De la Tierra a la Luna
Capítulo XIX Un
mitin
Al día siguiente, el astro diurno se
levantó mucho más tarde de lo que deseaba la impaciencia
pública. Un Sol destinado a alumbrar semejante fiesta no
debía ser tan perezoso. Barbicane, temiendo por Miguel Ardan las
preguntas indiscretas, hubiera querido reducir el auditorio a un
número pequeño de adeptos, a sus colegas, por ejemplo.
Pero más fácil le hubiera sido contrarestar el
Niágara con un dique. Tuvo, pues, que renunciar a sus proyectos
y dejar correr a su nuevo amigo los peligros de una conferencia
pública.
El nuevo salón de la Bolsa de Tampa
Town, no obstante sus colosales dimensiones, fue considerado
insuficiente para la ceremonia, porque la reunión proyectada
tomaba todas las proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada
fuera de la ciudad. Pocas horas bastaron para ponerlo a cubierto de los
rayos del Sol. Los buques del puerto, que tenían de sobra velas,
jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios
necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un
inmenso techo de lona se extendió muy pronto sobre la calcinada
pradera y la defendió de los ardores del día. Trescientas
mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante
algunas horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del
francés. Una tercera parte de aquellos espectadores podía
ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía
nada, y la otra restante ni oía ni veía, to que, sin
embargo, no impidió que fuese la más pródiga en
aplausos.
A las tres apareció Miguel Ardan,
acompañado de los principales miembros del Gun-Club. Daba el
brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T. Maston,
más radiante que el Sol del mediodía y casi tan rutilante
como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba
sus miradas por un océano de sombreros negros. No parecía
turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba allí como en
su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso
saludo a los hurras con que le acogieron; reclamó silencio con
un ademán; tomó la palabra en inglés, y se
expresó muy correctamente en los siguientes términos:
-Señores -dijo-, a pesar del calor que hace
aquí dentro, voy a abusar del tiempo de ustedes para dar algunas
explicaciones acerca de proyectos que parece que les interesan. Yo no
soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en
público; pero mi amigo Barbicane me ha dicho que les
gustaría oírme, y cedo a sus súplicas.
Óiganme, pues, con sus seiscientos mil oídos, y perdonen
las muchas faltas del autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó
mucho a los concurrentes, y lo demostraron con un inmenso murmullo de
satisfacción.
-Señores -dijo-, pueden aprobar o desaprobar,
según mejor les parezca, y empiezo. En primer lugar no olviden
que el que les habla es un ignorante, pero de una ignorancia tal, que
hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna
metido en un proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla,
más fácil y más natural del mundo. Tarde o
temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al
género de locomoción adoptada, no hago más que
seguir sencillamente la ley del progreso. El hombre empezó por
viajar a gatas, luego nada más que con los pies, enseguida en
carro, después en coche, más adelante en barco,
posteriormente en diligencia, y, por último, en vagón por
caminos de hierro. Pues bien, el proyectil es el medio de
locomoción del porvenir, y todo bien considerado, los planetas
no son otra cosa, no son más que balas de cañón
disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro
vehículo. Algunos de ustedes, señores, creen que la
velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan
están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez, y la
Tierra misma, en su movimiento de traslación alrededor del Sol,
nos arrastra a una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos
ejemplos, y sólo les pido que me permitan contar por leguas,
porque las medidas americanas me son poco familiares, y podría
incurrir en algún error en mis cálculos.
La demanda pareció muy justa y no
tropezó con ninguna dificultad. El orador prosiguió:
-Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de
diferentes planetas. Confieso, aunque parezca falta de modestia, que,
no obstante mi ignorancia, conozco muy exactamente este insignificante
pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabran todos
acerca del particular tanto como yo. Sepan, pues, que Neptuno anda
cinco mil leguas por hora; Urano, siete mil; Saturno, ocho mil
ochocientas cincuenta y ocho; Júpiter, once mil seisceintas
setenta y cinco; Marte, veintidós mil once; la Tierra,
veintisiete mil quinientas; Venus, treinta y dos mil ciento noventa;
Mercurio, cincuenta y dos mil quinientas veinte; y ciertos cometas un
millón cuatrocientas mil leguas en su perihelio. En cuanto a
nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra
velocidad no pasa de nueve mil novecientas leguas, y disminuirá
incesantemente. Y ahora pregunto si no es evidente que todas esas
velocidades serán algún día sobrepasadas por
otras, de las cuales serán probablemente la luz y la
electricidad los agentes mecánicos.
Nadie puso en duda esta afirmación de Miguel
Ardan.
-Amados oyentes míos -prosiguió-, si nos
dejásemos convencer por ciertos talentos limitados (no quiero
calificarlos de otra manera), la humanidad estaría encerrada en
un círculo de Popilio del que no podría salir, y
quedaría condenada a vegetar en este globo sin poder lanzarse
nunca a los espacios planetarios. No será así. Se va a ir
a la Luna, se irá a los planetas, se irá a las estrellas,
como se va actualmente de Liverpool a Nueva York, fácilmente,
rápidamente, seguramente, y el océano atmosférico
se atravesará como se atraviesan los océanos de la
Tierra. La distancia no es más que una palabra relativa, y
acabará forzosamente por reducirse a cero.
La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del
francés, quedó como atónita delante de tan
atrevida teoría. Miguel Ardan lo comprendió.
-No los he convencido, insignes huéspedes
-añadió sonriéndose afablemente-. Razonemos pues.
¿Saben cuánto tiempo necesitaría un tren directo
para llegar a la Luna? No más que trescientos días. Un
trayecto de ochenta y seis mil cuatrocientas diez leguas. ¡Vaya
una gran cosa! No llega al que se tendría que recorrer para dar
nueve veces la vuelta alrededor de la Tierra y no hay marinero ni
viajero un poco diligente que no haya andado más durante su
vida. Háganse cargo de que no gastaré en la
travesía más que noventa y siete horas. ¡Pero
ustedes se figuran que la Luna está muy lejos de la Tierra, y
que antes de emprender un viaje para ir a ella, se necesita meditarlo
mucho! ¿Qué dirían, pues, si se tratase de ir a
Neptuno, que gravita del Sol a mil ciento cuarenta y siete millones de
leguas? He aquí un viaje que, áunque no costase
más que a cinco céntimos por kilómetro,
podrían emprender muy pocos. El mismo barón de
Rothschild, con sus inmensos tesoros, no podría pagar el pasaje,
y tendría que quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta y
siete millones.
Esta lógica sui generis gustó
mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Miguel Ardan, muy
enterado del asunto, lo trataba con entusiasmo soberbio. No pudiendo
dudar de la avidez con que se recogían sus palabras,
prosiguió con admirable aplomo:
-Y ahora les diré, mis buenos amigos, que la
distancia que separa a Neptuno del Sol es muy poca cosa comparada con
la de las estrellas. Para evaluar la distancia de estos astros, es
menester valerse de esa enumeración fascinadora en que la
cantidad más pequeña consta de nueve guarismos, y tomar
por unidad el millón de millones. Perdónenme si me
detengo tanto en este asunto, que es para mí de un
interés capitalísimo. Oigan y juzguen. La estrella Alpha,
de la constelación del Centauro, se halla a ocho mil millares de
millones de leguas, a cincuenta mil millares de millones se halla Vega,
a cincuenta mil millares de millones, Sirio, a cincuenta y dos mil
millares de millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones
la estrella Polar, a ciento setenta millares de millones Cabra, y las
demás estrellas a billones y a centenares de billones de leguas.
¡Y hay quien se ocupa de la distancia que separa a los planetas
del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta distancia existe!
¡Error! ¡Mentira! ¡Aberración de los sentidos!
¿Saben lo que yo opino acerca del mundo, que empieza en el Sol y
concluye en Neptuno? ¿Quieren conocer mi teoría? Es muy
sencilla. Para mí el mundo solar es un cuerpo sólido,
homogéneo; los planetas que lo componen se acercan, se tocan, se
adhieren, y el espacio que queda entre ellos no es más que el
espacio que separa las moléculas del metal más compacto,
plata o hierro, oro o platino. Estoy, pues, en mi derecho afirmando y
repitiendo con una convicción de la que participarán
todos: la distancia es una palabra hueca, la distancia, como hecho,
como realidad, no existe.
-¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra!
-exclamó unánimemente la asamblea, electrizada por el
gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus
concepciones.
-¡No! -exclamó J. T. Maston, con
más energía que los otros-. ¡la distancia no
existe!
Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por
el empuje de su cuerpo, que casi no pudo dominar, estuvo muy expuesto a
caer al suelo desde el estrado. Pero consiguió restablecer su
equilibrio, y evitó una caída, que le hubiera brutalmente
probado que la distancia no es una palabra vacía de sentido.
Luego, el discurso del entusiasta orador prosiguió:
-Amigos míos -dijo-, me parece que la
cuestión queda resuelta. Si no he logrado convencerlos a todos,
se debe a que he sido tímido en mis demostraciones, débil
en mis argumentos: y echen la culpa a la insuficiencia de mis estudios
teóricos. Como quiera que sea, os to repito, la distancia de la
Tierra a su satélite es, en realidad, poco importante e indigna
de preocupar a un pensador grave y concienzudo. No creo, pues, avanzar
demasiado diciendo que se establecerán próximamente
trenes de proyectiles, en que se hará con toda comodidad el
viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que temer choques,
sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente al
término, sin fatiga, en línea recta, y antes de veinte
años la mitad de la Tierra habrá visitado la Luna.
-¡Hurra! ¡hurra por Miguel Ardan!
-exclamaron todos los concurrentes, hasta los menos convencidos.
-¡Hurra por Barbicane! -respondió
modestamente el orador.
Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor
de la empresa fue acogido con unánimes aplausos.
-Ahora, amigos míos -añadió
Miguel Ardan-, si tienen que dirigirme alguna pregunta, pondran
evidentemente en apuro a un pobre hombre como yo, pero, no obstante,
procuraré responderles.
Motivos tenía el presidente del Gun-Club para
estar satisfecho del giro que tomaba la discusión. Versaba sobre
teorías especulativas, en que Miguel Ardan, en alas de su viva
imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la
cuestión descendiera del terreno de la especulación al de
la práctica, del cual no era fácil salir bien librado.
Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su
nuevo amigo si era de la opinión de que la Luna o los planetas
estuviesen habitados.
-Gran problema me propones, mi digno presidente
-respondió el orador sonriendo-; sin embargo, hombres de muy
poderosa inteligencia, Plutarco, Swedenborg, Bernardino de Saint Pierre
y otros muchos, se han pronunciado por la afirmativa. Considerando la
cuestión bajo el punto de vista de la filosofía natural,
me inclino a opinar como ellos, porque en el mundo no existe nada
inútil, y contestando, amigo Barbicane, a tu cuestión con
otra, afirmo que si los mundos son habitables, están habitados,
o lo han estado o lo estarán.
-¡Muy bien! -exclamaron los espectadores de las
primeras filas, que imponían su opinión a los de las
últimas.
-Es imposible responder con más lógica y
acierto -dijo el presidente del Gun-Club-. La cuestión queda
reducida a los siguientes términos: ¿Los mundos son
habitables? Yo creo que lo son.
-Y yo estoy seguro de ello -respondió Miguel
Ardan.
-Sin embargo -replicó uno de los concurrentes-,
hay argumentos contra la habitabilidad de los mundos. En la mayor parte
de ellos sería absolutamente indispensable que los principios de
la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los
planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se
abrasaría y se helaría en otros, según su mayor o
menor distancia del Sol.
-Siento -respondió Miguel Ardan- no conocer
personalmente a mi distinguido antagonista para poder contestarle. Su
objeción no carece de fuerza, pero creo que se la puede combatir
victoriosamente, como se pueden combatir todas las teorías
fundadas en la habitabilidad de los mundos. Si yo fuese físico,
le diría que, si bien es verdad que hay menos calórico en
movimiento en los planetas próximos al Sol, y más
calórico en movimiento en los que de él están
lejos, este simple fenómeno basta para equilibrar el calor y
volver la temperatura de dichos mundos soportable a seres que
están organizados como nosotros. Si fuese naturalista, le
diría, de acuerdo con muchos ilustres sabios, que la naturaleza
nos suministra en la Tierra ejemplos de animales que viven en distintas
condiciones de habitabilidad; que los peces respiran en un medio que es
mortal para los demás animales; que algunos habitantes de los
mares se mantienen debajo de capas de una gran profundidad, soportando,
sin ser aplastados, presiones de cincuenta o sesenta atmósferas;
le diría que algunos insectos acuáticos, insensibles a la
temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de agua
hirviendo y en las heladas llanuras del océano polar; le
diría, por último, que es preciso reconocer en la
naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja de
ser real por ser incomprensible, pero que es omnipotente. Si fuese
químico le diría que los aerolitos, que son cuerpos
evidentemente formados fuera del mundo terrestre, han revelado en los
análisis indiscutibles vestigios de carbono, el cual no debe su
origen más que a seres organizados, y, según los
experimentos de Reichenbach, ha tenido necesariamente que ser
animalizado. En fin, si fuese teólogo, le diría
que, según San Pablo, la redención divina no se aplica
exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos
celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni
naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las grandes
leyes que rigen al universo, me limito a responder: No sé si los
mundos están habitados, y como no lo sé, voy a verlo.
¿Aventuró el adversario de las
teorías de Miguel Ardan algún otro argumento? Es
imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la
muchedumbre hubieran impedido manifestarse a todas las opiniones.
Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en los grupos más
lejanos, el orador victorioso se contentó con añadir las
siguientes consideraciones:
-Ya ven, valerosos yanquis, que yo no he hecho
más que desflorar una cuestión de tanta trascendencia. No
he venido aquí a dar lecciones, ni a sostener una tesis sobre
tan vasto objeto. Omito otra serie de argumentos en pro de la
habitabilidad de los mundos. Permítanme insistir en un solo
punto. A los que sostienen que los planetas no son habitados, es
preciso responderles: Es posible que tengan razón, si se
demuestra que la Tierra es el mejor de los mundos posibles, lo que no
está demostrado, diga Voltaire lo que quiera. Ella no tiene
más que un satélite, al paso que Júpiter, Urano,
Saturno y Neptuno tienen varios que les están subordinados, lo
que constituye una ventaja que no es despreciable. Pero lo que
principalmente hace a nuestro globo poco cómodo, es la
inclinación de su eje sobre su órbita, de que procede la
desigualdad de los días y las noches y la molesta diversidad de
estaciones. En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado
calor o demasiado frío: en él nos helamos en invierno y
nos abrasamos en verano, es el planeta de los reumatismos, de los
resfriados y de las fluxiones, al paso que en la superficie de
Júpiter, por ejemplo, cuyo eje está muy poco
inclinado1, los
habitantes podrían gozar de temperaturas invariables, pues si
bien hay allí la zona de las primaveras, la de los veranos, la
de los otoños y la de los inviernos, cada cual puede escoger el
clima que más le conviene y ponerse durante toda su vida al
abrigo de las variaciones de la temperatura. No tendrán
ningún inconveniente en convenir conmigo en esta superioridad de
Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar de sus años,
cada uno de los cuales vale por doce de los nuestros. Es además
evidente para mí que, bajo estos auspicios y en condiciones de
existencia tan maravillosas, los habitantes de aquel mundo afortunado
son seres superiores, que en él los sabios son más
sabios, los artistas más artistas, los malos menos malos y los
buenos mucho mejores. ¡Ay! ¿qué le falta a nuestro
esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un eje
de rotación menos inclinado sobre el plano de su
órbita.
-¿Nada más? -exclamó una voz
imperiosa-. Pues unamos nuestros esfuerzos, inventemos máquinas
y enderecemos el eje de la Tierra.
Una salva de aplausos sucedió a esta
proposición, cuyo autor era y no podía ser más que
J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido
arrastrado a tan atrevida proposición por sus instintos de
ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos la aplaudieron de buena fe, y
si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por Arquímedes,
los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el
mundo y de enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí
lo único que faltaba a aquellos temerarios mecánicos.
Con todo, una idea tan eminentemente
práctica alcanzó un éxito extraordinario. Se
suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora,
y durante mucho, muchísimo tiempo, se habló en los
Estados Unidos de América de la proposición tan
enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del
Gun-Club.

1. La
inclinación del eje de Júpiter sobre su eje no es
más que tres grados cinco minutos.
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