De la Tierra a la Luna
Capítulo II Comunicado del
presidente Barbicane
El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud
compacta se apiñaba en los salones del Gun-Club, 21, Union
Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en Baltimore
habían acudido a la cita de su presidente.En cuanto a los socios
corresponsales, los trenes los desembarcaban a centenares en las
estaciones de la ciudad, sin que por mucha que fuese la capacidad del
salón de sesiones, cupiesen todos. Así es que aquel
concurso de sabios refluía en las salas próximas, en los
corredores y hasta en los vestiíbulos exteriores, donde se
condensaba un gentío inmenso, que deseaba con ansia conocer la
importante comunicación del presidente Barbicane. Los unos
empujaban a los otros, y mutuamente se atropellaban y aplastaban con
esa libertad de acción característica de los pueblos
educados en las ideas del self government1.
Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en
Baltimore no hubiera conseguido a fuerza de oro penetrar en el gran
salón, exclusivamente reservado a los miembros residentes o
corresponsales, sin que nadie más pudiera ocupar en él
puesto alguno, y así es que los notables de la ciudad, los
magistrados del consejo de los selectmen2 habían tenido que
mezclarse con la turba de sus admiradores para coger al vuelo las
noticias del interior.
La inmensa sala ofrecía a las miradas un
curioso espectáculo. Aquel vasto local estaba maravillosamente
adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de cañones
sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros,
sostenían la esbelta armazón de la bóveda,
verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado. Panoplias
de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas las armas de
fuego antiguas y modernas cubrían las paredes
entrelazándose de una manera pintoresca. La llama del gas
brotaba profusamente de un millar de revólveres dispuestos en
forma de lámparas, completando tan espléndido alumbrado
arañas de pistolas y candelabros formados de fusiles
artísticamente reunidos.
Los modelos de cañones, las muestras de bronce,
los blancos acribillados a balazos, las planchas destruidas por el
choque de las balas del Gun-Club, el surtido de baquetones y
escobillones, los rosarios de bombas, los collares de proyectiles, las
guirnaldas de granadas, en una palabra, todos los útiles del
artillero fascinaban por su asombrosa disposición y
hacían presumir que su verdadero destino era más
decorativo que mortífero.
En el puesto de preferencia, detrás de una
espléndida vidriera, se veía un pedazo de recámara
rota y torcida por el efecto de la pólvora, preciosa reliquia
del cañón de J. T. Maston.
El presidente, con dos secretarios a cada lado,
ocupaba en uno de los extremos del salón un ancho espacio
entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña
laboriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robustas formas de
un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de
noventa grados, y estaba suspendido de dos quicios que permitían
al presidente columpiarse como en los rocking chairs3, que tan cómoda es en
verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha
de hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de
exquisito gusto, hecho de una bala de cañón
admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba estrepitosamente
como un revólver. Durante las discusiones acaloradas, esta
campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de
aquella legión de artilleros sobreexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados
de modo que formaban eses como las circunvalaciones de una trinchera,
constituían una serie de parapetos del Gun-Club, y bien puede
decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras.
El presidente era bastante conocido para que nadie pudiese ignorar que
no hubiera molestado a sus colegas sin un motivo sumamente grave.
Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta
años, sereno, frío, austero, de un carácter
esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro,
de un temperamento a toda prueba, de una resolución
inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre resuelto
a trasladar del campo de la especulación al de la
práctica las más temerarias empresas, era el hombre por
excelencia de la Nueva Inglaterra, el nordista colonizador, el
descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los
Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del Sur,
de los antiguos caballeros de la madre patria. Barbicane, en una
palabra, era un yanqui completo.
Había hecho, comerciando con madera, una
fortuna considerable. Nombrado director de artillería durante la
guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en ideas, y
contribuyó poderosamente a los progresos del arma, dando a las
investigaciones experimentales un incomparable desarrollo.
Era un personaje de mediana estatura, que por una rara
excepción en el Gun-Club, tenía ilesos todos los
miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con
carbón y tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los
instintos de un hombre se le debe mirar de perfil, Barbicane, mirado
así, ofrecía los más seguros indicios de
energía, audacia y sangre fría.
En aquel momento permanecía inmóvil en
su sillón, mudo, meditabundo, con una mirada honda, medio tapada
la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que parece hecho
a propósito para los cráneos americanos.
A su alrededor, sus colegas conversaban
estrepitosamente sin distraerle. Se interrogaban, recorrían el
campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y procuraban,
aunque en vano, despejar la incógnita de su imperturbable
fisonomía.
Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran
salón, Barbicane, como impelido por un resorte; se
levantó de pronto; reinó un silencio general, y el
orador, con bastante énfasis, tomó la palabra en los
siguientes términos:
-Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya
desde que una paz infecunda condenó a los miembros del Gun-Club
a una ociosidad lamentable. Después de un período de
algunos años, tan lleno de incidentes, tuvimos que abandonar
nuestros trabajos y detenernos en la senda del progreso. Lo proclamo
sin miedo y en voz alta: toda guerra que nos obligase a empuñar
de nuevo las armas sería acogida con un entusiasmo
frenético.
-¡Sí, la guerra! -exclamó el
impetuoso J. T. Maston.
-¡Silencio! -gritaron por todos lados.
-Pero la guerra -dijo Barbicane- es imposible en las
actuales circunstancias, y, aunque otra cosa desee mi distinguido
colega, muchos años pasarán aún antes de que
nuestros cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues, preciso
tomar una resolución y buscar en otro orden de ideas un alimento
a la actividad que nos devora.
La asamblea redobló su atención,
comprendiendo que su presidente iba a abordar el punto delicado.
-Hace algunos meses, ilustres colegas
-prosiguió Barbicane-, que me pregunté si, sin separarnos
de nuestra especialidad, podríamos acometer alguna gran empresa
digna del siglo XIX, y si los progresos de la balística nos
permitirián salir airosos de nuestro empeño. Así,
pues, he buscado, trabajado, calculado, y como resultado de mis
estudios obtuve la convicción de que el éxito
coronará nuestros esfuerzos, encaminados a la realización
de un plan que en cualquier otro país sería imposible.
Este proyecto, prolijamente elaborado, va a ser el objeto de mi
comunicación. Es un proyecto, digno de ustedes, digno del pasado
del Gun-Club, y que meterá necesariamente mucho ruido en el
mundo.
-¿Mucho ruido? -preguntó un artillero
apasionado.
-Mucho ruido en la verdadera acepción de la
palabra -respondió Barbicane.
-¡No interrumpan! -repitieron muchas voces.
-Yo suplico a mis dignos colegas que me presten todos
su atención -dijo el presidente.
Un estremecimiento circuló por la asamblea.
Barbicane, sujetando con un movimiento rápido el sombrero en la
cabeza, continuó su discurso con voz tranquila.
-No hay ninguno entre ustedes, beneméritos
colegas, que no haya visto la Luna, o que, por to menos, no haya
oído hablar de ella. No os asombren si vengo aquí a
hablarles del astro de la noche. Acaso nos esté reservada la
gloria de ser los colonos de este mundo
desconocido.Compréndanme, apóyenme con todo el poder de
ustedes y los conduciré a su conquista, y su nombre se
unirá a los de los treinta y seis estados que forman este gran
país de la Unión.
-¡Viva la Luna! -exclamó el Gun-Club
confundiendo en una sola todas sus voces.
-Mucho se ha estudiado la Luna -repuso Barbicane-; su
masa, su densidad, su peso, su volumen, su constitución, su
movimiento, su distancia, y el papel que representa en el mundo solar
están perfectamente determinados; se han formado mapas
selenográficos4
con una perfección igual o tal vez superior a la de las cartas
terrestres; la fotografía ha obtenido pruebas de incomparable
belleza de nuestro satélite. En una palabra, se sabe de la Luna
todo lo que las ciencias matemáticas, la astronomía, la
geología, y la óptica pueden saber; pero hasta ahora no
se ha establecido comunicación directa con ella.
Un vivo movimiento de interés y de sorpresa
acogió esta frase del orador.
-Permítanme -prosiguió- recordarles, en
pocas palabras, de qué manera ciertas cabezas calientes,
embarcándose para viajes imaginarios, pretendieron haber
penetrado los secretos de nuestro satélite. En el siglo XVII, un
tal David Fabricius se vanaglorió de haber visto con sus propios
ojos habitantes en la Luna. En 1649, un francés llamado Jean
Baudoin, publicó el Viaje hecho al mundo de la Luna por
Domingo González, aventurero español. En una misma
época, Cyrano de Bergerac publicó la célebre
expedición que tanto éxito obtuvo en Francia. Más
adelante, otro francés (los franceses se ocupan mucho de la
Luna), llamado Fontenelle, escribió la Pluralidad de los
mundos, obra maestra en su tiempo, pero la ciencia, avanzando,
destruye hasta las obras maestras. Hacia 1835, un opúsculo
traducido del New York American nos dijo que sir John Herschell,
enviado al cabo de Buena Esperanza para ciertos estudios
astronómicos, consiguió, empleando al efecto un
telescopio perfeccionado por una iluminación interior, acercar
la Luna a una distancia de ochenta yardas5. Entonces percibió claramente
cavernas en que vivían hipopótamos, verdes
montañas con franjas de encaje de oro, carneros con cuernos de
marfil, corzos blancos y habitantes con alas membranosas como las del
murciélago. Aquel folleto, obra de un americano llamado
Locke6, alcanzó un
éxito prodigioso. Pero luego se reconoció que todo era
una superchería de la que fueron los franceses los primeros en
reírse.
-¡Reírse de un americano! -exclamó
J. T. Maston-. ¡He aquí un casus belli!
-Cálmese, mi digno amigo; los franceses, antes
de reírse de nuestro compatriota, cayeron en el lazo que
él les tendió haciéndoles comulgar con ruedas de
molino. Para terminar esta rápida historia,
añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam, ascendiendo
en un globo lleno de un gas extraído del ázoe, treinta y
siete veces más ligero que el hidrógeno, y alcanzó
la Luna después de un viaje aéreo de diecinueve
días. Aquel viaje, lo mismo que las precedentes tentativas, era
simplemente imaginario, y fue obra de un escritor popular de
América, de un ingenio extraño y contemplativo, de Edgard
Poe.
-¡Viva Edgard Poe! -exclamó la asamblea,
electrizada por las palabras de su presidente.
-Nada más digno -repuso Barbicane- de esas
tentativas que llamaré puramente literarias, de todo punto
insuficientes para establecer relaciones formales con el astro de la
noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres
prácticos trataron de ponerse en comunicación con
él, y así es que hace años, un geómetra
alemán propuso enviar una comisión de sabios a los
páramos de Siberia. Allí, en aquellas vastas llanuras, se
debían trazar inmensas figuras geométricas, dibujadas por
medio de reflectores luminosos, entre otras el cuadrado de la
hipotenusa, llamado vulgarmente en Francia el puente de los
asnos. "Todo ser inteligente - decía el
geómetra- debe comprender el destino científico de esta
figura. Los selenitas7, si existen, responderán con
una figura semejante, y una vez establecida la comunicación,
será fácil crear un alfabeto que permita conversar con
los habitantes de la Luna." Así hablaba el geómetra
alemán, pero no se ejecutó su proyecto, y hasta ahora no
existe lazo alguno directo entre la Tierra y su satélite. Pero
está reservado al genio práctico de los americanos
ponerse en relación con el mundo sideral. El medio de llegar a
tan importante resultado es sencillo, fácil, seguro, infalible,
y él va a ser el objeto de mi proposición.
Un gran runrún, una tempestad de exclamaciones
acogió estas palabras. No hubo entre los asistentes uno solo que
no se sintiera dominado, arrastrado, arrebatado por las palabras del
orador.
-¡Atención!... ¡Silencio!
-repetían por todos los ángulos del salón.
Calmada la agitación, Barbicane
prosiguió con una voz más grave su interrumpido
discurso.
-Ya sabén ustedes -dijo- cuántos
progresos ha hecho la balística de algunos años a esta
parte, y a qué grado de perfección habrían llegado
las armas de fuego, si la guerra hubiese continuado. No ignoran tampoco
que, de una manera general, la fuerza de resistencia de los
cañones y el poder expansivo de la pólvora son
ilimitados. Pues bien, partiendo de este principio, me he preguntado a
mí mismo si, por medio de un aparato suficiente, establecido en
condiciones determinadas de resistencia, sería posible enviar
una bala a la Luna.
A estas palabras, un grito de asombro se escapó
de mil pechos anhelantes, y hubo luego un momento de silencio, parecido
a la profunda calma que precede a las grandes tempestades. Y en efecto,
hubo tempestad, pero una tempestad de aplausos, de gritos, de clamores
que hizo temblar el salón de las sesiones. El presidente
quería hablar y no podía. No consiguió hacerse
oír hasta pasados diez minutos.
-Déjenme concluir -repuso tranquilamente-. He
examinado la cuestión bajo todos sus aspectos, la he abordado
resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que todo
proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas8 por segundo, y dirigido hacia
la Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues,
distinguidos colegas, el honor de proponerles que intentemos este
pequeño experimento.

1. Gobierno
personal.
2. Administradores de la ciudad elegidos
por la población.
3. Sillones o mecedoras, usados en los
Estados Unidos que permiten mecerse al que se sienta en alguno de
ellos.
4. Vocablo compuesto cuya raíz
griega significa Luna.
5. La yarda equivale a novecientas
catorce milésimas de metro, que es algo más que la
vara.
6. El folleto fue publicado en Francia
por el republicano Laviron que fu muerto en el sitio de Roma en
1849.
7. Habitantes de la Luna.
8. Once mil cincuenta y un metros por
segundo.
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