De la Tierra a la Luna
Capítulo V La novela de la
Luna
Un observador dotado de una vista infinitamente
penetrante y colocado en ese centro desconocido a cuyo alrededor
gravita el mundo, habría visto en la época caótica
del universo miríadas de átomos que poblaban el espacio.
Pero poco a poco, pasando siglos y siglos, se produjo una
variación, manifestándose una ley de atracción, a
la cual se subordinaron los átomos hasta entonces errantes.
Aquellos átomos se combinaron químicamente según
sus afinidades, se hicieron moléculas y formaron esas
acumulaciones nebulosas de que están sembradas las profundidades
del cielo.
Animó luego aquellas acumulaciones un
movimiento de rotación alrededor de su punto central. Aquel
centro formado de moléculas vagas, empezó a girar
alrededor de sí mismo condensándose progresivamente.
Además, siguiendo leyes de mecánica inmutables, a medida
que por la condensación disminuía su volumen, su
movimiento de rotación se aceleraba, de lo que resultó
una estrella principal, centro de las acumulaciones nebulosas.
Mirando atentamente, el observador hubiera visto
entonces las demás moléculas de la acumulación
conducirse como la estrella central, condensarse de la misma manera por
un movimiento de rotación bajo forma de innumerables estrellas.
La nebulosa estaba formada. Los astrónomos cuentan actualmente
cerca de cinco mil nebulosas.
Hay una entre ellas que los hombres han llamado la
Vía Láctea, la cual contiene dieciocho millones de
estrellas, siendo cada estrella el centro de un mundo solar.
Si el observador hubiese entonces examinado
especialmente entre aquellos dieciocho millones de astros, uno de los
más modestos y menos brillantes1, una estrella de cuarto orden, la que se llama
orgullosamente el Sol, todos los fenómenos a que se debe la
formación del universo se hubieran realizado sucesivamente a su
vista.
Hubiera visto al Sol, en estado gaseoso aún y
compuesto de moléculas movibles, girando alrededor de su eje
para consumar su trabajo de concentración. Este movimiento,
sometido a las leyes de la mecánica, se hubiese acelerado con la
disminución de volumen, llegando un momento en que la fuerza
centrífuga prevaleciese sobre la centrípeta, que tiende a
impeler las moléculas hacia el centro.
Entonces a la vista del observador se habría
presentado otro fenómeno. Las moléculas situadas en el
plano del ecuador, escapándose como la piedra de una honda que
se rompe súbitamente, habrían ido a formar alrededor del
Sol varios anillos concéntricos semejantes a los de Saturno.
Aquellos anillos de materia cósmica, dotados a su vez de un
movimiento de rotación alrededor de la masa central, se
habrían roto y descompuesto en nebulosidades secundarias, es
decir, en planetas.
Si el observador hubiese entonces concentrado en estos
planetas toda su atención, los habría visto conducirse
exactamente como el Sol y dar nacimiento a uno o más anillos
cósmicos, orígenes de esos astros de orden inferior que
se llaman satélites.
Así pues, subiendo del átomo a la
molécula, de la molécula a la acumulación, de la
acumulación a la nebulosa, de la nebulosa a la estrella
principal, de la estrella principal al Sol, del Sol al planeta y del
planeta al satélite, tenemos toda la serie de las
transformaciones experimentadas por los cuerpos celestes desde los
primeros días del mundo.
El Sol parece perdido en las inmensidades del mundo
estelar, y, sin embargo, según las teorías que
actualmente predominan en la ciencia, se halla subordinado a la
nebulosa de la Vía Láctea. Centro de un mundo, aunque
parece tan pequeño en medio de las regiones etéreas, es,
sin embargo, enorme, pues su volumen es un millón cuatrocientas
mil veces mayor que el de la Tierra. A su alrededor gravitan ocho
planetas, salidos de sus entrañas mismas en los primeros tiempos
de la creación. Estos planetas, enumerándolos por el
orden de su proximidad, son: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte,
Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Además, entre Marte y
Júpiter circulan regularmente otros cuerpos menos considerables,
restos errantes tal vez de un astro hecho pedazos, de los cuales el
telescopio ha reconocido ya ochenta y dos1.
De estos servidores que el Sol mantiene en su
órbita elíptica por la gran ley de la gravitación,
algunos poseen también sus satélites. Urano tiene ocho,
Saturno otros tantos, Júpiter cuatro, Neptuno tal vez tres, la
Tierra uno. Este último, uno de los menos importantes del mundo
solar, se llama Luna, y es el que el genio audaz de los americanos
pretendía conquistar.
El astro de la noche, por su proximidad relativa y el
espectáculo rápidamente renovado de sus diversas fases,
compartió con el Sol, desde los primeros días de la
humanidad, la atención de los habitantes de la Tierra. Pero el
Sol ofende los ojos al mirarlo, y los torrentes de luz que despide
obligan a cerrarlos a los que los contemplan.
La plácida Febe, más humana, se deja ver
complaciente con su modesta gracia; agrada a la vista, es poco
ambiciosa, y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a su hermano,
el radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por él. Los
mahometanos, comprendiendo el reconocimiento que debían a esta
fiel amiga de la Tierra, han regulado sus meses en base a su
revolución2.
Los primeros pueblos tributaron un culto muy
preferente a esta casta deidad. Los egipcios la llamaban Isis, los
fenicios Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre de
Febe, hija de Latona y de Júpiter, y explicaban sus eclipses por
las visitas misteriosas de Diana al bello Endimión. Según
la leyenda mitológica, el león de Nemea recorrió
los campos de la Luna antes de su aparición en la Tierra, y el
poeta Agesianax, citado por Plutarco, celebró en sus versos
aquella amable boca, aquella nariz encantadora, aquellos dulces ojos,
formados por las partes luminosas de la adorable Selene.
Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil
maravillas el carácter, el temperamento, en una palabra, las
cualidades morales de la Luna bajo el punto de vista mitológico,
los más sabios que había entre ellos permanecieron muy
ignorantes en selenografía.
Sin embargo, algunos astrónomos de
épocas remotas descubrieron ciertas particularidades confirmadas
actualmente por la ciencia. Si bien los arcadios pretendieron haber
habitado la Tierra en una época en que la Luna no existía
aún, si bien Simplicio la creyó inmóvil y colgada
de la bóveda de cristal, si bien Tasio la consideró como
un fragmento desprendido del disco solar; si bien Clearco, el
discípulo de Aristóteles, hizo de ella un bruñido
espejo en que se reflejaban las imágenes del océano, si
bien otros, en fin, no vieron en ella más que una
acumulación de vapores exhalados por la Tierra o un globo medio
fuego, medio hielo, que giraba alrededor de sí mismo, algunos
sabios, mediante ciertas observaciones sagaces, a falta de instrumentos
de óptica, sospecharon la mayor parte de las leyes que rigen al
astro de la noche.
Thales de Mileto, cuatrocientos sesenta años
antes de nuestra era, emitió la opinión de que la Luna
estaba iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera
explicación de sus fases. Cleómenes enseñó
que brillaba con una luz reflejada. El caldeo Beroso descubrió
que la duración de su movimiento de rotación era igual a
la de su movimiento de revolución, y así explicó
cómo la Luna presenta siempre la misma faz. Por último,
Hiparco, dos siglos antes de nuestra era, reconoció algunas
desigualdades en los movimientos aparentes del satélite de la
Tierra.
Estas distintas observaciones se confirmaron
después, y de ellas sacaron partido los nuevos
astrónomos. Tolomeo, en el siglo II, y el árabe Abul
Wefa, en el siglo X, completaron las observaciones de Hiparco sobre las
desigualdades que sufre la Luna siguiendo la línea tortuosa de
su órbita, bajo la acción del Sol. Después,
Copérnico, en el siglo XV, y Tico Brahe, en el siglo XVI,
expusieron completamente el sistema del mundo, y el papel que
desempeña la Luna entre los cuerpos celestes.
Ya en aquella época, sus movimientos estaban
casi determinados; pero de su constitución física se
sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo explicó
los fenómenos de luz producidos en ciertas fases por la
existencia de montañas, a las que dio una altura media de cuatro
mil quinientas toesas.
Después Hevelius, un astrónomo de
Dantzig, rebajó a dos mil seiscientas toesas las mayores
alturas, pero su compañero, Riccioli, las elevó a siete
mil.
A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un
poderoso telescopio, redujo mucho las precedentes medidas. Dio dos mil
novecientas toesas a las montañas más elevadas; y redujo
por término medio las diferentes alturas a cuatrocientas toesas
solamente. Pero Herschel se equivocaba también, y se necesitaron
las observaciones de Shroeter, Louville, Halley, Nasmyth, Bianchini,
Pastorf, Lohrman, Gruithuysen y, sobre todo, los minuciosos estudios de
Beer y Moedler, para resolver la cuestión de una manera
definitiva. Gracias a los mencionados sabios, la elevación de
las montañas de la Luna se conoce en la actualidad
perfectamente. Beer y Moedler han medido mil novecientas cinco alturas,
de las cuales seis pasan de dos mil seiscientas toesas y
veintidós pasan de dos mil cuatrocientas3. La más alta cima
sobresale de la superficie del disco lunar tres mil ochocientas una
toesas.
Al mismo tiempo, se completaba el reconocimiento del
disco de la Luna, el cual aparecía acribillado de
cráteres, confirmándose en todas las observaciones su
naturaleza esencialmente volcánica. De la falta de
refracción en los rayos de los planetas que ella oculta, se
deduce que le falta atmósfera casi absolutamente. Esta carencia
de aire supone falta de agua, y, por consiguiente, los selenitas, para
vivir en semejantes condiciones, deben tener una organización
especial y diferenciarse singularmente de los habitantes de la
Tierra.
Por último, gracias a nuevos métodos e
instrumentos más perfeccionados registraron ávidamente la
Luna, no dejando inexplorado ningún punto en su hemisferio, no
obstante medir su diámetro dos mil ciento cincuenta
millas4 y ser su
superficie igual a una 13ª parte de la del globo5, y su volumen una
49ª parte de la esfera terrestre; pero ninguno de estos secretos
podía serlo eternamente para los sabios astrónomos, que
llevaron más lejos aún sus prodigiosas observaciones.
Ellos notaron que, durante el plenilunio, el disco
aparecía en ciertas partes, surcado de líneas blancas, y
durante las fases, marcado de líneas negras. Estudiando estas
líneas con mayor precisión, llegaron a darse cuenta
exacta de su naturaleza. Aquellas líneas eran surcos largos y
estrechos, abiertos entre bordes paralelos que terminaban generalmente
en las márgenes de los cráteres. Tenían una
longitud comprendida entre diez y cien millas, y una anchura de
ochocientas toesas. Los astrónomos las llamaron ranura, pero
darles este nombre es todo lo que supieron hacer. En cuanto a averiguar
si eran lechos secos de antiguos ríos, no pudieron resolverlo de
una manera concluyente. Los americanos esperaban poder, un día a
otro, determinar este hecho geológico. Se reservaban igualmente
la gloria de reconocer aquella serie de parapetos paralelos,
descubiertos en la superficie de la Luna, por Gruithuysen, sabio
profesor de Munich, que las consideró como un sistema de
fortificaciones levantadas por los ingenieros selenitas. Estos dos
puntos, aún oscuros, y otros sin duda, no podían
aclararse definitivamente, sino por medio de una comunicación
directa con la Luna.
En cuanto a la intensidad de su luz, nada había
que aprender, pues ya se sabía que es trescientas mil veces
más débil que la del Sol, y que su calor no ejerce sobre
los termómetros ninguna acción apreciable. Respecto del
fenómeno reconocido con el nombre de luz cenicienta, se explica
naturalmente por el efecto de los rayos del Sol rechazados de la Tierra
a la Luna, los cuales completan, al parecer, el disco lunar, cuando
éste se presenta en cuarto creciente o menguante.
Tal era el estado de los conocimientos adquiridos
sobre el satélite de la Tierra, que el Gun-Club se propuso
completar bajo todos los puntos de vista, tanto cosmográficos,
geológicos, políticos y morales.

1. Algunos de estos
asteroides son tan pequeños, que a paso gimnástico, se
podría dar una vuelta a su alrededor en un solo
día.
2. La revolución de la Luna dura
unos veintinueve días y medio.
3. La altura del Mont Blanc es de cuatro
mil.ochocientos trece metros sobre el nivel del mar.
4. Ochocientas sesenta y nueve leguas,
es decir, algo más de una cuarta parte del radio
terrestre.
5. Treinta y ocho millones de
kilómetros cuadrados.
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