrollados por la conflagración del piróxilo. Lo
mismo se hace con las bombas y granadas cilindrocónicas, cuyas
paredes se procura que sean siempre más gruesas en el fondo.
Se penetraba en aquella torre de metal por una
abertura estrecha practicada en las paredes del cono, y análoga
a los agujeros para hombre de las calderas de vapor. Se cerraba
herméticamente por medio de una chapa de aluminio que sujetaba
por dentro poderosas tuercas de presión. Los viajeros
podrían, pues, salir de su movible cárcel, si bien les
parecía, al astro de la noche.
Pero no bastaba ir, sino que era preciso ver durante
el camino. Había al efecto, abiertos en el almohadillado, cuatro
tragaluces con su correspondiente cristal lenticular sumamente grueso.
Dos de los tragaluces estaban abiertos en la pared circular del
proyectil, otro en su parte inferior, y otro en el cono. Los viajeros,
durante su marcha, se hallaban, pues, en aptitud de observar la Tierra
que abandonaban, la Luna, a la cual se acercaban, y los espacios
planetarios. Los tragaluces estaban protegidos contra los choques de la
partida por planchas sólidamente incrustadas, que
fácilmente podían echarse fuera destornillando tuercas
interiores. Así el aire contenido en el proyectil no
podía escaparse, y eran posibles las observaciones.
Todos estos mecanismos, admirablemente establecidos,
funcionaban con la mayor facilidad, y los ingenieros no se
habían mostrado menos inteligentes en todos los accesorios del
vagón proyectil.
Recipientes, sólidamente sujetos, estaban
destinados a contener el agua y los víveres que necesitaban los
tres viajeros. Éstos podían procurarse hasta fuego y luz
por medio de gas almacenado en un receptáculo especial, bajo una
presión de varias atmósferas. Bastaba dar vuelta a una
llave para que durante seis días el gas alumbrase y calentase el
tan cómodo vehículo. Se ve, pues, que nada faltaba de lo
esencial a la vida, y hasta al bienestar. Además, gracias a los
instintos de Miguel Ardan, a lo útil se juntó lo
agradable, bajo la forma de objetos artísticos. Si no le hubiese
faltado espacio, Miguel hubiera hecho de su proyectil un verdadero
taller de artista. Se engañaría, sin em-bargo, el que
creyese que tres personas debían ir en la tal torre de metal
apretadas como sardinas en un barril. Tenían a su
disposición una superficie de unos cincuenta y cuatro pies
cuadrados sobre diez de altura, lo que permitía a sus
huéspedes cierta holgura en sus movimientos. No hubieran estado
tan cómodos en ningún vagón de los Estados
Unidos.
Resuelta la cuestión de los víveres y
del alumbrado, quedaba en pie la cuestión del aire. Era evidente
que el aire encerrado en el proyectil no bastaría para la
respiración de los viajeros durante cuatro días, pues
cada hombre consume en una hora casi todo el oxígeno contenido
en cien libras de aire. Barbicane, sus dos compañeros y los dos
perros que quería llevarse, debían consumir cada
veinticuatro horas dos mil cuatrocientas libras de oxígeno, o
con poca diferencia, unas siete libras en peso. Era, pues, preciso
renovar el aire del proyectil. ¿Cómo? Por un
procedimiento muy sencillo: el de Reisset y Regnault, indicado por
Miguel Ardan en el curso de la discusión durante el mitin.
Se sabe que el aire se compone principalmente de
veintiuna partes de oxígeno y setenta y nueve de ázoe.
¿Qué sucede en el acto de la respiración? Un
fenómeno muy sencillo. El hombre absorbe el oxígeno del
aire, eminentemente propio para alimentar la vida, y deja el
ázoe intacto. El aire aspirado ha perdido cerca de un cinco por
ciento de su oxígeno y contiene entonces un volumen aproximado
de ácido carbónico, producto definitivo de la
combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno
inspirado. Sucede, pues, que en un medio cerrado, y pasado por cierto
tiempo, todo el oxígeno del aire es remplazado por el
ácido carbónico, gas esencialmente deletéreo.
La cuestión se reducía a lo siguiente.
Habiéndose conservado intacto el ázoe: primero, rehacer
el oxígeno absorbido; segundo: destruir el ácido
carbónico aspirado. Nada más fácil por medio de
clorato de potasa y de la potasa cáustica.
El clorato de potasa es una sal que se presenta bajo
la forma de arenas blancas. Cuando se lo eleva a una temperatura que
pase de cuatrocientos grados, se transforma en cloruro de potasio, y el
oxígeno que contiene se desprende enteramente. Dieciocho libras
de cloráto de potasa dan siete libras de oxígeno, es
decir, la cantidad que necesitan gastar los viajeros en veinticuatro
horas. Ya está rehecho el oxígeno.
En cuanto a la potasa cáustica, es una materia
muy ávida de ácido carbónico mezclado con el aire,
y basta agitarla para que se apodere de él y forme bicarbonato
de potasa. Ya tenemos también absorbido el ácido
carbónico.
Combinando estos dos medios, hay seguridad de devolver
al aire viciado todas sus cualidades vivificadoras, y esto es lo que
los dos químicos Reisset y Regnault, habían experimentado
con éxito.
Pero, hay que decirlo, el experimento hasta entonces
se había hecho únicamente in anima vili. Por mucha
que fuese su precisión científica, se ignoraba
absolutamente cómo lo sobrellevarían los hombres.
Tal fue la observación que se hizo en la
sesión de que se trató tan grave materia. Miguel Ardan no
quería poner en duda la posibilidad de vivir por medio de aquel
aire ficticio, y se brindó a ensayarlo en sí mismo antes
de la partida.
Pero el honor de la prueba fue enérgicamente
reclamado por J. T. Maston.
-Ya que yo no parto -dijo este bravo artillero-, lo
menos que se me debe conceder es que habite el proyectil durante ocho
días.
Hubiera sido crueldad no acceder a su demanda. Se le
quiso dar gusto. Se puso a su disposición una cantidad
suficiente de clorato de potasa y de potasa cáustica, con
víveres para ocho días, y el 12 de noviembre, a las seis
de la mañana, después de dar un apretón de manos a
sus amigos y haber recomendado expresamente que no se abriese su
cárcel antes de las seis de la tarde del día 20, se
deslizó en el proyectil, cuya plancha se cerró luego
herméticamente.
¿Qué sucedió durante aquellos
ocho días? Imposible es saberlo. Las gruesas paredes del
proyectil no permitían llegar fuera ningún ruido de los
que dentro de él se producían.
El 20 de noviembre, a las seis en punto, se
levantó la plancha. Los amigos de J. T. Maston no dejaban de
experimentar cierta zozobra. Pero pronto se tranquilizaron oyendo una
voz alegre que prorrumpía en un hurra formidable.
El secretario del Gun-Club apareció luego en el
vértice del cono en actitud de triunfo. ¡Había
engordado!

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