De la Tierra a la Luna
Capítulo VI Lo que no es
posible dudar y lo que no está permitido creer en los Estados
Unidos
La proposición de Barbicane había tenido
por resultado inmediato el poner sobre el tapete todos los hechos
astronómicos relativos al astro de la noche. Todos los
ciudadanos de la Unión se dieron a estudiarlo asiduamente.
Hubiérase dicho que la Luna aparecía por primera vez en
el horizonte y que nadie hasta entonces la había entrevisto en
el cielo. Se puso de moda, era el alma de todas las conversaciones, sin
menoscabo de su modestia, y tomó sin envanecerse un puesto de
preferencia entre las estrellas. Los periódicos
reprodujeron las anécdotas añejas en que el Sol de los
lobos figuraba como protagonista; recordaron las influencias que le
atribuía la ignorancia de las primeras edades; la cantaron en
todos los tonos, y poco les faltó para que citasen de ella
algunas frases ingeniosas. La América entera se sintió
acometida de selenomanía.
Las revistas científicas trataron más
especialmente las cuestiones que se referían a la empresa del
Gun-Club, y publicaron, comentándola y aprobándola sin
reserva, la carta del observatorio de Cambridge.
A nadie, ni aun al más lego de los yanquis, le
estaba permitido ignorar uno solo de los hechos relativos a su
satélite, ni respecto del particular se hubiera tampoco tolerado
que las viejas señoras de menos cacumen hubiesen admitido
supersticiosos errores. La ciencia llegaba a todas partes bajo todas
las formas imaginables; penetraba por los oídos, por los ojos,
por todos los sentidos; en una palabra, era imposible ser un asno... en
astronomía.
Hasta entonces la generalidad ignoraba cómo se
había podido calcular la distancia que separa la Luna de la
Tierra. Los sabios se aprovecharon de las circunstacias para
enseñar hasta a los más negados que la distancia se
obtenía midiendo el paralaje de la Luna. Y si la palabra
paralaje les dejaba a oscuras, decían que paralaje es el
ángulo formado por dos líneas rectas que parten a la Luna
desde cada una de las extremidades del radio terrestre. Y si alguien
dudaba de la perfección de este método, se le probaba
inmediatamente que esta distancia media no sólo era de
doscientos treinta y cuatro mil trescientas cuarenta y siete millas
(94,330 leguas), sino que los astrónomos no se equivocaban ni en
setenta millas (30 leguas).
A los que no estaban familiarizados con los
movimientos de la Luna, los periódicos les demostraban
diariamente que la Luna posee dos movimientos distintos, el primero
llamado de rotación alrededor de su eje, y el segundo llamado de
revolución alrededor de la Tierra, verificándose los dos
en igual período de tiempo, o sea en veintisiete días y
un tercio1.
El movimiento de rotación es el que crea el
día y la noche en la superficie de la Luna, pero no hay
más que un día, ni más que una noche por cada mes
lunar, durando cada uno trescientas cincuenta y cuatro horas y un
tercio. Afortunadamente para ella, el hemisferio que mira al globo
terrestre está alumbrado por éste con una intensidad
igual a la luz de catorce lunas. En cuanto al otro hemisferio, siempre
invisible, tiene, como es natural, trescientas cincuenta y cuatro horas
de una noche absoluta, algo atemperada por la pálida claridad
que cae de las estrellas. Este fenómeno se debe
únicamente a que los movimientos de rotación y
revolución se verifican en un período de tiempo
rigurosamente igual, fenómeno común, según Cassini
y Herschel, a los satélites de Júpiter y muy
probablemente a todos los otros.
Algún individuo muy aplicado, pero algo duro de
mollera, no comprendía fácilmente que si la Luna
presentaba invariablemente la misma faz a la Tierra durante su
revolución, fuese esto debido a que en el mismo período
de tiempo describía una vuelta alrededor de sí misma, a
esto se le decía:
"Vete a tu comedor, da una vuelta alrededor de la mesa mirando
siempre su centro, y cuando hayas concluido to paseo circular,
habrás dado una vuelta alrededor de ti mismo, pues que tu vista
habrá recorrido sucesivamente todos los puntos del comedor. Pues
bien: el comedor es el cielo, la mesa es la Tierra y tú eres la
Luna". Y el discípulo quedaba encantado de la
comparación.
Tenemos, pues, que la Luna presenta incesantemente el
mismo hemisferio a la Tierra, si bien, para ser más exactos,
debemos añadir que, a consecuencia de cierto balance o bamboleo
del norte al sur y del oeste al este llamado libración,
se deja ver un poco más de la mitad de su disco, o sea cincuenta
y siete centésimas partes de él aproximadamente.
Luego que los ignorantes -por lo que atañe al
movimiento de rotación de la Luna- supieron tanto como el
director del observatorio de Cambridge, se ocuparon de su movimiento de
revolución alrededor de la Tierra, y veinte revistas
científicas los instruyeron inmediatamente. Entonces supieron
que el firmamento, con su infinidad de estrellas, puede considerarse
como un vasto cuadrante por el que la Luna se pasea indicando la hora
verdadera a todos los habitantes de la Tierra. Supieron también
que en este movimiento el astro de la noche presenta sus diferentes
fases; que la Luna es llena cuando se halla en oposición con el
Sol, es decir, cuando los tres astros se hallan sobre la misma
línea, estando la Tierra en medio; que la Luna es nueva cuando
se halla en conjunción con el Sol, es decir, cuando se halla
entre la Tierra y él, y, por fin, que la Luna se halla en su
primero o su último cuarto cuando forma con el Sol y la Tierra
un ángulo recto del cual ocupa el vértice.
Algunos yanquis perspicaces deducían entonces
la consecuencia de que los eclipses no pueden reproducirse sino en las
épocas de conjunción o de oposición, y razonaban
perfectamente. En conjunción, la Luna puede eclipsar al Sol, al
paso que en oposición es la Tierra quien puede eclipsar a la
Luna, y si estos eclipses no sobrevienen dos veces al mes, se debe a
que el plano en que se mueve la Luna está inclinado sobre la
eclíptica, o en otros términos, sobre el plano en que se
mueve la Tierra.
Respecto a la altura que el astro de la noche puede
alcanzar en el horizonte, la carta del observatorio de Cambridge
había ya dicho cuanto podía apetecerse. Todos
sabían que la altura varía según la latitud del
lugar desde el cual se observa. Pero las únicas zonas del globo
en que la Luna pasa por el cenit, es decir, en que se coloca
diariamente encima de la cabeza de los que la contemplan, se hallan
necesariamente comprendidas entre el paralelo 28 y el ecuador. De
aquí la importancia suma de la recomendación de hacer el
experimento desde un punto cualquiera de esta parte del globo, a fin de
que el proyectil pudiera avanzar perpendicularmente y sustraerse
más pronto a la acción de la gravedad. Esta
condición era esencial para el buen resultado de la empresa, y
no dejaba de preocupar vivamente a la opinión
pública.
En cuanto a la línea que sigue la Luna en su
revolución alrededor de la Tierra, el observatorio de Cambridge
se había expresado tan claramente que los más ignorantes
comprendieron que es una línea curva entrante, una elipse y no
un círculo en que la Tierra ocupa uno de los focos. Estas
órbitas elípticas son comunes a todos los planetas y a
todos los satélites, y la mecánica racional prueba
rigurosamente que no puede ser otra cosa. Para todos fue evidente que
la Luna se halla lo más lejos posible de la Tierra estando en su
apogeo y lo más cerca en su perigeo.
He aquí, pues, lo que todo americano
sabía de grado o fuerza, y lo que nadie podía ignorar
decentemente. Pero si muy fácil fue divulgar rápidamente
estos principios, no lo fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos
miedos ilusorios.
Algunos individuos sostenían que la Luna era un
antiguo cometa que, recorriendo su órbita alrededor del Sol,
pasó junto a la Tierra y se detuvo en su círculo de
atracción. Así pretendían explicar los
astrónomos de salón el aspecto ceniciento de la Luna,
desgracia irreparable de que acusaban al astro radiante. Verdad es que
cuando se les hacía notar que los cometas tienen una
atmósfera y que la Luna carece de ella o poco menos, se
encogían de hombros sin saber qué responder.
Otros, pertenecientes al gremio de los meticulosos,
manifestaban respecto a la Luna cierto medio terrible. Habían
oído decir que, según las observaciones hechas en tiempo
de los califas, el movimiento de rotación de la Luna se
aceleraba hasta cierto punto, de lo que dedujeron, lógicamente
sin duda, que a una aceleración de movimiento debía
corresponder una disminución de distancia entre los dos astros,
y que prolongándose hasta lo infinito este doble efecto, la
Luna, al fin y al cabo, había de chocar con la Tierra. Debieron,
sin embargo, tranquilizarse y dejar de temer por la suerte de las
generaciones futuras cuando se les demostró que, según
los cálculos del ilustre matemático francés
Laplace, esta aceleración de movimiento estaba contenida dentro
de límites muy estrechos, y que no tardaría en suceder a
ella una disminución proporcional. El equilibrio del mundo solar
no podía, por consiguiente, alterarse en los siglos
venideros.
Quedaba en último término la clase
supersticiosa de los ignorantes, que no se contentan con ignorar, sino
que saben lo que no es, y respecto de la Luna sabían demasiado.
Algunos de ellos consideraban su disco como un bruñido espejo
por cuyo medio se podían ver desde distintos puntos de la Tierra
y comunicarse sus pensamientos. Otros pretendían que de las mil
lunas nuevas observadas, novecientas cincuenta habían acarreado
notables perturbaciones, tales como cataclismos, revoluciones,
terremotos, diluvios, pestes, etc., es decir, que creían en la
influencia misteriosa del astro de la noche sobre los destinos humanos.
La miraban como el verdadero contrapeso de la existencia;
creían que cada selenita correspondía a un habitante de
la Tierra, al cual estaba unido por un lazo simpático;
decían, con el doctor Mead, que el sistema vital le está
enteramente sometido, y sostenían con una convicción
profunda que los varones nacen principalmente durante la Luna nueva y
las hembras en el cuarto menguante, etcétera. Pero tuvieron, en
fin, que renunciar a tan groseros errores y reconocer la verdad, y si
bien la Luna, despojada de su supuesta influencia, perdió en el
concepto de ciertos cortesanos todos los poderes, si algunos le
volvieron la espalda, se declaró suya la inmensa mayoría.
En cuanto a los yanquis, no abrigaban más ambición que la
de tomar posesión de aquel nuevo continente de los aires para
enarbolar en la más erguida cresta de sus montañas el
poderoso pabellón, salpicado de estrellas, de los Estados Unidos
de América..

1. Es la
duración de la revolución sideral, es decir, el tiempo
que tarda la Luna en volver a una misma estrella.
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