De la Tierra a la Luna
Capítulo XVI El
Columbiad
¿La operación había tenido buen
éxito? Acerca del particular no se podía juzgar
más que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a
creer que la fundición se había verificado debidamente,
puesto que el molde había absorbido todo el metal licuado en los
hornos. Pero nada en mucho tiempo se podría asegurar de una
manera positiva. La prueba directa había de ser necesariamente
muy tardía.
En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su
cañón de ciento sesenta mil libras, el hierro
tardó en enfriarse más de quince días.
¿Cuánto tiempo, pues, el monstruoso Columbiad, coronado
de torbellinos de vapor y defendido por su calor intenso, iba a
ocultarse a las investigaciones de sus admiradores? Difícil era
calcularlo.
Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del
Gun-Club pasó por una dura prueba. Pero fuerza era esperar, y
más de una vez la curiosidad y el entusiasmo expusieron a J. T.
Maston a asarse vivo. Quince días después de verificada
la fundición, subía aún al cielo un inmenso
penacho de humo, y el suelo abrasaba los pies en un radio de doscientos
pasos alrededor de la cima de Stone Hill.
Pasaron días y días, semanas y semanas.
No había medio de enfriar el inmenso cilindro, al cual era
imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los miembros del Gun-Club
tascaban su freno.
-Nos hallamos ya a 10 de agosto -dijo una
mañana J. T. Maston-. ¡Faltan apenas cuatro meses para
llegar al primero de diciembre, y aún tenemos que sacar el molde
interior, formar el ánima de la pieza y cargar el Columbiad!
¿Tendremos tiempo? ¡Ni siquiera podemos acercarnos al
cañón! ¿No se enfriará nunca?
¡Sería un chasco horrible!
En vano se trataba de calmar la impaciencia del
secretario; Barbicane no despegaba los labios, pero su silencio
ocultaba una sorda irritación. Verse absolutamente detenido por
un obstáculo del cual sólo podía triunfar el
tiempo, enemigo temible en aquellas circunstancias, y hallarse a
discreción suya, era duro para un hombre de guerra.
Sin embargo, observaciones diarias permitieron
comprobar modificaciones en el estado del terreno. Hacia el 15 de
agosto, la intensidad y densidad de los vapores había disminuido
notablemente. Algunos días después, la tierra no exhalaba
más que un ligero vaho, último soplo del monstruo
encerrado en su ataúd de piedra. Poco a poco se apaciguaron las
convulsiones del terreno, y se circunscribió el círculo
de calórico; los espectadores más impacientes se
acercaron, ganando un día dos toesas, el otro cuatro, y el 22 de
agosto, Barbicane, sus colegas y el ingeniero pudieron llegar a la masa
de hierro colado que asomaba al nivel de la cima de Stone Hill, sitio
sin duda muy higiénico, en que no estaba aún permitido
tener frío en los pies.
-¡Por fin! -exclamó el presidente del
Gun-Club con un inmenso suspiro de satisfacción.
Se volvió a trabajar aquel mismo día.
Procedióse inmediatamente a la extracción del molde
interior para dejar libre el ánima de la pieza; funcionaron sin
descanso el pico, el azadón y la terraja; la tierra arcillosa y
la arena habían adquirido con el calor una dureza suma, pero con
el auxilio de las máquinas, se venció la resistencia de
aquella mezcla que ardía aún al contacto de las paredes
de hierro fundido; se sacaron rápidamente en carros de vapor los
materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se trabajó
con tanta actividad, fue tan apremiante la intervención de
Barbicane y tenían tanta fuerza sus argumentos, a los que dio la
forma de dólares, que el 3 de septiembre había
desaparecido hasta el último vestigio del molde.
Inmediatamente después, empezó la
operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se
establecieron con la mayor prontitud las máquinas convenientes,
y se pusieron en juego poderosos alisadores cuyo corte mordió
rápidamente las desigualdades de la fundición. Al cabo de
algunas semanas, la superficie interior del inmenso tubo era
perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza
había adquirido un pulimento perfecto.
Por último, el 22 de septiembre, sin haber
transcurrido un año desde la comunicación de Barbicane,
la enorme máquina, calibrada rigurosamente y absolutamente
vertical, según comprobaron los más delicados
instrumentos, estaba en disposición de funcionar. No
había que esperar más que a la Luna, pero todos
tenían una completa confianza en que tan honrada señora
no faltaría a la cita. La conocían por sus antecedentes,
y por ellos la juzgaban.
La alegría de J. T. Maston traspasó
todos los límites, y poco le faltó para ser
víctima de una espantosa caída por el afán con que
abismaba sus miradas en el tubo de novecientos pies. Sin el brazo
derecho de Blomsberry, que el digno coronel había felizmente
conservado, el secretario del Gun-Club, como un segundo
Eróstrato, hubiera encontrado la muerte en las profundidades del
Columbiad.
El cañón estaba, pues, concluido, y no
cabía duda alguna acerca de su ejecución perfecta.
Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no
obstante sus antipatías, pagó al presidente Barbicane la
correspondiente apuesta, y Barbicane en sus libros, en la columna de
ingresos, apuntó una suma de dos mil dólares. Motivos hay
para creer que la cólera del capitán llegó al
último extremo, causándole una enfermedad. Sin embargo,
quedaban aún tres apuestas, una de tres mil dólares, otra
de cuatro mil y otra de cinco mil, y con sólo ganar dos de
ellas, no se hubiera librado mal del negocio. Pero el dinero no entraba
para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por su
rival en la fundición de su cañón, a cuyo
proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas, le daba un
golpe terrible.
El 23 de septiembre se permitió al
público entrar libremente en el recinto de Stone Hill, y ya se
comprende lo que sería la afluencia de visitantes.
Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos
de los Estados Unidos, se dirigían a la Florida. Durante aquel
año la ciudad de Tampa, consagrada enteramente a los trabajos
del Gun-Club, se había desarrollado de una manera prodigiosa, y
contaba entonces con una población de cincuenta mil almas.
Después de envolver en una red de calles el fuerte Brooke, se
fue prolongando por la lengua de tierra que separa las dos radas de la
bahía del Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas
plazas, un bosque entero de casas nuevas había brotado en
aquellos eriales antes desiertos, al calor del sol americano.
Habíanse fundado compañías para erigir iglesias,
escuelas y habitaciones particulares, y en menos de un año se
decuplicó la extensión de la ciudad.
Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes.
Adondequiera que les lance la suerte, desde la zona glacial a la zona
tórrida, es menester que se ponga en ejercicio su instinto de
los negocios. He aquí por qué simples curiosos que se
habían trasladado a la Florida sin más objeto que seguir
las operaciones del Gun-Club, se entregaron, no bien se hubieron
establecido en Tampa, a operaciones mercantiles. Los buques fletados
para el transporte del material y de los trabajadores, habían
dado al puerto una actividad sin ejernplo. Otros buques de todas
clases, cargados de víveres, provisiones y mercancías,
surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes contadores de
armadores y corredores se establecieron en la ciudad, y la Gaceta
marítima anunció diariamente en sus columnas la
llegada de nuevas embarcaciones al puerto de Tampa.
Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la
ciudad, ésta, teniendo en consideración el prodigioso
desarrollo de su población y su comercio, fue unida por un
camino de hierro a los estados meridionales de la Unión. Por
medio de un railway, Mobile se enlazó con Pensacola, el
gran arsenal marítimo del Sur, desde cuyo punto importante el
camino de hierro se dirigió a Tallahassee, donde había ya
un pequeño trozo de vía férrea, que no pasaba de
veintiuna millas, por el cual Tallahassee se ponía en
comunicación con Saint Marks, en la costa marítima. Aquel
railway se prolongó hasta Tampa Town, vivificando
a su paso y despertando las comarcas muertas de la Florida central.
Gracias a las maravillas de la industria, debidas a la idea que
cruzó por la mente de un hombre, Tampa pudo darse la importancia
de una gran ciudad. Se le había dado el sobrenombre de Moon
City y la capital de las dos Floridas, sufrió un eclipse
total, visible en todos los puntos del globo.
Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran
rivalidad entre Texas y Florida, y la exasperación de los
texanos cuando se vieron desahuciados en sus pretensiones por la
elección del Gun-Club. Con su sagacidad previsora habían
adivinado cuánto debía ganar un país con el
experimento de Barbicane y los beneficios que produciría un
cañonazo semejante. Texas perdía por la elección
de Barbicane un vasto centro de comercio, un camino de hierro y un
aumento considerable de población. Todas estas ventajas las
reportaba la miserable península floridense, echada como una
estacada en las olas del golfo y las del océano
Atlántico. Así es que Barbicane participaba, con el
general Santa Anna, de todas las antipatías de Texas.
Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a
su pasión industrial, la nueva población de Tampa
Town no olvidó las interesantes operaciones del Gun-Club.
Todo lo contrario. Seguía con ansia los menores detalles de la
empresa, y le entusiasmaba cualquier azadonazo. Un continuo ir y venir,
una procesión, una romería hubo constantemente entre la
ciudad y Stone Hill.
Fácil era prever que al llegar el día
del experimento la concurrencia ascendería a millares de
personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando en la
circunscrita península. Europa emigraba a América.
Pero es preciso confesar que hasta entonces la
curiosidad de los numerosos viajeros no se hallaba enteramente
satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de la
fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca
cosa era para aquellas gentes ávidas, pero Barbicane, como es
sabido, no quiso admitir a nadie durante aquella operación. Hubo
descontento, refunfuños, murmullos, hubo reconvenciones al
presidente, de quien se dijo que adolecía de absolutismo, y su
conducta fue declarada poco americana. Hubo casi una asonada
alrededor de la cerca de Stone Hill. Pero ni por ésas; Barbicane
era inquebrantable en sus resoluciones.
Pero cuando el Columbiad quedó enteramente
concluido, preciso fue abrir las puertas, pues hubiera sido poco
prudente contrariar el sentimiento público manteniéndolas
cerradas. Barbicane permitió entrar en el recinto a todos los
que llegaban, si bien, empujado por su talento práctico,
resolvió especular en grande con la curiosidad general. La
curiosidad es siempre, para el que sabe explotarla, una fábrica
de moneda.
Gran cosa era contemplar el inmenso Columbiad, pero la
gloria de bajar a sus profundidades parecía a los americanos el
non plus ultra de la felicidad posible en este mundo. No hubo un
curioso que no quisiese darse a toda costa el placer de visitar
interiormente aquel abismo de metal. Atados y suspendidos de una cabria
que funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los
espectadores satisfacer su curiosidad excitada. Aquello fue un delirio.
Mujeres, niños, ancianos, todos se impusieron el deber de
penetrar hasta el fondo del ánima del colosal
cañón, preñado de misterios. Se fijó el
precio a cinco dólares por persona, y a pesar de su
elevación, en los dos meses que precedieron inmediatamente al
experimento, la afluencia de visitantes permitió al Gun-Club
meter en caja cerca de quinientos mil dólares.
Inútil es decir que los primeros que visitaron
el Columbiad fueron los miembros del Gun-Club, a cuya ilustre asamblea
estaba justamente reservada esta preferencia. Esta solemnidad se
celebró el 25 de septiembre. En un cajón de honor,
bajaron el presidente Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el
general Morgan, el coronel Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros
miembros distinguidos de la célebre sociedad, en número
de unos diez. Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel
largo tubo de metal. Se sentía dentro alguna sofocación.
¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto! Se
colocó una mesa de diez cubiertos en la recámara de
piedra que sostenía el Columbiad, alumbrado a giorno por
un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y numerosos manjares que
parecían bajados del cielo, se colocaron sucesivamente delante
de los convidados, y botellas de los mejores vinos se apuraron
profusamente durante aquel espléndido banquete a novecientos
pies bajo tierra.
El festín fue muy animado y también muy
bullicioso. Se entrecruzaron numerosos brindis; se brindó por el
globo terrestre; se brindó por su satélite; se
brindó por el Gun-Club; se brindó por la Unión,
por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por el astro de la noche,
por la pacífica mensajera del firmamento. Los hurras,
llevados por las sonoras ondas del inmenso tubo acústico,
llegaban a su extremo como un trueno, y la multitud, colocada alrededor
de Stone Hill, se unía con el corazón y con los gritos a
los diez convidados hundidos en el fondo del gigantesco Columbiad.
J. T. Maston no era ya dueño de sí
mismo. Difícil sería determinar si gritaba más que
gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto
es que no cabía de gozo en su pellejo, que no hubiera dado su
posición por el imperio del mundo, aun cuando el
cañón cargado, cebado y haciendo fuego en aquel instante,
hubiera debido enviarle hecho pedazos a los espacios planetarios.

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