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De la Tierra a la Luna
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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De la Tierra a la Luna
Capítulo XXVI
¡Fuego!

Había llegado el primero de diciembre, día fatal, porque si la partida del proyectil no se efectuaba aquella misma noche, a las diez y cuarenta y seis minutos y cuarenta segundos, más de dieciocho años tendrían que transcurrir antes de que la Luna se volviese a presentar en las mismas condiciones simultáneas de cenit y perigeo.

El tiempo estaba magnífico. A pesar de aproximarse el invierno, el Sol resplandecía y bañaba con sus radiantes efluvios la Tierra, que tres de sus habitantes iban a abandonar por un nuevo mundo.

¡Cuántas gentes durmieron mal durante la noche que precedió a aquel día tan impacientemente deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo el peso de una ansiedad penosa! ¡Todos los corazones palpitaron inquietos, a excepción del de Miguel Ardan! Este impasible personaje iba y venía con su habitual movilidad, pero nada denunciaba en él una preocupación insólita. Su sueño había sido pacífico, como el de Turena al pie del cañón, antes de la batalla.

Después que amaneció, una innumerable muchedumbre cubría las praderas, que se extienden hasta perderse de vista alrededor de Stone Hill. Cada cuarto de hora, el railroad de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La inmigración tomó luego proporciones fabulosas y, según los registros del Tampa Town Observer durante aquella memorable jornada, hollaron con su pie el suelo de la Florida cinco millones de espectadores.

Un mes hacía que la mayor parte de aquella multitud vivaqueaba alrededor del recinto, y echaba los cimientos de una ciudad que se llamó después Ardan's Town. Erizaban la llanura barracas, cabañas, bohíos, tiendas, toldos, rancherías, y estas habitaciones efímeras abrigaron una población bastante numerosa para causar envidia a las mayores ciudades de Europa.

Allí tenían representantes todos los pueblos de la Tierra; allí se hablaban a la vez todos los dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como en los tiempos bíblicos de la torre de Babel. Allí las diversas clases de la sociedad americana se confundían en una igualdad absoluta. Banqueros, labradores, marinos, comerciantes, corredores, plantadores de algodón, negociantes, magistrados se codeaban con una sencillez primitiva. Los criollos de Luisiana fraternizaban con los propietarios de Indiana; los aristócratas de Kentucky y de Tennessee, los virginianos elegantes y altaneros, departían de igual a igual con los cazadores medio salvajes de los lagos y con los traficantes de bueyes de Cincinnati. Cubrían la cabeza con sombrero blanco de castor, de anchas alas, o con el clásico panamá, vestidos con pantalones azules de algodón de las fábricas de Opelousas, ataviados con sus elegantes blusas de lienzo crudo, calzados con botines de colores brillantes, ostentaban extravagantes chorreras de batista y hacían centellear en su camisa, en sus bocamangas, en su corbata, en sus diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus orejas, todo un surtido de sortijas, alfileres, brillantes, cadenas, aretes y otras zarandajas cuyo valor era igual a su mal gusto. Mujeres, niños, criados, con trajes no menos opulentos, acompañaban, seguían, precedían, rodeaban a estos maridos, estos padres, estos señores, que parecían jefes de tribu en medio de sus innumerables familias.

A la hora de comer era de ver cómo aquella multitud se precipitaba sobre los platos especiales del Sur y cómo devoraba, con un apetito capaz de producir una crísis alimenticia en Florida, manjares que repugnarían a un estómago europeo, tales como ranas en pepitoria, monos estofados, fischower1, didelfo frito, zorra casi cruda, o magras de oso asadas a la parrilla.

Pero, también, ¡cuán grande era para facilitar la cocción en el estómago de manjares tan indigestos, la variada serie de licores! ¡Qué gritos tan excitativos, qué vociferaciones tan apremiantes resonaban en las bar-rooms o tabernas, adornadas profusamente con vasos, copas, frascos, garrafas, botellas y otras vasijas de formas inverosímiles, con morteros para pulverizar el azúcar y con paquetes de pajitas para sorber!

-¡Julepe de yerba buena! -gritaba con voz sonora un vendedor.

-¡Ponche de vino de Burdeos! -replicaba otro, con un tono que parecía estar gruñendo.

¡Gin-sling! -repetía otro.

-¡El buen cocktail! ¡el buen brandy-smash! -decían otros varios.

-¿Quién quiere el verdadero mint-julep a la última moda? -entonaban algunos mercaderes diestros, haciendo pasar rápidamente de un vaso a otro, con la habilidad de un jugador de cubiletes, el azúcar, el limón, la yerba buena, el hielo, el agua, el coñac y la piña de América, que componen una bebida refrigerante.

En los demás días, excitaciones dirigidas a los gaznates alterados por la acción ardiente de las especies se repetían y cruzaban incesantemente, produciendo una barahúnda ensordecedora. Pero en aquel primero de diciembre los gritos eran raros. En vano los vendedores se hubieran puesto roncos para estimular a la gente. Nadie pensaba en comer ni en beber, y a las cuatro de la tarde eran muchos los espectadores, muchos los que componían aquella inmensa multitud, que no habían aún tomado su acostumbrado lunch. Había otro síntoma más significativo: la violenta pasión de los americanos a los juegos de azar era vencida por la agitación que se notaba en todas partes. Bien se conocía que el gran acontecimiento que se aguardaba embargaba todos los sentidos y no dejaba lugar a ninguna distracción, al ver que las bolas de billar no salían de las troneras, que los dados del chaquelete dormían en sus cubiletes, que la ruleta permanecía inmóvil, que los naipes de whist, de la veintiuna, del rojo y negro, del monte y del faro, permanecían tranquilamente encerrados en sus cubiertas intactas.

Durante el día corrió entre aquella multitud ansiosa una agitación sorda, sin gritos, como la que precede a las grandes catástrofes. Un malestar indescriptible reinaba en los ánimos, un entorpecimiento penoso, un sentimiento indefinible que oprimía el corazón. Todos hubieran querido que el suceso hubiese ya terminado.

Sin embargo, a eso de las siete se disipó de pronto aquel pesado silencio. La Luna apareció en el horizonte. Su aparición fue saludada por millares de hurras. Había acudido puntualmente a la cita. Los clamores subían al cielo; los aplausos partieron de todos los puntos, y, entre tanto, la blanca Febe, brillando pacíficamente en un cielo admirable, acariciaba la multitud con sus rayos más afectuosos.

En aquel momento se presentaron los intrépidos viajeros. Se centuplicó con ellos el general clamoreo. Unánime e instantáneamente el canto nacional de los Estados Unidos se escapó de todos los pechos anhelantes, y el Yankee doodle, cantado a coro por cinco millones de voces, se elevó como una tempestad sonora hasta los últimos límites de la atmósfera.

Después de este irresistible arranque, el himno cesó; las últimas armonías se extinguieron poco a poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un rumor silencioso flotó encima de aquella multitud tan profundamente impresionada. Sin embargo, el francés y los dos americanos habían entrado en el recinto reservado, a cuyo alrededor se agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los miembros del Gun-Club y diputaciones enviadas por los observatorios europeos. Barbicane, frío y sereno, daba tranquilamente sus últimas órdenes. Nicholl, con los labios cerrados, las manos cruzadas a la espalda, andaba con paso firme y mesurado. Miguel Ardan, siempre despreocupado, en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero, con la bolsa de camino colgada del hombro y el cigarro en la boca, distribuía, al pasar, sendos apretones de manos con una prodigalidad de príncipe. Su verbosidad era inagotable. Alegre, risueño, decidor, hacía al digno J. T. Maston muecas de pilluelo. En una palabra, era francés, y, lo que es peor aún, parisiense hasta la médula.

Dieron las diez. Había llegado el momento de colocarse en el proyectil, pues la maniobra necesaria para bajar a él, el atornillar la tapa y el quitar las grúas y los andamios inclinados sobre la boca del Columbiad, exigían algún tiempo.

Barbicane había arreglado su cronómetro, que no discrepaba ni un décimo de segundo de el del ingeniero Murchison, encargado de dar fuego a la pólvora por medio de la chispa eléctrica. De esta manera los viajeros encerrados en el proyectil podrían seguir también con su mirada la impasible manecilla hasta que marcase el instante preciso de su partida.

Había, pues, llegado el momento de la despedida. La escena fue patética, y hasta el mismo Miguel Ardan, no obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J. T. Maston había hallado bajo sus párpados secos una antigua lágrima que reservaba sin duda para aquella ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y bravo presidente.

-¡Si yo partiese! -dijo-. ¡Aún es tiempo!

-¡Imposible, mi viejo amigo Maston! -respondió Barbicane.

Algunos instantes después, los tres compañeros ocupaban su puesto en el proyectil y habían ya atornillado interiormente la tapa. La boca del Columbiad, enteramente despejada, se abría libremente hacia el cielo.

Nicholl, Barbicane y Miguel Ardan se hallaban definitivamente encerrados en su vagón de metal.

¿Quién sería capaz de pintar la ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?

La Luna avanzaba en un firmamento de límpida pureza, apagando al pasar el centelleo de las estrellas. Recorría entonces la constelación del Géminis, y se hallaba casi a la mitad del camino del horizonte y el cenit. No había, pues, quien no pudiese comprender fácilmente que se apuntaba delante del objeto, como apunta el cazador delante de la liebre que quiere matar y no a la liebre misma.

Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la escena. ¡Ni un soplo de viento en la tierra! ¡Ni un soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a palpitar. Todas las miradas convergían azoradas en la boca del Columbiad.

Murchison seguía con la vista la manecilla de su cronómetro. Apenas faltaban cuarenta segundos para el momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo.

Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y no hubo uno solo en la multitud que no pensase que los audaces viajeros encerrados en el proyectil contaban también aquellos terribles segundos. Se escaparon gritos aislados.

-¡Treinta y cinco! - ¡treinta y seis! - ¡treinta y siete! - ¡treinta y ocho! - ¡treinta y nueve! - ¡cuarenta! ¡Fuego!

Inmediatamente, Murchison, empujando con el dedo el interruptor del aparato, restableció la corriente y lanzó la chispa eléctrica al fondo del Columbiad.

Una detonación espantosa, inaudita, sobrehumana, de que no hay estruendo alguno que pueda dar la más débil idea, ni los estallidos del rayo, ni el estrépito de las erupciones, se produjo instantáneamente. Un haz inmenso de fuego salió de las entrañas de la tierra como de un cráter. El suelo se levantó, y apenas hubo uno que otro espectador que pudiera entrever un instante el proyectil hendiendo victoriosamente el aire en medio de inflamados vapores.

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1. Manjar compuesto de diferentes pescados.

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