De la Tierra a la Luna
Capítulo XXVI ¡Fuego!
Había llegado el primero de diciembre,
día fatal, porque si la partida del proyectil no se efectuaba
aquella misma noche, a las diez y cuarenta y seis minutos y cuarenta
segundos, más de dieciocho años tendrían que
transcurrir antes de que la Luna se volviese a presentar en las mismas
condiciones simultáneas de cenit y perigeo.
El tiempo estaba magnífico. A pesar de
aproximarse el invierno, el Sol resplandecía y bañaba con
sus radiantes efluvios la Tierra, que tres de sus habitantes iban a
abandonar por un nuevo mundo.
¡Cuántas gentes durmieron mal durante la
noche que precedió a aquel día tan impacientemente
deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo el peso
de una ansiedad penosa! ¡Todos los corazones palpitaron
inquietos, a excepción del de Miguel Ardan! Este impasible
personaje iba y venía con su habitual movilidad, pero nada
denunciaba en él una preocupación insólita. Su
sueño había sido pacífico, como el de Turena al
pie del cañón, antes de la batalla.
Después que amaneció, una innumerable
muchedumbre cubría las praderas, que se extienden hasta perderse
de vista alrededor de Stone Hill. Cada cuarto de hora, el
railroad de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La
inmigración tomó luego proporciones fabulosas y,
según los registros del Tampa Town Observer durante
aquella memorable jornada, hollaron con su pie el suelo de la Florida
cinco millones de espectadores.
Un mes hacía que la mayor parte de aquella
multitud vivaqueaba alrededor del recinto, y echaba los cimientos de
una ciudad que se llamó después Ardan's Town.
Erizaban la llanura barracas, cabañas, bohíos, tiendas,
toldos, rancherías, y estas habitaciones efímeras
abrigaron una población bastante numerosa para causar envidia a
las mayores ciudades de Europa.
Allí tenían representantes todos los
pueblos de la Tierra; allí se hablaban a la vez todos los
dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como en
los tiempos bíblicos de la torre de Babel. Allí las
diversas clases de la sociedad americana se confundían en una
igualdad absoluta. Banqueros, labradores, marinos, comerciantes,
corredores, plantadores de algodón, negociantes, magistrados se
codeaban con una sencillez primitiva. Los criollos de Luisiana
fraternizaban con los propietarios de Indiana; los aristócratas
de Kentucky y de Tennessee, los virginianos elegantes y altaneros,
departían de igual a igual con los cazadores medio salvajes de
los lagos y con los traficantes de bueyes de Cincinnati. Cubrían
la cabeza con sombrero blanco de castor, de anchas alas, o con el
clásico panamá, vestidos con pantalones azules de
algodón de las fábricas de Opelousas, ataviados con sus
elegantes blusas de lienzo crudo, calzados con botines de colores
brillantes, ostentaban extravagantes chorreras de batista y
hacían centellear en su camisa, en sus bocamangas, en su
corbata, en sus diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus
orejas, todo un surtido de sortijas, alfileres, brillantes, cadenas,
aretes y otras zarandajas cuyo valor era igual a su mal gusto. Mujeres,
niños, criados, con trajes no menos opulentos,
acompañaban, seguían, precedían, rodeaban a estos
maridos, estos padres, estos señores, que parecían jefes
de tribu en medio de sus innumerables familias.
A la hora de comer era de ver cómo aquella
multitud se precipitaba sobre los platos especiales del Sur y
cómo devoraba, con un apetito capaz de producir una
crísis alimenticia en Florida, manjares que repugnarían a
un estómago europeo, tales como ranas en pepitoria, monos
estofados, fischower1, didelfo frito, zorra casi cruda, o magras de
oso asadas a la parrilla.
Pero, también, ¡cuán grande era
para facilitar la cocción en el estómago de manjares tan
indigestos, la variada serie de licores! ¡Qué gritos tan
excitativos, qué vociferaciones tan apremiantes resonaban en las
bar-rooms o tabernas, adornadas profusamente con vasos, copas,
frascos, garrafas, botellas y otras vasijas de formas
inverosímiles, con morteros para pulverizar el azúcar y
con paquetes de pajitas para sorber!
-¡Julepe de yerba buena! -gritaba con voz sonora
un vendedor.
-¡Ponche de vino de Burdeos! -replicaba otro,
con un tono que parecía estar gruñendo.
¡Gin-sling! -repetía otro.
-¡El buen cocktail! ¡el buen
brandy-smash! -decían otros varios.
-¿Quién quiere el verdadero
mint-julep a la última moda? -entonaban algunos
mercaderes diestros, haciendo pasar rápidamente de un vaso a
otro, con la habilidad de un jugador de cubiletes, el azúcar, el
limón, la yerba buena, el hielo, el agua, el coñac y la
piña de América, que componen una bebida
refrigerante.
En los demás días, excitaciones
dirigidas a los gaznates alterados por la acción ardiente de las
especies se repetían y cruzaban incesantemente, produciendo una
barahúnda ensordecedora. Pero en aquel primero de diciembre los
gritos eran raros. En vano los vendedores se hubieran puesto roncos
para estimular a la gente. Nadie pensaba en comer ni en beber, y a las
cuatro de la tarde eran muchos los espectadores, muchos los que
componían aquella inmensa multitud, que no habían
aún tomado su acostumbrado lunch. Había otro
síntoma más significativo: la violenta pasión de
los americanos a los juegos de azar era vencida por la agitación
que se notaba en todas partes. Bien se conocía que el gran
acontecimiento que se aguardaba embargaba todos los sentidos y no
dejaba lugar a ninguna distracción, al ver que las bolas de
billar no salían de las troneras, que los dados del chaquelete
dormían en sus cubiletes, que la ruleta permanecía
inmóvil, que los naipes de whist, de la veintiuna,
del rojo y negro, del monte y del faro, permanecían
tranquilamente encerrados en sus cubiertas intactas.
Durante el día corrió entre aquella
multitud ansiosa una agitación sorda, sin gritos, como la que
precede a las grandes catástrofes. Un malestar indescriptible
reinaba en los ánimos, un entorpecimiento penoso, un sentimiento
indefinible que oprimía el corazón. Todos hubieran
querido que el suceso hubiese ya terminado.
Sin embargo, a eso de las siete se disipó de
pronto aquel pesado silencio. La Luna apareció en el horizonte.
Su aparición fue saludada por millares de hurras. Había
acudido puntualmente a la cita. Los clamores subían al cielo;
los aplausos partieron de todos los puntos, y, entre tanto, la blanca
Febe, brillando pacíficamente en un cielo admirable, acariciaba
la multitud con sus rayos más afectuosos.
En aquel momento se presentaron los intrépidos
viajeros. Se centuplicó con ellos el general clamoreo.
Unánime e instantáneamente el canto nacional de los
Estados Unidos se escapó de todos los pechos anhelantes, y el
Yankee doodle, cantado a coro por cinco millones de voces, se
elevó como una tempestad sonora hasta los últimos
límites de la atmósfera.
Después de este irresistible arranque, el himno
cesó; las últimas armonías se extinguieron poco a
poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un rumor
silencioso flotó encima de aquella multitud tan profundamente
impresionada. Sin embargo, el francés y los dos americanos
habían entrado en el recinto reservado, a cuyo alrededor se
agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los miembros
del Gun-Club y diputaciones enviadas por los observatorios europeos.
Barbicane, frío y sereno, daba tranquilamente sus últimas
órdenes. Nicholl, con los labios cerrados, las manos cruzadas a
la espalda, andaba con paso firme y mesurado. Miguel Ardan, siempre
despreocupado, en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero,
con la bolsa de camino colgada del hombro y el cigarro en la boca,
distribuía, al pasar, sendos apretones de manos con una
prodigalidad de príncipe. Su verbosidad era inagotable. Alegre,
risueño, decidor, hacía al digno J. T. Maston muecas de
pilluelo. En una palabra, era francés, y, lo que es peor
aún, parisiense hasta la médula.
Dieron las diez. Había llegado el momento de
colocarse en el proyectil, pues la maniobra necesaria para bajar a
él, el atornillar la tapa y el quitar las grúas y los
andamios inclinados sobre la boca del Columbiad, exigían
algún tiempo.
Barbicane había arreglado su cronómetro,
que no discrepaba ni un décimo de segundo de el del ingeniero
Murchison, encargado de dar fuego a la pólvora por medio de la
chispa eléctrica. De esta manera los viajeros encerrados en el
proyectil podrían seguir también con su mirada la
impasible manecilla hasta que marcase el instante preciso de su
partida.
Había, pues, llegado el momento de la
despedida. La escena fue patética, y hasta el mismo Miguel
Ardan, no obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J.
T. Maston había hallado bajo sus párpados secos una
antigua lágrima que reservaba sin duda para aquella
ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y bravo
presidente.
-¡Si yo partiese! -dijo-. ¡Aún es
tiempo!
-¡Imposible, mi viejo amigo Maston!
-respondió Barbicane.
Algunos instantes después, los tres
compañeros ocupaban su puesto en el proyectil y habían ya
atornillado interiormente la tapa. La boca del Columbiad, enteramente
despejada, se abría libremente hacia el cielo.
Nicholl, Barbicane y Miguel Ardan se hallaban
definitivamente encerrados en su vagón de metal.
¿Quién sería capaz de pintar la
ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?
La Luna avanzaba en un firmamento de límpida
pureza, apagando al pasar el centelleo de las estrellas.
Recorría entonces la constelación del Géminis, y
se hallaba casi a la mitad del camino del horizonte y el cenit. No
había, pues, quien no pudiese comprender fácilmente que
se apuntaba delante del objeto, como apunta el cazador delante de la
liebre que quiere matar y no a la liebre misma.
Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la
escena. ¡Ni un soplo de viento en la tierra! ¡Ni un soplo
en los pechos! Los corazones no se atrevían a palpitar. Todas
las miradas convergían azoradas en la boca del Columbiad.
Murchison seguía con la vista la manecilla de
su cronómetro. Apenas faltaban cuarenta segundos para el momento
de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo.
Hubo al vigésimo un estremecimiento universal,
y no hubo uno solo en la multitud que no pensase que los audaces
viajeros encerrados en el proyectil contaban también aquellos
terribles segundos. Se escaparon gritos aislados.
-¡Treinta y cinco! - ¡treinta y seis! -
¡treinta y siete! - ¡treinta y ocho! - ¡treinta y
nueve! - ¡cuarenta! ¡Fuego!
Inmediatamente, Murchison, empujando con el dedo el
interruptor del aparato, restableció la corriente y lanzó
la chispa eléctrica al fondo del Columbiad.
Una detonación espantosa, inaudita,
sobrehumana, de que no hay estruendo alguno que pueda dar la más
débil idea, ni los estallidos del rayo, ni el estrépito
de las erupciones, se produjo instantáneamente. Un haz inmenso
de fuego salió de las entrañas de la tierra como de un
cráter. El suelo se levantó, y apenas hubo uno que otro
espectador que pudiera entrever un instante el proyectil hendiendo
victoriosamente el aire en medio de inflamados vapores.

1. Manjar compuesto de
diferentes pescados.
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