De la Tierra a la Luna
Capítulo XXVII Tiempo
nublado
En el momento de elevarse al cielo a una prodigiosa
altura, la candente luz, la llama dilatada iluminó la Florida
entera, y hubo un momento de incalculable brevedad en que el día
sustituyó a la noche en una considerable extensión de
territorio. El inmenso penacho de fuego se percibió desde cien
millas en el mar, lo mismo en el golfo que en el Atlántico, y
más de un capitán anotó en su diario de a bordo la
aparición de aquel gigantesco meteoro.
La detonación del Columbiad fue
acompañada de un verdadero terremoto. La Florida sintió
el sacudimiento hasta el fondo de sus entrañas. Los gases de la
pólvora, dilatados por el calor, rechazaron con incomparable
violencia las capas atmosféricas, y aquel huracán
artificial, cien veces más rápido que el huracán
de las tormentas, cruzó el aire como una tromba.
Ni un solo espectador quedó en pie. Hombres,
mujeres, niños, todos fueron derribados como espigas sacudidas
por el viento de la tempestad; hubo un tumulto formidable; muchas
personas al caer se hirieron gravemente; y J. T. Maston, que
imprudentemente se colocó demasiado cerca de la pieza, fue
arrojado a veinte toesas y pasó como una bala por encima de la
cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil personas quedaron
momentáneamente sordas y como heridas de estupor.
La corriente atmosférica, después de
haber derribado barracas, hundido chozas, desarraigado árboles
en un radio de veinte millas, arrojado los trenes del railway,
hasta Tampa, cayó sobre esta ciudad como un alud, y
destruyó un centenar de edificios, entre otros la iglesia de
Saint Mary y el nuevo palacio de la Bolsa, que se agrietó en
toda su longitud. Algunos buques del puerto, chocando unos contra
otros, se fueron a pique y diez embarcaciones, ancladas en la rada, se
estrellaron en la costa, después de haber roto sus cadenas como
hebras de algodón.
Pero el círculo de las devastaciones se
extendió más lejos aún, y más allá
de los límites de los Estados Unidos. El efecto de la
repercusión, ayudada por los vientos del Oeste, se dejó
sentir en el Atlántico a más de trescientas millas de las
playas americanas. Una tempestad ficticia, una tempestad inesperada,
que no había podido prever el almirante Fitz Roy, puso en
dispersión su escuadra; y muchos buques, envueltos en espantosos
torbellinos que no les dieron tiempo de cargar ni rizar una sola vela,
zozobraron en un instante, entre ellos el Childe Harold, de
Liverpool, lamentable catástrofe que fue objeto de las
más vivas reclamaciones de la prensa de la Gran
Bretaña.
En fin, y para decirlo todo, si bien el hecho no tiene
más garantía que la afirmación de algunos
indígenas, media hora después de la partida del
proyectil, algunos habitantes de Gambia y de Sierra Leona pretendieron
haber percibido una conmoción sorda, última
vibración de las ondas sonoras que, después de haber
atravesado el Atlántico, iba a morir en las costas
africanas.
Pero volvamos a Florida. Pasado el primer instante del
tumulto, los heridos, los sordos, todos los que componían la
multitud, salieron de su asombro y lanzaron gritos frenéticos,
vitoreando a Ardan, a Barbicane y a Nicholl. Millones de hombres,
armados de telescopios y anteojos de larga vista, interrogaban el
espacio, olvidando las contusiones para no pensar mas que en el
proyectil. Pero lo buscaban en vano. No se le podía ya
distinguir, y era preciso resignarse a aguardar que llegaran los
telegramas de Long's Peak. El director del observatorio de
Cambridge ocupaba su puesto en las Montañas Rocosas, siendo
él, astrónomo hábil y perseverante, a quien se
habían confiado las observaciones.
Pero un fenómeno imprevisto, aunque
fácil de prever, y contra el cual nada podían los
hombres, sometió la impaciencia pública a una ruda
prueba.
El tiempo, hasta entonces tan sereno, se echó a
perder de pronto; el cielo se cubrió de oscuras nubes.
¿Podía suceder otra cosa, después de la
revolución terrible que experimentaron las capas
atmosféricas y de la dispersión de la cantidad enorme de
vapores procedentes de la deflagración de cuatrocientas mil
libras de piróxilo? Todo el orden natural se había
perturbado, lo que no puede asombrar a los que saben que con frecuencia
en los combates navales se ha visto modificarse de pronto el estado
atmosférico por las descargas de la artillería.
El Sol, al día siguiente, se levantó en
un horizonte cargado de espesas nubes, que formaban entre el cielo y la
tierra una pesada e impenetrable cortina que se extendió
desgraciadamente hasta las regiones de las Montañas Rocosas. Fue
una fatalidad. De todas partes del globo se elevó un concierto
de reclamación. Pero la naturaleza no hizo de ellas
ningún caso, y justo era, ya que los hombres habían
turbado la atmósfera con su cañonazo, que sufriesen las
consecuencias.
Durante el primer día, no hubo quien no tratase
de penetrar el velo opaco de las nubes, pero todos perdieron el tiempo
miserablemente. Además, todos miraban incorrectamente hacia el
cielo, pues, a consecuencia del movimiento diurno del globo, el
proyectil debía necesariamente pasar entonces por la
línea de los antípodas.
Como quiera que sea, cuando la Tierra quedó
envuelta en las tinieblas de una noche impenetrable y profunda, fue
imposible percibir la Luna levantada en el horizonte, como si
expresamente la casta Diana se ocultase a las miradas de los temerarios
o profanos que habían hecho fuego contra ella. No hubo
observación posible, y los partes de Long's Peak confirmaron
este funesto contratiempo.
Sin embargo, si el resultado del experimento fue el
que se esperaba, los viajeros que partieron el primero de diciembre a
las diez horas, cuarenta y seis minutos y cuarenta segundos de la
noche, debían llegar el cuatro a medianoche. Hasta ese
día era, pues, preciso tomar paciencia sin alborotar demasiado,
haciéndose todos cargo de que era muy difícil, no siendo
en condiciones muy favorables, observar un cuerpo tan pequeño
como la granada.
El 4 de diciembre, desde las ocho de la tarde hasta
medianoche, hubiera sido posible seguir el curso del proyectil, el cual
habría parecido como un punto negro en el plateado disco de la
Luna. Pero el tiempo permaneció inexorablemente encapotado, lo
que llevó al último extremo la exasperación
pública. Se injurió a la Luna porque no se presentaba.
¡Volubilidad humana!
J. T. Maston, desesperado, marchó a Long's
Peak. Quería observar por sí mismo, no cabiéndole
la menor duda de que sus amigos habían llegado al término
de su viaje. Por otra parte, no se había oído decir que
el proyectil hubiese caído en un punto cualquiera de islas o
continentes terrestres, y J. T. Maston no admitía ni un solo
instante la posibilidad de una caída en los océanos que
cubren las tres cuartas partes del globo.
El 5 siguió el mismo tiempo. Los grandes
telescopios del Viejo Mundo, de Herschel, de Rosse, de Foucault,
estaban invariablemente enfocados hacia el astro de la noche, porque en
Europa el tiempo era precisamente magnífico; pero la debilidad
relativa de dichos instrumentos invalidaba todas las observaciones.
No hizo el 6 mejor tiempo. La impaciencia atormentaba
las tres cuartas partes del globo. Hasta hubo quienes propusieron los
medios más insensatos para disipar las nubes acumuladas en el
aire.
El día 7 el cielo se modificó algo. Hubo
alguna esperanza, pero ésta duró poco, pues por la noche
espesas nubes pusieron la bóveda estrellada a cubierto de todas
las miradas.
La situación se agrava. El 11, a las nueve y
once minutos de la mañana, la Luna debía entrar en su
último cuarto, y luego ir declinando, de manera que
después, aunque el tiempo se despejase, la observación
sería poco menos que infructuosa. La Luna entonces no
mostraría más que una porción siempre decreciente
de su disco hasta hacerse Luna nueva, es decir, que se pondría y
saldría con el Sol, cuyos rayos la volverían
absolutamente invisible. Sería, por consiguiente, preciso
aguardar hasta el 3 de enero, a las doce horas y cuarenta y cuatro
minutos del día para volverla a encontrar llena y empezar de
nuevo las observaciones.
Los periódicos publicaban estas reflexiones con
mil comentarios, y aconsejaban al público que se armase de
paciencia.
El 8, nada. El 9, reapareció el Sol un
instante, como para burlarse de los americanos. Éstos le
recibieron con una estrepitosa silba, y él, herido sin duda en
su amor propio por una acogida semejante, se mostró muy avaro de
sus rayos.
El 10, ninguna variación notable. Poco le
faltó para que J. T. Maston perdiese la chaveta, inspirando
serios temores al cerebro del digno veterano, tan bien conservado hasta
entonces bajo su cráneo de gutapercha.
Pero el 11 se desencadenó en la
atmósfera una de esas espantosas tempestades de las regiones
intertropicales. Fuertes vientos del este barrieron las nubes tan
tenazmente acumuladas, y por la noche el disco del astro de la noche, a
la sazón rojizo, pasó majestuosamente en medio de las
límpidas constelaciones del cielo.

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