De la Tierra a la Luna
Capítulo XIII Stone
Hill
Hecha ya la elección por los miembros del
Gun-Club, en detrimento de Texs, los americanos de la Unión, que
saben todos leer, se impusieron la obligación de estudiar la
geografía de Florida. Nunca jamás habían vendido
los libreros tantos ejemplares de Bartram's travel in
Florida, de Roman's natural history of East and West
Florida, de William's territory of Florida, de
Cleland on the culture of the Sugar Cane in East Florida. Fue
necesario tirar nuevas ediciones. Aquello era un delirio.
Barbicane tenía que hacer algo más que
leer; quería ver con sus propios ojos y marcar el sitio del
Columbiad. Sin pérdida de un instante puso a disposición
del observatorio de Cambridge los fondos necesarios para la
construcción de un telescopio, y entró en tratos con la
casa Breadwill y Compañía, de Albany, para la
fabricación del proyectil de aluminio. Enseguida partió
de Baltimore, acompañado de J. T. Maston, del mayor Elphiston y
del director de la fábrica de Goldspring.
Al día siguiente, los cuatro compañeros
de viaje llegaron a Nueva Orleáns, donde se embarcaron
inmediatamente en el Tampico, aviso de la marina federal que el
gobierno ponía a su disposición, y, calentadas las
calderas, las orillas de Luisiana desaparecieron luego de sus
vistas.
La travesía no fue larga. Dos días
después de partir el Tampico, que había ganado
cuatrocientas ochenta millas1, distinguió la costa floridense. Al
acercarse a ésta, Barbicane se halló en presencia de una
tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de
haber costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de
ostras y cangrejos, el Tampico entró en la bahía
del Espíritu Santo.
Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas:
la rada de Tampa y la rada de Hillisboro, por cuya boca penetró
el buque. Poco tiempo después, el fuerte Brooke descubrió
sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció
la ciudad de Tampa, negligentemente echada en el fondo de un
puertecillo natural formado por la desembocadura del río
Hillisboro.
Allí fondeó el Tampico el 22 de
octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros desembarcaron
inmediatamente.
Barbicane sintió palpitar con violencia su
corazón al pisar la tierra floridense; parecía tantearla
con el pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea
conocer. J. T. Maston escarbaba el suelo con su mano postiza.
-Señores -dijo entonces Barbicane-, no tenemos
tiempo que perder; y mañana mismo montaremos a caballo para
empezar a reconocer el país.
Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que
le salían al encuentro los tres mil habitantes de Tampa
Town. Bien merecía este honor el presidente del Gun-Club,
que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables
aclamaciones; pero él se sustrajo a la ovación, se
encerró en un cuarto de la fonda del Franklin y no quiso
recibir a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter
con el oficio de hombre célebre.
Al día siguiente, 23 de octubre, algunos
caballos de raza española, de poca alzada, pero de mucho vigor y
brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran cuatro,
sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane,
acompañado de sus tres camaradas, bajó y se
asombró de pronto, viéndose en medio de aquella
cabalgata. Notó que cada jinete llevaba una carabina en la
bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un joven floridense le
explicó inmediatamente la razón que había para
aquel aparato de fuerzas.
-Señor -dijo-, hay seminolas.
-¿Qué son seminolas?
-Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido
prudente escoltarlos.
-¡Bah! -dijo desdeñosamente J. T. Maston
montando a caballo.
-Siempre es bueno -respondió el floridense-
tomar precauciones.
-Señores -repuso Barbicane-, les agradezco su
atención; y partamos.
La cabalgata se puso en movimiento y
desapareció en una nube de polvo. Eran las cinco de la
mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro
señalaba ochenta y cuatro grados2, pero frescas brisas del mar moderaban la
temperatura excesiva.
Barbicane, al salir de Tampa Town, bajó
hacia el Sur y siguió la costa, ganando el
creek3 de Alifia. Este arroyo desagua en la
bahía de Hillisboro, doce millas debajo de Tampa Town.
Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el
este. Las olas de la bahía desaparecieron luego detrás de
un accidente del terreno, y únicamente se ofreció a su
vista la campiña.
La Florida se divide en dos partes: una, al norte,
más populosa, menos abandonada, tiene por capital a Tallahassee,
y posee uno de los principales arsenales marítimos de los
Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, aprisionada entre el
Atlántico y el golfo de México, que la estrechan con sus
aguas, no es más que una angosta península roída
por la corriente del Golfo, punta de tierra perdida en medio de un
pequeño archipiélago, doblándola incesantemente
los numerosos buques del canal de las Bahamas. Aquella punta es la
centinela avanzada del golfo de las grandes tempestades. Tiene aquel
estado una superficie de treinta y ocho millones treinta y tres mil
doscientos sesenta y siete acres4, entre los cuales había que escoger uno
situado más acá del paralelo 28 que conviniese a la
empresa, por lo que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la
configuración del terreno y su distribución
particular.
La Florida, descubierta por Juan Ponce de León
en 1512, el domingo de Ramos, debió a esta circunstancia el
nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida. No la
hacían en verdad muy digna de él sus costas áridas
y abrasadas. Pero a algunas millas de la playa, la naturaleza del
terreno se fue modificando poco a poco, y el país se
mostró acreedor a su denominación primitiva. Entrecortaba
el terreno una red de creeks, ríos, manantiales,
estanques y lagos, que le daban un aspecto parecido al que tienen
Holanda y Guyana; pero el campo se elevó sensiblemente y no
tardó en ostentar sus llanuras cultivadas, en que se daban
admirablemente todas las producciones vegetales del norte y del
mediodía. El sol de los trópicos y las aguas conservadas
por la arcilla del terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su
inmensa vega. Praderas de piñas, de hicacos, de tabaco, de
arroz, de algodón y de cañas de azúcar, que se
extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas con la
prodigalidad más espontánea.
Mucho satisfacía a Barbicane la
elevación progresiva del terreno, y cuando J. T. Maston le
interrogó acerca del particular:
-Amigo mío -le respondió-, tenemos el
mayor interés en fundir nuestro Columbiad en un terreno
alto.
-¿Para estar más cerca de la Luna?
-preguntó con sorna el secretario del Gun-Club.
-No -respondió Barbicane sonriéndose-.
¿Qué importan algunas toesas más o menos? Pero en
terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será
más fácil, no tendremos que luchar con las aguas, lo que
nos permitirá prescindir de todo sistema de tuberías
largas y penosas, cosa digna de consideración cuando se trata de
abrir un pozo de novecientos pies de profundidad.
-Tiene razón -dijo el ingeniero Murchison-,
debemos, en cuanto podamos, evitar los cursos de agua durante la
perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que
amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los
desviaremos. No se trata de un pozo artesiano5, estrecho y oscuro, en que la
terraja, el cubo, la sonda, en una palabra, todos los instrumentos del
perforador, trabajan a ciegas. No. Nosotros trabajaremos al aire libre,
a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el
auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.
-Sin embargo -respondió Barbicans-, si por la
elevación o naturaleza del terreno podemos evitar una lucha con
las aguas subterráneas, el trabajo será más
rápido y saldrá más acabado. Procuremos, pues,
abrir nuestra zanja en un terreno situado a algunos centenares de
toesas encima del nivel del mar.
-Tiene razón, señor Barbicane; y, si no
me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que nos
conviene.
-¡Ah! ya quisiera haber dado el primer azadonazo
-dijo el presidente.
-¡Y yo el último! -exclamó J. T.
Maston.
-Todo se andará, señores
-respondió el ingeniero-, y, créanme, la
compañía de Goldspring no tendrá que pagar
indemnización alguna por causa de retraso.
-¡Por Santa Bárbara! ¡Tiene
razón! -replicó J. T. Maston-. Cien dólares por
día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas
condiciones, es decir, durante dieciocho años y once
días, constituirían una suma de seiscientos cincuenta mil
dólares. ¿Saben eso?
-Ni tenemos necesidad de saberlo -respondió el
ingeniero.
Cerca de las diez de la mañana, la comitiva
había avanzado unas doce millas. A los campos fértiles
sucedió entonces la región de los bosques. Allí se
presentaban las esencias más variadas con una profusión
tropical. Aquellos bosques casi impenetrables, estaban formados de
granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos, albaricoqueros,
bananeros y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en
colores y perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles
magníficos, cantaban y volaban numerosísimas aves de
brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy
particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un
estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico
plumaje.
J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en
presencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su
espléndida belleza.
Pero el presidente Barbicane, poco sensible a tales
maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel país
tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser
hidróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba,
aunque en vano, señales de una aridez incontestable.
Se siguió avanzando y hubo que vadear varios
ríos, no sin algún peligró, porque estaban
infestados de caimanes que medían de quince a dieciocho pies de
largo. J. T. Maston los amenazó con su temible mano postiza,
pero sólo consiguió meter miedo a los pelícanos,
yaguazas y faetones, salvajes habitantes de aquellas costas, mientras
los grandes flamencos de color de rosa lo miraban como embobados.
Aquellos huéspedes de las regiones
húmedas desaparecieron a su vez, y árboles menos
corpulentos se desparramaron por bosques menos espesos. Algunos grupos
aislados se destacaron en medio de llanuras infinitas cruzadas por
rebaños de gansos azorados.
-¡Por fin llegamos! -exclamó Barbicane,
levantándose sobre los estribos-. ¡He aquí la
región de los pinos!
-Y la de los salvajes -respondió el mayor.
En efecto, algunos seminolas aparecían a lo
lejos, agitándose, revolviéndose, corriendo de un lado a
otro montados en rápidos caballos, blandiendo largas lanzas o
descargando fusiles de estampido sordo. Limitáronse a estas
demostraciones hostiles, sin inquietar a Barbicane y a sus
compañeros.
Éstos ocupaban entonces el centro de una
llanura pedregosa, vasto espacio descubierto de una extensión de
algunos acres que sumergía el sol en abrasadores rayos. Estaba
formada la llanura par una especie de dilatado entumecimiento del
terreno, que ofrecía, al parecer, a los miembros del Gun-Club
todas las condiciones que requería la colocación de su
Columbiad.
-¡Alto! -dijo Barbicane deteniéndose-.
¿Cómo se llama éste sitio?
-Stone Hill6 -respondió uno de los floridenses.
Barbicane, sin decir una palabra, se apeó,
sacó sus instrumentos y empezó a determinar la
posición del sitio con la mayor precisión. La escolta,
agolpada en torno suyo, lo examinaba silenciosa.
El sol pasaba en aquel momento por el meridiano.
Barbicane, después de algunas observaciones, apuntó
rápidamente su resultado y dijo:
-Este sitio está situado a trescientas toesas
sobre el nivel del mar, a los veintisiete grados siete minutos de
latitud norte y cinco grados siete minutos de longitud oeste; me parece
que, por su naturaleza árida y pedregosa, presenta todas las
condiciones que el experimento requiere; en esta llanura, pues,
levantaremos nuestros almacenes, nuestros talleres, nuestros hornos,
las chozas de los trabajadores y desde aquí, desde aquí
mismo -repitió, golpeando con el pie en el suelo-, desde
aquí, desde la cúspide de Stone Hill, nuestro proyectil
volará a los espacios del mundo solar.
1. Unas doscientas
leguas.
2. Del termómetro Fahrenheit. Son
veintiocho grados centígrados.
3. Arroyo.
4. Quince millones trescientas sesenta y
cinco mil cuatrocientas cuarenta hectáreas.
5. Diez años se invirtieron en
abrir el pozo de Grenelle, que tiene quinientos diecisiete metros de
profundidad.
6. Colina de piedras.
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