De la Tierra a la Luna
Capítulo XXV Últimos
pormenores
Había llegado el 22 de noviembre, y diez
días después debía verificarse la partida suprema.
Ya no quedaba por hacer más que una operación, pero era
una operación delicada, peligrosa, que exigía
precauciones infinitas, y contra cuyo éxito el capitán
Nicholl había hecho su tercera apuesta.
Tratábase de cargar el Columbiad introduciendo
en él cutrocientas mil libras de algodón fulminante.
Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la manipulación de
una cantidad tan formidable de piróxilo acarrearía graves
catástrofes, y que esta masa eminentemente explosiva se
inflamaría por sí misma bajo la presión del
proyectil.
Aumentaba la inminencia del peligro la
indiscreción y ligereza de los americanos, que durante la guerra
federal solían cargar sus bombas con el cigarro en la boca. Pero
Barbicane esperaba salirse con la suya y no naufragar a la entrada del
puerto. Escogió sus mejores operarios, les hizo trabajar bajo su
propia inspección, no les perdió un momento de vista y, a
fuerza de prudencia y precauciones, consiguió inclinar a su
favor todas las probabilidades de éxito.
Se guardó muy bien de mandar conducir todo el
cargamento al recinto de Stone Hill. Hízole llegar poco a poco
en cajones perfectamente cerrados. Las cuatrocientas mil libras de
piróxilo se dividieron en paquetes de a quinientas libras, lo
que formaba ochocientos gruesos cartuchos elaborados con esmero por los
más hábiles trabajadores de Pensacola. Cada cajón
contenía diez cartuchos y llegaban uno tras otro por el
railroad de Tampa Town y de este modo no había
nunca a la vez en el recinto más de cinco mil libras de
piróxilo. Cada cajón, al llegar, era descargado por
operarios que andaban descalzos, y cada cartucho era transportado a la
boca del Columbiad, bajándolo al fondo por medio de grúas
movidas a brazo. Se habían alejado todas las máquinas de
vapor, y apagado todo fuego a dos millas a la redonda. Bastantes
dificultades había en preservar aquellas cantidades de
algodón fulminante de los ardores del sol, aunque fuese en
noviembre.
Así es que se trabajaba principalmente de noche a la claridad de
una luz producida en el vacío, la cual, por medio de los
aparatos de Ruhmkorff, creaba un día artificial hasta el fondo
del Columbiad. Allí se colocaban los cartuchos con perfecta
regularidad y se unían entre sí por medio de un hilo
metálico destinado a llevar simultáneamente la chispa
eléctrica al centro de cada uno de ellos.
En efecto, el fuego debía comunicarse al
algodón pólvora por medio de la pila. Todos los hilos,
cubiertos de una materia aisladora, venían a reunirse en uno
solo, convergiendo en un oído estrecho abierto a la altura del
proyectil; por aquel oído atravesaban la gruesa pared de
fundición y subían a la superficie del suelo por uno de
los respiraderos del revestimiento de piedra conservado con este
objeto. Llegado a la cúspide de Stone Hill, el hilo, que estaba
sostenido por palos, a manera de los hilos telegráficos, en un
trayecto de dos millas, se unía a una poderosa pila de Bunsen
pasando por un aparato interruptor. Bastaba, pues, empujar con el. dedo
el botón del aparato para restablecer instantáneamente la
corriente y prender fuego a las cuatrocientas mil libras de
algodón fulminante. No es necesario decir que la pila no
debía funcionar hasta el último momento.
El 28 de noviembre, los ochocientos cartuchos estaban
debidamente colocados en el fondo del Columbiad. Esta parte de la
operación se había llevado a cabo felizmente. ¡Pero
cuántas zozobras, cuántas inquietudes, cuántos
sobresaltos había sufrido el presidente Barbicane!
¡Cuántas luchas había tenido que sostener! En vano
había prohibido entrar en Stone Hill; todos los días los
curiosos armaban escándalos en las empalizadas, algunos,
llevando la imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las cargas
de algodón fulminante. Barbicane se ponía furioso y lo
mismo J. T. Maston, que echaba a los intrusos con la mayor
energía, y recogía las colillas de cigarro que los
yanquis tiraban de cualquier modo. La tarea era ruda, porque pasaban de
trescientos mil individuos los que se agrupaban alrededor de las
empalizadas. Miguel Ardan se había ofrecido a escoltar los
cajones hasta la boca del Columbiad; pero habiéndole sorprendido
a él mismo con un enorme cigarro en la boca, mientras
perseguía a los imprudentes a quienes daba mal ejemplo, el
presidente del Gun-Club vio que no podía contar con un fumador
tan intrépido, y, en lugar de nombrarle vigilante, hizo que
fuese vigilado muy especialmente.
En fin, todo es posible, el Columbiad se cargó
y todo fue a pedir de boca. Mucho peligro corría el
capitán Nicholl de perder su tercera apuesta. Aún
había que introducir el proyectil en el Columbiad y colocarlo
sobre el algodón fulminante.
Pero antes de proceder a esta operación, se
dispusieron con orden.en el vagón proyectil los objetos que el
viaje requería. Éstos eran bastante copiosos, y si se
hubiese dejado hacer a Miguel Ardan, habrían muy pronto ocupado
todo el espacio reservado a los viajeros. Nadie es capaz de imaginar lo
que el buen francés quería llevar a la Luna. Una
verdadera pacotilla de superfluidades. Pero Barbicane intervino y todo
se redujo a lo estrictamente necesario.
Se colocaron en el cofre de los instrumentos varios
termómetros, barómetros y anteojos.
Los viajeros tenían curiosidad de examinar la
Luna durante la travesía, y para facilitar el reconocimiento de
su nuevo mundo, iban provistos de una excelente carta de Beer y
Moedler, Mappa selenographica, publicado en cuatro hojas, que
pasa, con razón, por una verdadera obra maestra de
observación y paciencia. En dicho mapa se reproducen con
escrupulosa exactitud los más insignificantes pormenores de la
porción del astro que "mira" a la Tierra;
montañas, valles, circos, cráteres, picos, ranuras, se
ven en él con sus dimensiones exactas, con su fiel
orientación, y hasta con su denominación propia, desde
los montes Doerfel y Leibnitz, cuya alta cima descuella en la parte
oriental del disco, hasta el Mare frigoris, que se extiende por
las regiones circumpolares del norte.
Era, pues, un precioso documento para los viajeros
porque les permitía estudiar el país antes de entrar en
él.
Llevaban también tres rifles y tres escopetas
del sistema de balas explosivas, y, además, pólvora y
balas en gran cantidad.
-No sabemos con quién tendremos que
habérnoslas -decía Miguel Ardan-. Podemos encontrar
hombres o animales que tomen a mal nuestra visita. Es, pues, preciso
tomar precauciones.
A más de los instrumentos de defensa personal,
había picos, azadones, sierras de mano y otras herramientas
indispensables, sin hablar de los vestidos adecuados a todas las
temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta el
calor de la zona tórrida.
Miguel Ardan hubiera querido llevarse cierto
número de animales, aunque no un par de cada especie de todas
las conocidas, pues él no veía la necesidad de aclimatar
en la Luna serpientes, tigres, cocodrilos y otros animales
dañinos.
-No -decía a Barbicane-, pero algunas bestias
de carga, toros, asnos o caballos, harían buen efecto en el
país y nos serían sumamente útiles.
-Convengo en ello, mi querido Ardan -respondía
el presidente del Gun-Club-, pero nuestro vagón proyectil no es
el arca de Noé. No tiene su capacidad, ni tampoco su objeto. No
traspasemos los límites de lo posible.
En fin, después de prolijas discusiones,
quedó convenido que los viajeros se contentarían con
llevar una excelente perra de caza perteneciente a Nicholl y un
vigoroso perro de Terranova de una fuerza prodigiosa. En el
número de los objetos indispensables se incluyeron algunas cajas
de granos y semillas útiles. Si hubiesen dejado a Miguel Ardan
despacharse a su gusto, habría llevado también algunos
sacos de tierra para sembrarlas. Ya que no pudo hacer todo lo que
quería, cargó con una docena de arbustos que, envueltos
en paja con el mayor cuidado, fueron colocados en un rincón del
proyectil.
Quedaba aún la importante cuestión de
los víveres, pues era preciso prepararse para el caso en que se
llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril.
Barbicane se las arregó de modo que reunió víveres
para un año. Pero debemos advertir, para que nadie se asombre,
que los víveres consistieron en conservas de carnes y legumbres
reducidas a su menor volumen posible bajo la acción de la prensa
hidráulica, y que contenían una gran cantidad de
elementos nutritivos; verdad es que no eran muy variados, pero en una
expedición semejante era preciso no mostrarse muy exigente.
Había también una reserva de aguardiente que se elevaba a
unos cincuenta galones1 y agua nada más que para dos meses, pues,
según las últimas observaciones de los astrónomos
nadie podía poner en duda la presencia de cierta cantidad de
agua en la superficie de la Luna. En cuanto a los víveres,
insensatez hubiera sido creer que habitantes de la Tierra no
habían de encontrar allí arriba con qué
alimentarse. Acerca del particular, Miguel Ardan no abrigaba la menor
duda. Si la hubiese abrigado, no hubiera pensado siquiera en emprender
el viaje.
-Por otra parte -dijo un día a sus amigos-, no
quedaremos completamente abandonados de nuestros camaradas de la Tierra
y ellos procurarán no olvidarnos.
-No, jamás -respondió J. T. Maston.
-¿Como entiende eso? -preguntó
Nicholl.
-Muy sencillamente -respondió Ardan-.
¿No quedará siempre aquí el Columbiad? ¡Pues
bien! cuantas veces la Luna se presente en condiciones favorables del
cenit, ya que no de perigeo, es decir, una vez al año con poca
diferencia, ¿no se nos podrán enviar granadas cargadas de
víveres, que nosotros recibiremos en día fijo?
-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó J. T.
Maston, como hombre a quien se ha ocurrido una idea-. ¡Muy bien
dicho! ¡Perfectamente dicho! ¡No, en verdad, queridos
amigos, no los olvidaremos!
-¡Cuento con ello! Así, pues, ya lo ven,
tendremos regularmente noticias del globo, y, por lo que a nosotros
toca, muy torpes hemos de ser para no hallar medio de ponernos en
comunicación con nuestros buenos amigos de la Tierra.
Había en estas palabras tal confianza, que
Miguel Ardan, con su resuelto continente y su soberbio aplomo, hubiera
arrastrado en pos de sí a todo el Gun-Club. Lo que él
decía parecía sencillo, elemental, fácil, de un
éxito asegurado, y hubiera sido necesario tener un apego
mezquino a este miserable globo terráqueo para no seguir a los
tres viajeros en su expedición lunar.
Cuando estuvieron debidamente colocados en el
proyectil todos los objetos, se introdujo entre sus tabiques el agua
destinada a amortiguar la repercusión, y el gas para el
alumbrado se encerró en su recipiente. En cuanto el clorato de
potasa y a la potasa cáustica, Barbicane, temiendo en el camino
retrasos imprevistos, se llevó una cantidad suficiente para
renovar por espacio de dos meses el oxígeno y absorber el
carbónico. Un aparato sumamente ingenioso que funcionaba
automáticamente, se encargaba de devolver al aire sus cualidades
vivificadoras y de purificarlo completamente. El proyectil estaba,
pues, en disposición de echar a volar, y ya no faltaba
más que bajarlo al Columbiad. Era una operación erizada
de dificultades y peligros.
Se trasladó la enorme granada a la
cúspide de Stone Hill, donde grúas de gran potencia se
apoderaron de ella y la tuvieron suspendida encima del pozo de
metal.
Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas no
pudiendo resistir tan enorme peso, se hubiesen roto, la caída de
una mole tan enorme hubiera indudablemente determinado la
inflamación del algodón fulminante.
Afortunadamente nada de esto sucedió, y algunas
horas después el vagón proyectil, bajando poco a poco por
el ánima del cañón, se acostó en su lecho
de piróxilo, verdadero edredón fulminante. Su
presión no hizo más que atacar con mayor fuerza la carga
del Columbiad.
-He perdido -dijo el capitán, entregando al
presidente Barbicane una suma de tres mil dólares.
Barbicane no quería recibir cantidad alguna de
un compañero de viaje, pero tuvo que ceder a la
obstinación de Nicholl, el cual deseaba cumplir todos sus
compromisos antes de abandonar la Tierra.
-Entonces -dijo Miguel Ardan-, ya no tengo que
desearle más que una cosa, mi bravo capitán.
-¿Cuál? -preguntó Nicholl.
-Que pierda sus otras dos apuestas. Así
estaremos seguros de no quedarnos en el camino.

1. Cerca de doscientos
litros.
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