El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo I
Y tan pronto como puedas, apresúrate a
venir, mi querido Enrique; te aguardo con impaciencia. Por lo
demás, el país es magnífico, y esta región
de la Baja Hungría es muy a propósito para despertar el
interés de un ingeniero; aunque no sea más que desde este
punto de vista, no te pesará haber hecho el viaje.
Tuyo,
MARCOS VIDAL
Así terminaba la carta que recibí de mi
hermano el 4 de abril de 1877.
Ningún signo premonitorio señaló
la llegada de esta carta, que llegó a mis manos del modo
habitual, es decir, por la mediación sucesiva del cartero, del
portero y de mi criado, el último de los cuales, sin sospechar
siquiera toda la trascendencia de su acción, hubo de
presentármela en una bandeja, con su acostumbrada
tranquilidad.
Análoga fue la tranquilidad mía,
mientras abría la carta y la leía de cabo a rabo, hasta
estas últimas líneas transcritas, que sin embargo,
contenían, en germen, acontecimientos verdaderamente
extraordinarios en los que iba a verme mezclado.
¡Tal es la ceguera de los hombres!
¡Así es como va tejiéndose, sin cesar, y sin
notarlo, la trama misteriosa de su destino!
Mi hermano acertaba en sus presunciones; no me pesa
haber llevado a cabo este viaje, pero, ¿hago bien en contarlo?
¿No es una de esas cosas que es preferible callarlas?
¿Quién llegará a dar crédito a una historia
tan extraña, que ni el más audaz de los poetas se
habría atrevido a escribir?
Pues bien, ¡sea lo que quiera! Me decido a
correr todos los riesgos; se me crea o no, cedo a una irresistible
necesidad de revivir toda aquella serie de sucesos extraordinarios,
cuyo prólogo viene a hallarse constituido, en cierta manera, por
la carta de mi hermano.
Mi hermano Marcos, de veintiocho años de edad a
la sazón, había alcanzado ya éxitos sumamente
lisonjeros como pintor de retratos.
El más acendrado y afectuoso cariño nos
unía; por mi parte había alguna dosis de amor paternal,
ya que tenía ocho años más que Marcos; casi
niños aún, nos habíamos visto privados de nuestros
padres, y yo, el primogénito, tuve que ser el encargado de
educar a Marcos; y, como éste mostraba excelentes aptitudes y
disposiciones para la pintura, le impulsé hacia esa
profesión, en la que debía llegar a obtener éxitos
tan halagüeños como merecidos.
Pero he aquí que, de pronto, Marcos se hallaba
en vísperas de casarse.
Hacía ya algún tiempo que residía
en Raab, una importante ciudad de Hungría meridional; las
semanas pasadas en Budapest, la capital, donde había hecho gran
número de retratos, muy generosamente pagados, le permitieron
apreciar la acogida de que son objeto los artistas en Hungría;
luego, una vez terminada su estancia, había descendido
felizmente por el Danubio, desde Budapest a Raab.
Entre las primeras familias de la ciudad,
citábase la del doctor Roderich, uno de los más
renombrados médicos de Hungría. A un patrimonio bastante
considerable unía una importante fortuna adquirida en el
ejercicio de su profesión. Durante las vacaciones que todos los
años se concedía, y que empleaba en hacer viajes a
Francia, Italia o Alemania, los clientes ricos deploraban vivamente su
ausencia; también la lamentaban los pobres, a quienes
jamás negaba su asistencia y cuidados, pues su caridad no
desdeñaba a los más humildes, lo cual le conquistaba
naturalmente la estimación de todos.
La familia Roderich se componía del doctor, de
su esposa, de su hijo el capitán Haralan, y de su hija Myra.
No pudo Marcos tratar a esta familia sin sentirse
impresionado por la gracia y la belleza de la muchacha, lo cual
había prolongado indefinidamente su estancia en Raab. Pero si
Myra Roderich le había agradado, no es mucho atreverse a decir
que él por su parte había agradado a Myra Roderich.
Habrá de concedérsele que lo
merecía, pues Marcos era -¡lo es todavía, gracias a
Dios!- un joven encantador y arrogante, de una estatura algo más
que mediana, los ojos de un azul intenso, cabellos castaños,
frente de poeta, la fisonomía feliz de un hombre a quien la vida
se ofrece bajo sus más risueños aspectos, el
carácter dúctil y maleable y el temperamento de artista
fanático de las cosas hermosas.
En cuanto a Myra Roderich, no la conocía yo
más que por las apasionadas descripciones de las cartas de
Marcos, y ardía en deseos de verla.
Más vivamente que yo, deseaba mi hermano
presentármela; instábame a que acudiera a Raab, como jefe
de la familia, y no se contentaba con que mí estancia durase
menos de un mes. Su prometida -no cesaba de repetírmelo- me
aguardaba con impaciencia, y tan pronto como llegara, se fijaría
la fecha del matrimonio; pero antes quería Myra haber visto,
pero visto con sus propios ojos, a su futuro cuñado, del que
tanto bueno se decía -¡así, en verdad, se expresaba
ella, al parecer! Es lo menos que se puede pedir, el juzgar por uno
mismo a los miembros de la familia en que se va a entrar.
Decididamente, no pronunciaría el sí hasta después
de que Enrique le hubiera sido presentado por Marcos.
Todo esto me lo contaba mi hermano en sus frecuentes
epístolas con mucho empeño y encarecimiento, y yo
percibía claramente que se hallaba perdidamente enamorado de
Myra Roderich.
Dije antes que no la conocía más que por
las entusiastas frases de Marcos; y, sin embargo, toda vez que mi
hermano era pintor, fácil le hubiera sido tomarla por modelo,
¿no es cierto?, y trasladarla a la tela, o cuando menos al
papel, en una postura graciosa y con sus mejores atavíos;
así habría podido yo admirarla visualmente. Pero Myra no
quiso nunca; era en persona como ella quería aparecer a mis
ojos, aseguraba Marcos, quien entre paréntesis y a lo que yo me
figuro, no debía haber insistido mucho en hacerla cambiar de
opinión.
Lo que uno y otro querían indudablemente
obtener era que el ingeniero Enrique Vidal diera de lado a sus
ocupaciones y corriera a mostrarse en los salones de la casa Roderich
en clase de invitado predilecto.
¿Era preciso tanto para decidirme? No, en
verdad; en manera alguna habría dejado yo que mi hermano se
casara sin encontrarme presente a su matrimonio. En un plazo, pues,
bastante breve comparecería ante Myra Roderich, antes de que
hubiera llegado a convertirse en cuñada mía.
Por lo demás, según indicaba la carta,
experimentaría yo gran placer y provecho no pequeño en
visitar aquella región de Hungría, que es el país
magiar por excelencia, cuyo pasado es tan rico en hechos heroicos y
que, rebelde a toda fusión con las razas germánicas,
ocupa un puesto de consideración en la historia de la Europa
central.
En cuanto al viaje, he aquí en qué
condiciones hube de resolverme a efectuarlo: a la ida, mitad en silla
de posta y mitad por el Danubio, y a la vuelta, en silla de posta tan
sólo.
Ese magnífico río está
perfectamente indicado para el viaje, aun cuando no me
embarcaría hasta llegar a Viena. De ese modo, si no
recorría las setecientas leguas de su curso, vería al
menos la parte más interesante, a través de Austria y de
Hungría, hasta llegar a Raab, cerca de la frontera serbia,
término de mi ansiado viaje.
Me faltaría tiempo para visitar las ciudades
que el Danubio baña con sus aguas al separar la Valaquia y la
Moldavia de la Turquía, después de haber franqueado las
famosas Puertas de Hierro: Viddin, Nicópolis, Roustchouk,
Silistria, Braila, Galatz, hasta su triple desembocadura en el Mar
Negro.
Parecióme que tres meses habrían bastado
para el viaje, según lo proyectaba. Emplearía un mes
entre París y Raab. Myra Roderich tendría a bien no
impacientarse en demasía y dignaríase conceder ese plazo
al viajero. Tras una estancia de igual duración en la nueva
patria de mi hermano, lo restante del tiempo estaría consagrado
al regreso a Francia.
Puestos en orden y despachados algunos negocios
urgentes, y habiéndome procurado los papeles y documentos que me
pedía Marcos, me preparé para la marcha.
Mis preparativos, sumamente sencillos, no
exigirían mucho tiempo, no pensaba abrumarme con numeroso
equipaje; no llevaría conmigo más que un pequeño
baúl, donde colocaría el traje de etiqueta que
hacía necesario el solemne acontecimiento que me llamaba a
Hungría.
No tenía yo por qué inquietarme del
idioma del país, siéndome el alemán familiar desde
un viaje que hice a través de las provincias del Norte. Por lo
que hace a la lengua magiar, tal vez no experimentase gran dificultad
en comprenderla; por lo demás, el francés se habla
bastante en Hungría, entre las clases elevadas sobre todo, y mi
hermano no se había visto nunca apurado en este particular
más allá de las fronteras austriacas.
«Siendo usted francés, tiene derecho de
ciudadanía en Hungría», dijo en otro tiempo un
posadero a uno de nuestros compatriotas, y con esta frase tan cordial
se hacía intérprete de los sentimientos del pueblo magiar
respecto a Francia.
Escribí, pues, a Marcos, contestando a su
última carta, rogándole manifestase a Myra Roderich que
mi impaciencia era igual a la suya y que su futuro cuñado
ardía en deseos de conocer a su futura cuñada;
añadía que iba a partir sin pérdida de tiempo;
pero que no me era posible precisar el día de mi llegada a Raab,
toda vez que eso dependía de los azares e incidencias del viaje,
daba, con todo, seguridades a mi hermano de que en modo alguno me
detendría en el camino.
Así, pues, si la familia Roderich lo deseaba,
podía, sin más dilaciones, proceder a señalar la
fecha del matrimonio para los últimos días de mayo.
«Les suplico -decíales a modo de
conclusión-, que me cubran de maldiciones, si cada una de mis
etapas, no se halla marcada por el envío de una carta indicando
mi presencia en tal o cual ciudad; escribiré algunas veces, las
precisas para que la señorita Myra pueda evaluar el
número de leguas que me separarán aún de su ciudad
natal. Pero en todo caso anunciaré en tiempo oportuno mi
llegada, a la hora y si es posible al minuto preciso. »
La víspera de mi partida, el 13 de abril,
acudí al despacho del subjefe de policía, con quien me
unía una cordial amistad, a despedirme y recoger mi pasaporte.
Al entregármelo, me encargó saludase afectuosamente a mi
hermano, a quien conocía por su reputación y
personalmente, y de cuyos proyectos de matrimonio se hallaba
enterado.
-Sé, además -agregó-, que la
familia del doctor Roderich, en la que va a entrar su hermano, es una
de las más respetables de Raab.
-¿Le han hablado a usted de ella?
-pregunté.
-Sí, ayer precisamente, en el baile de la
Embajada de Austria.
-Y, ¿quién le dio a usted esos
informes?
-Un oficial de la guarnición de Budapest que
hizo amistad con su hermano Marcos, durante la estancia de éste
en la capital húngara, y de quien me ha hecho los mayores
elogios. Su éxito fue muy lisonjero y la acogida que
recibió en Budapest volvió a encontrarla en Raab, lo cual
nada debe tener de sorprendente para usted, mi querido Vidal.
-Y ese oficial, ¿no ha sido menos caluroso en
los elogios a la familia Roderich? -pregunté.
-En efecto. El doctor es un sabio en toda la
extensión de la palabra; su renombre es grande en el reino
austrohúngaro. Ha sido objeto de toda clase de distinciones, y
en resumen, es una buena boda la que va a hacer su hermano, pues
según tengo entendido, la señorita Myra Roderich es una
muchacha lindísima.
-No le sorprenderá, mi querido amigo, que le
diga que mi hermano Marcos la encuentra así, y que me parece muy
enamorado de ella.
-Mejor que mejor, y ya me hará usted el
obsequio de transmitir mis felicitaciones y mis fervientes votos a su
hermano, cuya dicha tendrá el supremo don de despertar muchos
celos... Pero -vaciló de pronto mi interlocutor- no sé si
cometeré una indiscreción... diciéndole...
-¡Una indiscreción! -repetí.
-Sí... La señorita Myra Roderich...
Después de todo, mi querido Vidal, es muy posible que su hermano
no haya sabido nada.
-Explíquese usted, pues le confieso que no
sé en absoluto a qué puede referirse.
-Pues bien; parece, lo que nada, por otra parte, tiene
de extraño, que la señorita Roderich había sido ya
muy solicitada, y especialmente por un personaje que, dicho sea de
paso, no es un cualquiera. Esto es, por lo menos, lo que me ha contado
mí oficial de la Embajada.
-¿Y ese rival?
-Fue despedido por el doctor Roderich.
-Entonces no hay por qué preocuparse por ello;
por otra parte, si Marcos hubiese conocido un rival, me habría
hablado de él en sus cartas, y nada me ha dicho, lo cual parece
indicar que la cosa no tienen apenas importancia.
-En efecto, mi querido Vidal; pero como las
pretensiones de ese personaje a la mano de la señorita Roderich
hicieron bastante ruido en Raab, preferible es que se halle usted
informado...
-Indudablemente, y ha hecho usted muy bien en
prevenirme, toda vez que no se trata de simples rumores sin
consistencia.
-No, los informes son muy serios...
-Pero el asunto no lo es -respondí-, y eso es
lo principal.
En el momento de despedirme, pregunté:
-A propósito, ¿pronunció ante
usted el oficial ese, el nombre del rival rechazado?
-Sí.
-¿Y se llama?
-Wilhelm Storitz.
-¿Wilhelm Storitz...? ¿Es hijo del
químico, o del alquimista?
-Justamente.
-¡Caramba! Pues es el nombre de un sabio a quien
sus descubrimientos han hecho célebre ya. ¿No
murió?
-Sí, hace algunos años; pero su hijo
vive.
-¡Ya!
-Y hasta, según mi comunicante, el tal Wilhelm
Storitz es un hombre de temer.
-¿De temer? ¿Por qué?
-No sabría decir por qué; pero a creer
al oficial de la Embajada, el tal individuo no es un hombre como los
demás.
-¡Caramba! -exclamé alegremente-.
¡He aquí una cosa interesante! ¿Por ventura nuestro
infeliz enamorado tendría tres piernas, o cuatro brazos, o
aunque no sea más que un sexto sentido?
-No me lo han precisado -respondió riendo mi
interlocutor-; me sentí, con todo, inclinado a suponer que el
juicio se refería a la parte moral más bien que a la
parte física de Wilhelm Storitz, de quien, si no me equivoco,
convendría de todas maneras desconfiar.
-Se estará en guardia, mi querido amigo, por lo
menos hasta el día en que la señorita Myra Roderich se
haya convertido en la esposa de Marcos Vidal.
Dicho esto y sin inquietarme gran cosa por el asunto
estreché cordialmente la mano del subjefe de policía y
regresé a mi casa a terminar mis preparativos de viaje.

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