De la Tierra a la Luna
Capítulo XXI Cómo
arregla un francés un desafio
Mientras entre el presidente y el capitán se
concertaba aquel duelo terrible y salvaje en que un hombre se hace a la
vez res y cazador de otro hombre, Miguel Ardan descansaba de las
fatigas del triunfo. Pero no descansaba, no es ésta la
expresión propia, porque los colchones de las camas americanas
nada tienen que envidiar por su dureza al mármol y al
granito.
Ardan dormía, pues, bastante mal,
volviéndose de un lado a otro entre las servilletas que le
servían de sábanas, y pensaba en proporcionarse un lugar
de descanso más cómodo y mullido en su proyectil, cuando
un violento ruido le arrancó de sus sueños. Golpes
desordenados conmovían su puerta como si se diesen con un
martillo, mezclándose con aquel estrépito demasiado
matutino, gritos desaforados.
-¡Abra! -gritaba una voz desde fuera-.
¡Abra pronto!
Ninguna razón tenía Ardan para acceder a
una demanda tan estrepitosamente formulada. No obstante, se
levantó y abrió la puerta, en el momento de irésta
a ceder a los esfuerzos del obstinado visitante.
El secretario del Gun-Club se metió en el
cuarto. No hubiera una bomba entrado en él con menos
ceremonias.
-¡Anoche -exclamó J. T. Maston en un
exabrupto-, nuestro presidente fue públicamente insultado
durante el mitin! ¡Ha provocado a su adversario, que es nada
menos que el capitán Nicholl! ¡Se baten los dos esta
mañana en el bosque de Skersnaw! ¡Lo sé todo por el
mismo Barbicane! ¡Si éste muere, fracasan sus proyectos!
¡Es, pues, preciso impedir el duelo a toda costa! ¡No hay
más que un hombre en el mundo que ejerza sobre Barbicane
bastante imperio para detenerle, y este hombre es Miguel Ardan!
En tanto que J. T. Maston hablaba como acabamos de
significar, Miguel Ardan, sin interrumpirle, se vmetió en su
ancho pantalón, y no habían transcurrido aún dos
minutos, cuando los dos amigos ganaban a escape los arrabales de
Tampa Town.
Durante el camino, Maston acabó de poner a
Ardan al corriente de todo el negocio. Le dio a conocer las verdaderas
causas de la enemistad de Barbicane y de Nicholl, la antigua rivalidad,
los amigos comunes que mediaron para que los adversarios no se
encontrasen nunca cara a cara, y añadió que se trataba
únicamente de una emulación de plancha y de proyectil, de
suerte que la escena del mitin no había sido más que una
ocasión rebuscada desde mucho tiempo por el rencoroso Nicholl
para armar camorra.
Nada más terrible que esos duelos propios de
los americanos, durante los cuales los dos adversarios se buscan por
entre la maleza y los matorrales, se acechan desde un escondrijo
cualquiera y se disparan las armas en medio de lo más
enmarañado de las selvas como bestias feroces.
¡Cuánto, entonces, deben envidiar los combatientes las
maravillosas cualidades de los indios de las praderas, su perspicacia,
su astucia, su conocimiento de los rastros, su olfato para percibir al
enemigo! Un error, una vacilación, un mal paso, pueden acarrear
la muerte. En esos momentos, los yanquis se hacen con frecuencia
acompañar de sus perros, y cazando y siendo cazados a un mismo
tiempo, se persiguen durante horas y horas.
-¡Qué clase de gente son ustedes!
-exclamó Miguel Ardan, cuando su compañero le
pintó con mucha energía todos los pormenores.
-Somos como somos -respondió modestamente J. T.
Maston-; pero démonos prisa.
Él y Miguel Ardan tuvieron mucho que correr
para atravesar la llanura humedecida por el rocío, pasar
arrozales y torrentes, y atajar por el camino más corto, y aun
así no pudieron llegar al bosque de Skersnaw antes de las cinco
y media. Hacía media hora que Barbicane debía encontrarse
en el teatro de la lucha.
Allí estaba un viejo leñador haciendo
pedazos algunos árboles caídos. Maston corrió
hacia él gritando:
-¿Ha visto entrar en el bosque a un hombre
armado de rifle, a Barbicane, el presidente... mi mejor amigo?...
El digno secretario del Gun-Club pensaba
cándidamente que su presidente no podía dejar de ser
conocido de todo el mundo. Pero no pareció que el leñador
le comprendiese.
-Un cazador-dijo entonces Ardan.
-¿Un cazador?... sí, le he visto
-respondió el leñador.
-¿Hace mucho tiempo?
-Cosa de una hora.
-¡Hemos llegado tarde! -exclamó
Maston.
-¿Y ha oído algún tiro?
-preguntó Miguel.
-No.
-¿Ni uno solo?
-Ni uno solo. Me parece que el tal cazador no hace
negocio.
-¿Qué hacemos, Maston?
-Entrar en el bosque, aunque sea exponiéndonos
a un balazo no destinado a nosotros.
-¡Ah! -exclamó Maston con un acento
salido de veras del fondo de su corazón-. Preferiría diez
balas en mi cabeza a una sola en la de Barbicane.
-¡Adelante, pues! -respondió Ardan,
estrechando la mano de su compañero.
A los pocos segundos, los dos amigos desaparecieron en
el espeso bosque de cedros, sicomoros, tulíperos, hicacos,
pinos, encinas y mangos, que entrecruzaban sus ramas formando una
inextricable red y privaban a la vista de todo horizonte. Miguel Ardan
y Maston no se separaban uno de otro, cruzando silenciosamente las
altas hierbas, abriéndose camino por entre vigorosos bejucales,
interrogando con la mirada las matas y el ramaje perdidos en la
sombría espesura y esperando oír de un momento a otro el
mortífero estampido de los rifles. Imposible les hubiera sido
reconocer las huellas que marcasen el tránsito de Barbicane,
marchando como ciegos por senderos casi vírgenes y cubiertos de
broza, en que un indio hubiera seguido uno tras otro todos los pasos de
un enemigo.
Pasada una hora de investigaciones estériles y
ociosas, los dos compañeros se detuvieron. Su zozobra iba en
aumento.
-Necesariamente debe haber concluido todo -dijo
Maston, desalentado-. Un hombre como Barbicane no se vale de astucias
contra su enemigo, ni le tiende lazos, ni procura desorientarle.
¡Es demasiado franco, demasiado valiente! ¡Ha acometido,
pues, el peligro de frente, y sin duda tan lejos del leñador que
éste no ha oído la detonación del arma!
-¡Pero y nosotros! ¡Nosotros!
-respondió Miguel Ardan-. En el tiempo que ha transcurrido desde
que entramos en el bosque, algo habríamos oído.
-¿Y si hubiésemos llegado demasiado
tarde? -exclamó Maston con un acento de
desesperación.
Miguel Ardan no supo qué responder. Él y
Maston prosiguieron su interrumpida marcha. De cuando en cuando
gritaban con toda la fuerza de sus pulmones; ya llamaban a Barbicane,
ya a Nicholl; pero ninguno de los dos adversarios respondía a
sus voces. Alegres bandadas de pájaros, que se levantaban al
ruido de sus pasos y de sus palabras, desaparecían entre las
ramas, y algunos gansos azorados huían precipitadamente hasta
perderse en el fondo de las selva.
Una hora más se prolongaron aún las
pesquisas. Ya había sido explorada la mayor parte del bosque.
Nada revelaba la presencia de los combatientes. Motivos había
para dudar de las afirmaciones del leñador, y Ardan iba ya a
renunciar a un reconocimiento que le parecía inútil,
cuando de repente Maston se detuvo.
-¡Silencio! -dijo-. ¡Allí hay
alguien!
-¡Alguien! -repitió Miguel Ardan.
-¡Sí! ¡Un hombre! Parece
inmóvil. No tiene el rifle en las manos. ¿Qué
hace, pues?
-¿Pero le reconoces? -preguntó Miguel
Ardan cuya vista corta era para él un grande inconveniente en
aquellas circunstancias.
-¡Sí! ¡sí! ahora se vuelve
-respondió Maston.
-¿Y quién es...?
-El capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -respondió Miguel Ardan,
sintiendo oprimírsele el corazón.
-¡Nicholl desarmado! ¿Conque nada tiene
ya que temer de su adversario?
-Vamos hacia él -dijo Miguel Ardan- y sabremos
a qué atenernos.
Pero él y su compañero no habían
aún dado cincuenta pasos, cuando se detuvieron para examinar
más atentamente al capitán. ¡Habían
imaginado encontrar un hombre sediento de sangre y entregado
enteramente a su venganza! Al verle, quedaron atónitos.
Entre los tulíperos gigantescos había
tendida una red de malla estrecha, en cuyo centro, un pajarillo, con
las alas enredadas, forcejeaba lanzando lastimosos quejidos. El cazador
que había armado aquella inextricable artimaña, no era
humano; era una araña venenosa, indígena del país,
del tamaño de un huevo de paloma y provista de enormes patas. El
repugnante animal, en el momento de precipitarse contra su presa, se
vio a su vez amenazado de un enemigo temible, y retrocedió para
buscar asilo en las altas ramas de tulípero.
El capitán Nicholl, que, olvidando los peligros
que le amenazaban, había dejado el rifle en el suelo, se ocupaba
en libertar con la mayor delicadeza posible a la víctima cogida
en la red de la monstruosa araña. Cuando hubo concluido su
operación, devolvió la libertad al pajarillo, que
desapareció moviendo alegremente las alas.
Nicholl le veía enternecido huir por entre las
ramas, cuando oyó las siguientes palabras pronunciadas con voz
conmovida:
-¡Es usted un valiente y un hombre de bien a
carta cabal!
Se volvió. Miguel Ardan se hallaba en su
presencia, repitiendo en todos los tonos:
-¡Y un hombre generoso!
-¡Miguel Ardan! -exclamó el
capitán-. ¿Qué viene a hacer aquí,
caballero?
-Vengo, Nicholl, a darle un apretón de manos, y
a impedir que mate a Barbicane o que él lo mate a usted.
-¡Barbicane! ¡Dos horas hace que lo busco
y no le encuentro! ¿Dónde se oculta?
-Nicholl -dijo Miguel Ardan-, eso no es decoroso. Se
debe respetar siempre a un adversario. Tranquilícese, que si
Barbicáne vive, le encontraremos, tanto más cuanto que, a
no ser que se divierta como usted en socorrer pájaros oprimidos,
él también lo estará buscando. Pero Miguel Ardan
es quien le dice, cuando le hayamos encontrado, ya no habrá
duelo entre ustedes.
-Entre el presidente Barbicane y yo -respondió
gravemente Nicholl- hay una rivalidad tal que sólo la muer-te de
uno de los dos...
-No prosiga -repuso Miguel Ardan-, valientes como
ustedes, aun siendo enemigos, pueden estimarse. No se
batirán.
-¡Me batiré, caballero!
-¡No!
-Capitán -dijo entonces J. T. Maston con la
mayor sinceridad y ardiente fe-, soy el amigo del presidente, su
alter ego; si quiere matar a alguien de todos modos,
máteme a mí, y será exactamente lo mismo.
-Caballero -dijo Nicholl, apretando convulsivamente su
rifle-, esas chanzas...
-El amigo Maston no se chancea -respondió
Miguel Ardan-, y comprendo su resolución de hacerse matar por el
hombre que es su amigo predilecto. Pero ni él ni Barbicane
caerán heridos por las balas del capitán Nicholl, porque
tengo que hacer a los dos rivales una proposición tan seductora
que la aceptarán con entusiasmo.
-¿Qué proposición?
-preguntó Nicholl con visible incredulidad.
-Un poco de paciencia -respondió Ardan-, no
puedo dársela a conocer sino en presencia de Barbicane.
-Busquémosle, pues -exclamó el
capitán.
Inmediatameñte, los tres se pusieron en marcha.
El capitán, después de haber puesto el seguro al rifle
que llevaba amartillado, se lo echó a la espalda y avanzó
con paso reprimido, sin decir una palabra. Durante media hora, las
pesquisas siguieron siendo inútiles. Maston se sentía
preocupado por un siniestro presentimiento. Observaba con severidad a
Nicholl , preguntándose si habría el capitán
satisfecho su venganza, y si el desgraciado Barbicane, herido de un
balazo, yacía sin vida, ensangrentado en el fondo de un
matorral. Miguel Ardan había, al parecer, concebido la misma
sospecha, y los dos interrogaban con la vista al capitán
Nicholl, cuando Maston se detuvo de repente.
Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte
pasos de distancia el busto de un hombre apoyado en el tronco de una
caoba gigantesca.
-¡Él es! -dijo Maston.
Barbicane no se movía. Ardan abismó sus
miradas en los ojos del capitán, pero éste
permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos, gritando:
-¡Barbicane! ¡Barbicane!
No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó
hacia su amigo; pero en el momento de irle a coger del brazo, se
contuvo, lanzando un grito de sorpresa.
Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba
fórmulas y figuras geométricas en un cuaderno de notas,
teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle
desmontado.
Absorto en su ocupación, sin pensar en su
desafío ni en su venganza, el sabio nada había visto ni
oído. Pero cuando Miguel Ardan le dio la mano, se levantó
y le miró con asombro.
-¡Cómo! -exclamó-.
¡tú aquí! ¡Ya apareció aquello,amigo
mío! ¡Ya apareció aquello!
-¿Qué?
-¡Mi medio!
-¿Qué medio?
-¡El medio de anular el efecto de la
repercusión al arrancar el proyectil!
-¿De veras? -dijo Miguel, mirando al
capitán con el rabo del ojo.
-¡Sí, con agua! ¡Con agua
común, que amortiguará...! ¡Ah, Maston!
-exclamó Barbicane-. ¡Usted también!
-El mismo -respondió Miguel Ardan-. Y
permíteme presentarte al mismo tiempo al digno capitán
Nicholl.
-¡Nicholl! -exclamó Barbicane, que se
puso en pie al momento-. Perdón, capitán -dijo-,
había olvidado... estoy presto...
Miguel Ardan intervino sin dar a los dos enemigos
tiempo de interpelarse.
-¡Voto al chápiro! -dijo-. ¡Fortuna
ha sido que valientes como ustedes no se hayan encontrado antes! Ahora
tendríamos que llorar a uno u otro de los dos. Pero, ya gracias
a Dios, que ha intervenido, ya no hay nada que temer. Cuando se olvida
el odio para abismarse en problemas de mecánica o jugar una mala
pasada a las arañas, el tal odio no es peligroso para nadie.
Y Miguel Ardan contó al presidente la historia
del capitán.
-Ahora quisiera que me dijesen -prosiguió- si
dos hombres de tan buenos sentimientos como ustedes han nacido para
romperse la cabeza a balazos.
En aquella situación, fuese o no
ridícula, había algo tan inesperado, que Barbicane y
Nicholl no sabían qué actitud guardar uno respecto del
otro. Miguel Ardan lo comprendió, y resolvió precipitar
la reconciliación.
-Mis buenos amigos -dijo, dejando asomar a sus labios
su mejor sonrisa-, entre ustedes no ha habido nunca más que una
mala interpretación. No ha habido otra cosa. Pues bien, para
probar que todo entre ambos ha concluido, y puesto que son ustedes
hombres a quienes no duelen prendas y saben arriesgar su pellejo,
acepten francamente la proposición que voy a hacerles.
-Hable -dijo Nicholl.
-El amigo Barbicane cree que su proyectil irá
derecho a la Luna.
-Sí, lo creo -replicó el presidente.
-Y el amigo Nicholl está persuadido de que
volverá a caer a la Tierra.
-Estoy seguro -exclamó el capitán.
-Correcto -repuso Miguel Ardan-. No trato de ponerlos
de acuerdo, pero les digo muy buenamente: partan conmigo y lo
verán.
-¡Qué idea! -murmuró J. T. Maston,
asombrado.
Al oír aquella proposición tan
imprevista, los dos rivales se miraron recíprocamente y
siguieron observándose con atención. Barbicane aguardaba
la respuesta del capitán. Nicholl espiaba las palabras del
presidente.
-¿Qué responden? -dijo Miguel, con un
acento que obligaba-. ¡Ya que no hay que temer
repercusiones...!
-¡Aceptado! -exclamó Barbicane.
Pero, por pronto que pronunció la palabra,
Nicholl la acabó de pronunciar al mismo tiempo.
-¡Hurra! ¡Bravo! ¡Viva! ¡Hip,
hip! -exclamó Miguel Ardan, tendiendo la mano a los dos
adversarios-. Y ahora que el asunto está arreglado,
permítanme, amigos míos, tratarles a la francesa. Vamos a
almorzar.

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