De la Tierra a la Luna
Capítulo XIV Pico y
pala
Aquella misma tarde, Barbicane y sus compañeros
regresaron a Tampa Town, y el ingeniero Murchison se
volvió a embarcar en el Tampico para Nueva
Orleáns. Tenía que enganchar un ejército de
trabajadores y recoger la mayor parte del material. Los miembros del
Gun-Club se quedaron en Tampa Town para organizar los primeros
trabajos con la ayuda de la gente del país.
Ocho días después de su partida, el
Tampico regresaba a la bahía del Espíritu Santo
con una flotilla de buques de vapor. Murchison había reunido
quinientos trabajadores. En los malos tiempos de la esclavitud le
hubiera sido imposible. Pero desde que América, no abrigaba en
su seno más que hombres libres, éstos acudían
dondequiera que les llamaba un trabajo generosamente retribuido. Y el
Gun-Club no carecía de dinero, y ofrecía a sus
trabajadores un buen salario con gratificaciones considerables y
proporcionadas. El operario reclutado para la Florida podía
contar, concluidos los trabajos, con un capital depositado en su nombre
en el banco de Baltimore. Murchison tuvo, pues, donde escoger, y pudo
manifestarse severo respecto de la inteligencia y habilidad de sus
trabajadores. Es de creer que formó su laboriosa legión
con la flor y nata de los maquinistas, fogoneros, fundidores, mineros,
albañiles y artesanos de todo género, negros o blancos,
sin distinción de colores. Muchos partieron con su familia.
Aquello era una verdadera emigración.
El 31 de octubre, a las diez de la mañana, la
legión desembarcó en los malecones de Tampa Town,
y fácilmente se comprende el movimiento y actividad que
reinarían en aquella pequeña ciudad cuya población
se duplicaba en un día. En efecto, Tampa Town
debía ganar mucho con aquella iniciativa del Gun-Club, no
precisamente por el número de trabajadores que se dirigieron
inmediatamente a Stone Hill, sino por la afluencia de curiosos que
convergieron poco a poco de todos los puntos del globo hacia la
península.
Se invirtieron los primeros días en descargar
los utensilios que transportaba la flotilla, las máquinas, los
víveres, a igualmente un gran número de casas de palastro
compuestas de piezas desmontadas y numeradas. Al mismo tiempo,
Barbicane lanzaba un railway de quince millas para poner en
comunicación Stone Hill con Tampa Town.
Nadie ignora lo que es un camino de hierro americano.
Caprichoso en sus curvas, atrevido en sus pendientes, despreciando
terraplenes, desmontes y obras de ingeniería, escalando colinas,
precipitándose por los valles; el railroad corre a ciegas
y sin cuidarse de la línea recta, no es muy costoso, ni ofrece
grandes dificultades de construcción, pero descarrila con
completa libertad. El camino de Tampa Town a Stone Hill no fue
más que una bagatela, y su construcción no
requirió mucho tiempo ni tampoco mucho dinero.
Por lo demás, Barbicane era el alma de aquella
muchedumbre que acudió a su llamamiento. Él la alentaba,
la animaba y le comunicaba su energía y su entusiasmo; su
convicción, se hallaba en todas partes, como si hubiese estado
dotado del don de ubicuidad, seguido siempre de J. T. Maston, su mosca
zumbadora. Con él no había obstáculo ni
dificultades, ni embarazos; era minero, albañil y maquinista
tanto como artillero, teniendo respuestas para todas las preguntas y
soluciones para todos los problemas. Estaba en correspondencia
constante con el Gun-Club y con la fábrica de Goldspring, y
día y noche, con las calderas encendidas, con el vapor en
presión, el Tampico aguardaba sus órdenes en la
rada de Hillisboro.
El primer día de noviembre Barbicane
salió de Tampa Town con un destacamento de trabajadores,
y al día siguiente se había levantado alrededor de Stone
Hill una ciudad de casas mecánicas que se cercó de
empalizadas, la cual por su movimiento, por su actividad, poco o nada
tenía que envidiar a las mayores ciudades de la Unión. Se
reglamentó disciplinariamente el régimen de vida y
empezaron las obras con todo orden.
Cortaduras escrupulosamente practicadas permitieron
reconocer la naturaleza del terreno, y empezó la
excavación el 4 de noviembre. Aquel día, Barbicane
reunió a los maestros de los talleres y les dijo:
-Todos conocen, amigos míos, el objeto por el
cual los he reunido en esta parte salvaje de Florida. Trátase de
fundir un cañón de nueve pies de diámetro
interior, seis pies de grueso en sus paredes y diecinueve y medio de
revestimiento de piedra. Es, pues, preciso abrir una zanja que tenga de
ancho sesenta pies y una profundidad de novecientos. Esta obra
considerable debe concluirse en ocho meses, y, por consiguiente, tienen
que sacar, en doscientos cincuenta y cinco días, dos millones
quinientos cuarenta y tres mil doscientos pies cúbicos de
tierra, es decir, diez mil pies cúbicos al día. Esto, que
no ofrecería ninguna dificultad a mil operarios que trabajasen
con holgura, será más penoso en un espacio relativamente
limitado. Sin embargo, puesto que es un trabajo que se ha de hacer, se
hará, para lo cual cuento tanto con vuestro ánimo como
con vuestra destreza.
A las ocho de la mañana se dio el primer
azadonazo en el terreno floridense, y desde entonces, el poderoso
instrumento no tuvo en manos de los mineros un solo momento de ocio.
Las tandas de operarios se relevaban de seis en seis horas.
Por colosal que fuese la operación, no
traspasaba el límite de las fuerzas humanas.
¡Cuántos trabajos más difíciles, y en que
había sido necesario combatir directamente los elementos, se
habían llevado felizmente a cabo! Sin hablar más que de
obras análogas, basta citar el Pozo del Tío
José, construido cerca de El Cairo por el sultán
Saladino, en una época en que las máquinas no
habían completado aún la fuerza del hombre. Dicho pozo
baja al nivel del Nilo, a una profundidad de trescientos pies. ¡Y
aquel otro pozo abierto en Coblenza, por el margrave Juan de Baden, a
la profundidad de seiscientos! Pues bien, ¿de qué se
trataba en último resultado? De triplicar esta profundidad y
duplicar su anchura, to que haría la perforación
más fácil. Así es que no había un
peón, ni un oficial, ni un maestro, que dudase del éxito
de la operación.
Una decisión importante, tomada por el
ingeniero Murchison, de acuerdo con el presidente Barbicane,
había de acelerar más y más la marcha de los
trabajos. Por un artículo del contrato, el Columbiad
debía estar reforzado con zunchos o abrazaderas de hierro
forjado. Estos zunchos eran un lujo de precauciones inútiles, de
que el cañón podía prescindir sin ningún
riesgo. Se suprimió, pues, dicha cláusula, con lo que se
economizaba mucho tiempo, porque se pudo entonces emplear el nuevo
sistema de perforación adoptado actualmente en la
construcción de los pozos, en que la perforación y la
obra de mampostería se hacen al mismo tiempo. Gracias a este
procedimiento sencillo, no hay necesidad de apuntalar la tierra, pues
la pared misma la contiene con un poder inquebrantable y desciende por
su propio peso.
No debía empezar esta maniobra hasta alcanzar
el azadón la parte sólida del terreno.
El 4 de noviembre, cincuenta trabajadores abrieron en
el centro mismo del recinto cercado, es decir, en la parte superior de
Stone Hill, un agujero circular de sesenta pies de ancho.
El pico encontró primero una especie de terreno
negro, de seis pies de profundidad, de cuya resistencia triunfó
fácilmente. Sucedieron a este terreno dos pies de una arena
fina, que se sacó y guardó cuidadosamente porque
debía servir para la construcción del molde interior.
Apareció después de la arena una arcilla
blanca bastante compacta, parecida a la marga de Inglaterra, que
tenía un grueso de cuatro pies.
Enseguida, el hierro de los picos echó chispas
bajo la capa dura de la tierra, que era una especie de roca formada de
conchas petrificadas, muy seca y muy sólida, y con la cual
tuvieron en to sucesivo que luchar siempre los instrumentos. En aquel
punto, el agujero tenía una profundidad de seis pies y medio, y
empezaron los trabajos de albañilería.
Construyóse en el fondo de la excavación
un torno de encina, una especie de disco muy asegurado con pernos y de
una solidez a toda prueba. Tenía en su centro un agujero de un
diámetro igual al que debía tener el Columbiad
exteriomente. Sobre aquel aparato se sentaron las primeras hiladas de
piedras, unidas con inflexible tenacidad por un cemento de
hormigón hidráulico. Los albañiles, después
de haber trabajado de la circunferencia hacia el centro, se hallaron
dentro de un pozo que tenía veinticinco pies de ancho.
Terminada esta obra, los mineros volvieron a coger el
pico y el azadón para atacar la roca debajo del mismo disco,
procurando sostenerlo con pies derechos de mucha solidez; estos pies
derechos se quitaban sucesivamente a medida que se iba ahondando el
agujero. Así, el disco iba bajando poco a poco, y con él
la pared circular de mampostería, en cuya parte superior
trabajaban incesantemente los albañiles, dejando aspilleras o
respiradores para que durante la fundición encontrara salida el
gas.
Este género de trabajo exige en los obreros
mucha habilidad y cuidado. Alguno de ellos, cavando bajo el disco,
fueron peligrosamente heridos por los pedazos de piedra que saltaban y
hasta hubo alguna muerte; pero estos percances del oficio no menguaban
ni un solo minuto el ardor de los trabajadores. Trabajaban éstos
durante el día a la luz de un sol que algunos meses
después daba a aquellas calcinadas llanuras un calor de noventa
y nueve grados. Trabajaban durante la noche, envueltos en los
resplandores de la luz eléctrica. El ruido de los picos
rompiendo las rocas, el estampido de los barrenos, el chirrido de las
máquinas, los torbellinos de humo agitándose en el aire
trazaban alrededor de Stone Hill un círculo de terror que no se
atrevían a romper las manadas de bisontes ni las partidas de
seminolas.
Los trabajos avanzaban regularmente. Grúas
movidas por la fuerza del vapor activaban la traslación de los
materiales, encontrándose pocos obstáculos inesperados,
pues todas las dificultades estaban previstas y había habilidad
para allanarlas.
El pozo, en un mes, había alcanzado la
profundidad proyectada para este tiempo, o sea ciento doce pies. En
diciembre, esta profundidad se duplicó, y se triplicó en
enero. En febrero, tuvieron los trabajadores que combatir una capa de
agua que apareció de improviso, viéndose obligados a
recurrir a poderosas bombas y aparatos de aire comprimido para agotarla
y a tapar los orificios como se tapa una vía de agua a bordo de
un buque. Se dominaron aquellas corrientes, pero a consecuencia de la
poca consistencia del terreno, el disco cedió algo, y hubo un
derrumbamiento parcial. El accidente no podía dejar de ser
terrible, y costó la vida a algunos trabajadores. Tres semanas
se invirtieron en reparar la avería y en restablecer el disco,
devolviéndole sus condiciones de solidez; pero gracias a la
habilidad del ingeniero y a la potencia de las máquinas
empleadas, el edificio, un instante comprometido, recobró su
aplomo, y la perforación siguió adelante.
Ningún nuevo incidente paralizó en lo
sucesivo la marcha de la operación, y el 10 de junio, veinte
días antes de expirar el plazo fijado por Barbicane, el pozo,
enteramente revestido de su muro de piedra, había alcanzado la
profundidad de novecientos pies. En el fondo, la mampostería
descansaba sobre un cubo macizo que medía treinta pies de
grueso, mientras que en su parte superior se hallaba al nivel del
suelo.
El presidente Barbicane y los miembros del Gun-Club
felicitaron con efusión al ingeniero Murchison, cuyo trabajo
ciclópeo se había llevado a cabo con una rapidez
asombrosa.
Durante los ocho meses que en dicho trabajo se
invirtieron, Barbicane no se separó un instante de Stone Hill, y
al mismo tiempo que vigilaba de cerca las operaciones de la
excavación, no olvidaba un solo instante el bienestar y salud de
los trabajadores, siendo bastante afortunado para evitar las epidemias
que suelen engendrarse en las grandes aglomeraciones de hombres; y que
tantos desastres causan en las regiones del globo expuestas a todas las
influencias tropicales.
Verdad es que algunos trabajadores pagaron con la vida
las imprudencias inherentes a trabajos tan peligrosos. Pero estas
deplorables catástrofes son inevitables, y los americanos no
hacen de ellas ningún caso. Se cuidan más de la humanidad
en general que del individuo en particular. Sin embargo, Barbicane
profesabá excepcionalmente los principios contrarios, y los
aplicaba en todas las ocasiones. Así es que, gracias a su
solicitud, a su inteligencia, a su útil intervención en
los casos difíciles, a su prodigiosa y filantrópica
sagacidad, el término medio de las catástrofes no
excedió al de los países de ultramar citados por su lujo
de precauciones, entre otros Francia, donde se cuenta con un accidente
por cada doscientos mil francos de trabajo.

Subir
|