De la Tierra a la Luna
Capítulo XVIII El pasajero del
Atlanta
Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los
hilos telegráficos, hubiera llegado sencillamente por el correo,
cerrada y bajo un sobre, si los empleados de Francia, Irlanda,
Terranova y Estados Unidos de América no hubiesen debido conocer
necesariamente la confidencia telegráfica, Barbicane no
habría vacilado un solo instante. Hubiese callado por medida de
prudencia, y para no desprestigiar su obra. Aquel telegrama, sobre todo
procediendo de un francés, podía ser una burla.
¿Qué apariencia de verdad tenía la audacia de un
hombre capaz de concebir la idea de un viaje semejante? Y si en
realidad había un hombre resuelto a llevar a cabo tan singular
propósito, ¿no era un loco a quien se debía
encerrar en una casa de orates, y no en una bala de
cañón?
Pero el parte era conocido, porque los aparatos de
transmisión son por su naturaleza poco discretos, y la
proposición de Miguel Ardan circulaba ya por los diversos
Estados de la Unión. No tenía, pues, Barbicane ninguna
razón para guardar silencio acerca de ella, y por tanto
reunió a los individuos del Gun-Club, que se hallaban en
Tampa Town, y, sin dejarles entrever su pensamiento, sin
discutir el mayor o menor crédito que le merecía el
telegrama, leyó con sangre fría su lacónico
texto.
-¡Imposible!- ¡Es inverosímil! -
¡Pura broma! -¡Se están burlando de nosotros!
-¡Ridículo! -¡Absurdo!
Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las
frases que sirven para expresar la duda, la incredulidad, la
barbaridad, la locura con acompañamiento de los aspavientos y
gestos que se usan en semejantes circunstancias. Cada cual,
según su carácter, se sonreía, o reía, o se
encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T. Maston fue el
único que tomó la cosa por lo serio.
-¡Es una soberbia idea! -exclamó.
-Sí -le respondió el mayor-, pero si
alguna vez es permitido tener ideas semejantes, es con la
condición de no pensar siquiera en ponerlas en
práctica.
-¿Y por qué no? -replicó con
cierto desenfado el secretario del Gun-Club, aprestándose para
el combate que sus colegas rehuyeron.
Sin embargo, el nombre de Miguel Ardan corría
de boca en boca en la ciudad de Tampa. Extranjeros e indígenas
se miraban, se interrogaban y se burlaban, no del europeo, que era en
su concepto un mito, un ser quimérico, sino de J. T. Maston, que
había podido creer en la existencia de aquel personaje fabuloso.
Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna, la empresa
pareció a todos natural y practicable, y no vieron en ella
más que una simple cuestión de balística. Pero que
un ser racional quisiera tomar asiento en el proyectil e intentar aquel
viaje inverosímil, era una proposición tan sin pies ni
cabeza que no podía dejar de parecer una chanza, una farsa, y
valiéndonos de un vocablo del cual los franceses en su lenguaje
familiar tienen la traducción exacta, un
humbug1.
Las burlas duraron sin interrupción hasta la
noche, y se puede asegurar que toda la Unión prorrumpió
en una sola carcajada, lo que es poco común en un país en
que las empresas imposibles encuentran fácilmente panegiristas,
adeptos y partidarios.
Con todo, la proposición de Miguel Ardan, como
todas las ideas nuevas, no dejaba de preocupar a más de cuatro,
por lo mismo que se apartaba de la corriente de las emociones
acostumbradas. "He aquí -decían- una cosa que no se
le había ocurrido a nadie." Aquel incidente fue luego una
obsesión por su misma extrañeza. Daba en qué
pensar. ¡Cuántas cosas negadas la víspera han sido
una realidad al día siguiente! ¿Por qué un viaje a
la Luna no se ha de realizar un día u otro? Pero siempre
tendremos que el primero que se quiera arriesgar debe ser un loco de
atar, y decididamente, puesto que su proyecto no puede tomarse por lo
serio, hubiera hecho bien en callarse en lugar de poner en
fermentación a una población entera con sus
ridículas salidas de tono.
Pero, ¿aquel personaje existía
realmente? He aquí la primera cuestión. El nombre de
Miguel Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un
europeo muchas veces citado por sus atrevidas empresas. Además,
aquel telegrama que había atravesado las profundidades del
Atlántico, la designación del buque en que el
francés decía haber tomado pasaje, la fecha fija de su
llegada próxima, eran circunstancias que daban a la
proposición ciertos visos de verosimilitud. La empresa
requería, sin duda, un valor inaudito. Pronto los individuos
aislados se agruparon: los grupos se condensaron bajo la acción
de la curiosidad como en virtud de la atracción molecular se
condensan los átomos, y al cabo se formó una multitud
compacta que se dirigió a la habitación del presidente
Barbicane.
Éste, desde la llegada del parte, no
había manifestado acerca de él, opinión alguna,
había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin aprobar ni
desaprobar; se mantenía expectante, y se proponía
aguardar los acontecimientos; pero no contaba con la impaciencia
pública, y vio con muy poca satisfacción a los habitantes
de Tampa reunirse bajo sus ventanas. Los murmullos, los gritos y las
vociferaciones le obligaron a presentarse. Tenía todos los
deberes, y por consiguiente, todas las desazones de la celebridad.
Se presentó, y la multitud guardó
silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y dirigió a
Barbicane la siguiente pregunta:
-¿El personaje designado en el parte bajo el
nombre de Miguel Ardan se ha puesto en marcha para América?
¿Sí o no?
-Señores -respondió Barbicane-, no
sé más que lo que saben ustedes.
-Pues es preciso saberlo -gritaron algunos con
impaciencia.
-El tiempo nos lo dirá -respondió con
sequedad el presidente.
-No reconocemos en el tiempo ningún derecho
para mantener en un estado de ansiedad penosa a un pueblo entero
-replicó el orador-. ¿Se han modificado los planos del
proyectil en conformidad con lo que dice el telégrama?
-Todavía no, señores, pero tienen
razón; es preciso saber a qué atenernos, y el
telégrafo, que ha causado toda esta conmoción,
completará nuestros informes.
-¡Al telégrafo! ¡Al
telégrafo! -exclamó la muchedumbre.
Barbicane bajó, y, seguido del inmenso
gentío, se dirigió a las oficinas de la
administración.
Pocos minutos después se envió al
síndico de los corredores marítimos de Liverpool un parte
en el que le hacían las siguientes preguntas:
"¿Qué buque es el Atlanta?
¿Cuándo salió de Europa? ¿Llevaba a bordo a
un francés llamado Miguel Ardan?"
Dos horas después Barbicane recibía
informes de una precisión tal que no permitían ninguna
duda.
"El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a
la mar el 2 de octubre con rumbo a Tampa Town, llevando a bordo
a un francés que con el nombre de Miguel Ardan consta en la
lista de los pasajeros."
Al ver esta confirmación del primer parte, los
ojos del presidente brillaron con una llama súbita, se cerraron
sus puños y con violencia se le oyó murmurar:
-¡Es, pues, cierto! ¡es, pues, posible!
¡este francés existe! ¡y estará aquí
dentro de quince días! Pero es un loco, y nunca
consentiré...
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a
la casa Breadwill y Compañía para que suspendiesen hasta
nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se
apoderó de la América toda, el efecto que produjo la
comunicación de Barbicane, lo que dijeron los periódicos
de la Unión, el asombro que les causó la noticia y el
entusiasmo con que la acogieron y con que cantaron la llegada de aquel
héroe del antiguo continente; pintar la agitación febril
de cada individuo, contando las horas, contando los minutos, contando
los segundos; dar una idea, aunque débil, de aquella
obsesión fatigosa de todos los cerebros subordinados a un solo
pensamiento; manifestar las ocupaciones cediendo a una sola
preocupación, los trabajos detenidos, el comercio suspensdido,
los buques próximos a zarpar permaneciendo anclados en el puerto
para presenciar la llegada del Atlanta; los trenes llegando
llenos y volviendo vacíos, la bahía del Espíritu
Santo, incesantemente surcada por vapores, packets boats, yates
de placer, fly boats de todas las dimensiones; enumerar los
millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días la
población de Tampa Town y tuvieron que acampar bajo tiendas como
un ejército en campaña, sería una
pretensión temeraria superior a todas las fuerzas de los
hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los
vigías del canal de las Bahamas distinguieron una densa humareda
en el horizonte. Dos horas después, un vapor de alto bordo era
por ellos reconocido, y el nombre de Atlanta fue transmitido a
Tampa Town. A las cuatro, el buque inglés entraba en la
bahía del Espíritu Santo. A las cinco, cruzaba a todo
vapor la rada de Hillisboro. A las seis fondeaba en el puerto de
Tampa.
El áncora no había aún mordido el
fondo de la arena, cuando quinientas embarcaciones rodeaban el
Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El primero que
pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz cuya
conmoción quería en vano reprimir.
-¿Miguel Ardan?
-¡Presente! -respondió un individuo
encaramado a la toldilla.
Barbicane, con los brazos cruzados, con la vista
investigadora, con la boca muda, miró fijamente al pasajero del
Atlanta.
Era éste un hombre de cuarenta y dos
años, alto, pero algo cargado de espaldas, como esas
cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza
enérgica, verdadera cabeza de león, sacudía de
cuando en cuando una cabellera roja que parecía realmente una
guedeja. Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con unos bigotes
erizados como los de un gato y mechones de pelos amarillentos que
salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los que partía una
mirada miope y como extraviada, completaban aquella fisonomía
eminentemente felina. Pero la nariz era de un dibujo atrevido, la boca
perfecta, la frente alta, inteligente, y surcada como un campo que no
ha estado nunca inculto. Un cuerpo bien desarrollado, descansando sobre
unas largas piernas, brazos musculosos, que eran poderosas y bien
apoyadas palancas, un continente resuelto, hacían de aquel
europeo un buen mozo sólidamente constituido, que más
parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de
las expresiones del arte metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet
hubieran, sin dificultad, encontrado en el cráneo y en la
fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la
combatividad, es decir, el valor en el peligro y la tendencia a
sobrepujar los obstáculos; los de la benevolencia y los de apego
a lo maravilloso, instinto que induce a ciertos temperamentos a
apasionarse por las cosas sobrehumanas; pero, en cambio, la
disposición para la adquisibilidad, la necesidad de poseer y
adquirir, faltaban absolutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero
del Atlanta, es oportuno decir que sus vestidos eran holgados,
que no oponían el menor obstáculo al juego de sus
articulaciones, siendo su pantalón y su gabán tan
sumamente anchos que él mismo se llamaba la muerte con
capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de camisa
muy escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un toro. Sus manos
febriles arrancaban de dos mangas de camisa que estaban siempre
desabrochadas. Bien se conocía que aquel hombre no sentía
nunca frío, ni en medio del invierno, ni en medio de los
peligros.
Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio
de la multitud que apenas le dejaba espacio para moverse, sin poderse
estar quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus
anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a
todo el mundo, y se mordía las uñas con una avidez
convulsiva. Era uno de esos originales que la naturaleza inventa por
capricho pasajero, pero cuyo molde rompe enseguida.
En efecto, la personalidad moral de Miguel Ardan
ofrecía un campo muy dilatado a la investigación de los
observadores analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en
una perpetua disposición a la hipérbole y no había
traspasado aún la edad de los superlativos. En la retina de sus
ojos se juntaban los objetos con dimensiones desmedidas, de lo que
resultaba una asociación de ideas gigantescas. Todo lo
veía abultadísimo y en grande, a excepción de las
dificultades y los hombres, que los veía siempre
pequeños.
Estaba dotado de una naturaleza poderosa, exorbitante,
superabundante; era artista por instinto, muy ingenioso, muy decidor,
pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de chistes, el
chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada. En las
discusiones se cuidaba muy poco de la lógica; rebelde al
silogismo, no lo hubiera nunca inventado, y todas sus salidas eran
suyas y no más que suyas. Atropellando por todo y para todo,
apuntaba en medio del pecho argumentos ad hominem certeros y
seguros, y le gustaba defender con el pico y con las zarpas las causas
desesperadas.
Tenía, entre otras manías, la de
proclamarse, como Shakespeare, un ignorante sublime y
hacía alarde de despreciar a los sabios. "Los sabios
-decía- no hacen más que apuntar los tantos mientras
nosotros jugamos." Era un bohemio del mundo de las maravillas, que
se aventuraba mucho sin ser por eso aventurero, una cabeza
destornillada, un Faetón que se empeña en guiar el carro
del Sol, un ícaro con alas de reserva. Por lo demás,
pagaba con su persona, y pagaba bien, se arrojaba, sin cerrar los ojos
a las más peligrosas empresas, quemaba sus naves con más
decisión que Agatocles; siempre dispuesto a romperse el alma o
desnucarse, caía invariablemente de pie, como esos monigotes de
médula de saúco con plomo en la base que sirven de
diversión a los niños.
En una palabra, su divisa era: A pesar de todo,
y el amor a lo imposible, constituían su ruling
passion2,
según la feliz expresión de Pope.
Pero aquel hombre emprendedor tenía como
ningún otro los defectos de sus cualidades. Se dice que quien
nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y lo arriesgaba
siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides.
Perfectamente desinteresado, hacía tantas buenas obras como
calaveradas; caritativo, cabelleresco y generoso, no hubiera firmado la
sentencia de muerte de su más cruel enemigo, y era muy capaz de
venderse como esclavo para rescatar a un negro.
En Francia, en la Europa entera, todo el mundo
conocía a un personaje tan brillante y que tanto ruido
metía. ¿No hablaban acaso de él incesantemente las
cien trompas de la fama, puestas todas a su servicio? ¿No
vivía en una casa de vidrio, tomando el universo entero por
confidente de sus más íntimos secretos? No obstante eso,
no le faltaba una buena colección de enemigos entre los
individuos a quienes había rozado, herido o atropellado
más o menos al abrirse paso con los codos entre la
muchedumbre.
Pero generalmènte se le quería bien, y
hasta se le mimaba como a un niño. Era, según la
expresión popular, "«un hombre a quien era preciso
tomar o dejar", y se le tomaba. Todos se interesaban por él
en sus atrevidas empresas y le seguían con la mirada inquieta.
¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando algún amigo
quería detenerle prediciéndole una.catástrofe
próxima , respondía, sonriéndole amablemente:
"El bosque no es quemado sino por sus propios
árboles." Y no sabía, al dar esta respuesta, que
citaba el más bello de todos los proverbios árabes.
Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre
agitado, siempre hirviendo al calor de un fuego interior, siempre
conmovido, y no por lo que pretendía hacer en América, en
lo cual ni siquiera pensaba, sino por efecto de su organización
calenturienta. Era seguramente un contraste, el más singular, el
que ofrecían el francés Miguel Ardan y el yanqui
Barbicane, no obstante ser los dos emprendedores, atrevidos, audaces,
cada cual a su manera.
La contemplación a que se abandonaba el
presidente del Gun-Club en presencia de aquel rival que acababa de
relegarle a un segundo término, fue muy pronto interrumpida por
los hurras y vítores de la muchedumbre. Tan frenéticos
fueron los gritos, y formas tan personales tomó el entusiasmo,
que Miguel Ardan, después de haber apretado millares de manos,
en que estuvo expuesto a dejar sus dedos, tuvo que buscar un refugio en
el fondo de su camarote.
Barbicane le siguió sin haber pronunciado una
palabra.
-¿Es usted Barbicane? -le preguntó
Miguel Ardan, cuando estuvieron solos los dos, con un tono como si
hubiese hablado a un amigo de veinte años.
-Sí -respondió el presidente del
Gun-Club.
-Pues bien, le saludo, Barbicane. ¿Cómo
está? ¿Muy bien? ¡Me alegro! ¡Me alegro!
-Conque -dijo Barbicane entrando en materia, sin
preámbulos-. ¿está decidido a partir?
-Absolutamente decidido.
-¿Nada lo detendrá?
-Nada. ¿Han modificado el proyectil como les
indicaba en mi parte?
-Aguardaba su llegada. Pero -preguntó Barbicane
con insistencia- ¿lo ha reflexionado bien?
-¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que
perder? Se me presenta la ocasión de ir a dar una vuelta por la
Luna, y la aprovecho, he aquí todo. No creo que la cosa merezca
tantas reflexiones.
Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que
hablaba de su proyecto de viaje con una ligereza y un desdén tan
completos y sin la más mínima inquietud ni zozobra.
-Pero, al menos -le dijo-, tendrá un plan,
tendrá medios de ejecución.
-Excelentes, amigo Barbicane. Pero permítame
hacerle una observación; me gusta contar mi historia solo una
vez a todo el mundo, y luego no cuidarme más de ella. Así
se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo mejor parecer,
convoque a sus amigos, a sus colegas, a la ciudad entera, a toda la
Florida, a todos los americanos, si quiere, y mañana
estaré dispuesto a desenvolver mis medios y a responder a todas
las objeciones, cualesquiera que sean. Tranquilícese, los
aguardaré a pie firme. ¿Le parece bien?
-Muy bien -respondió Barbicane.
Y salió del camarote para participar a la
multitud la proposición de Miguel Ardan. Sus palabras fueron
acogidas con saltos y gritos de alegría, porque la
proposición allanaba todas las dificultades. Al día
siguiente, todos podrían contemplar a su gusto al héroe
europeo. Sin embargo, algunos de los más obstinados espectadores
no quisieron dejar la cubierta del Atlanta, y pasaron la noche a
bordo. J. T. Maston, entre otros, había clavado su mano postiza
en un ángulo de la toldilla, y se hubiera necesitado un
cabrestante para arrancarlo de su sitio.
-¡Es un héroe! ¡un héroe!
-exclamaba en todos los tonos-. ¡y comparados con ese europeo,
nosotros no somos más que unos maricas!
En cuanto al presidente, después de suplicar a
los espectadores que se retiraran, entró en el camarote del
pasajero y no se separó de él hasta que la campana del
vapor señaló la hora del relevo de la guardia de
medianoche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se
apretaron muy amistosamente la mano, y ya Miguel Ardan tuteaba al
presidente Barbicane.

1.
Misitificación.
2. Su pasión dominante.
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