El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo X
Así, pues, no podía abrigarse ya ninguna
duda acerca de la intervención de Wilhelm Storitz en los
acontecimientos ocurridos en la mansión de los Roderich.
Nos encontrábamos en posesión de una
prueba material, y no nos veíamos ya reducidos a simples
presunciones. Que el culpable fuese él mismo o que hubiese sido
otro, lo cierto era que aquel extraño robo se había
cometido en beneficio suyo, si bien no podíamos comprender el
móvil ni explicarnos su desarrollo.
-¿Continuará usted dudando ahora, mi
querido Vidal? -exclamó el capitán Haralan, cuya voz
estaba trémula por la cólera.
El jefe de policía guardaba silencio. En aquel
extraño asunto quedaba todavía mucho sin conocer. Aunque
era cierto que la culpabilidad de Wilhelm Storitz resultaba evidente e
incontestable, no era menos cierto que se desconocían los medios
de que se había servido y no se sabía si podríamos
llegar a conocerlos algún día.
Por lo que a mí hace, no supe qué
contestar a la interpelación directa que el capitán
Haralan me había dirigido. ¿Qué hubiera podido
contestarle? ...
-¿No es ese miserable -continuó diciendo
el capitán con nueva furia- el que fue a insultarnos,
lanzándonos al rostro ese Canto del odio, como un ultraje al
patriotismo magiar? ¡Usted no le vio, cierto, pero le oyó!
Estaba allí, aun cuando escapándose a nuestras miradas...
¡En cuanto a esta corona, manchada con el contacto de su mano, no
quiero que subsista de ella ni una sola hoja!
El señor Stepark le detuvo en el momento en que
iba a destrozarla.
-No olvide usted que eso constituye una pieza de
convicción y que puede servir si, como creo, el asunto tiene
consecuencias.
El capitán Haralan le entregó la corona
y todos bajamos la escalera, después de haber visitado por
última vez, y sin ningún resultado, todas las
habitaciones de la casa.
Se cerraron nuevamente con llave las puertas de la
casa y de la verja, se colocaron los sellos, y la morada quedó
sumida en el abandono en que la habíamos encontrado.
Sin embargo, y a todo evento, dos agentes
permanecieron, por orden del jefe, vigilando en los alrededores.
Después de despedirnos del jefe de
policía, que nos rogó guardásemos el mayor secreto
acerca del resultado del registro, el capitán Haralan y yo nos
dirigimos a su casa, siguiendo el bulevar.
Mi compañero no podía contenerse, y su
cólera se desbordaba en frases y ademanes de extrema violencia,
y en vano habría intentado yo calmarle. Esperaba, por lo
demás, que Wilhelm Storitz hubiese abandonado o abandonara
pronto la ciudad, cuando tuviera conocimiento de que su casa
había sido registrada y que la policía poseía la
prueba del papel que él había desempeñado en aquel
asunto.
Así fue que me contenté con decirle:
-Mi querido Haralan, comprendo, y me explico, su
cólera, y concibo perfectamente que no quiera usted dejar
impunes esos insultos, pero no olvide que el señor Stepark nos
ha encargado guardar el secreto.
-¿Y mi padre? ... ¿Y Marcos? ...
¿No vamos a informarles del resultado del registro?
-Indudablemente, pero creo que debemos limitarnos a
indicarles sencillamente que no hemos podido encontrar a Wilhelm
Storitz y que no debe hallarse en Raab, cosa que, entre
paréntesis, me parece probable.
-¿Y no les diremos que la corona fue encontrada
en su casa?
-Sí, es preferible que lo sepan; pero me parece
inútil hablar de ello a su madre y a su hermana. Lo único
que se conseguiría sería aumentar sus inquietudes. Yo, en
su lugar, diría que la corona había sido encontrada en el
jardín de su casa, y se la devolvería a su hermana.
Pese a su repugnancia, el capitán Haralan
convino en que yo tenía razón, y me encargó que
fuese a buscar la corona a casa del señor Stepark, que no se
negaría seguramente a dármela según mis
deseos.
Tenía, con todo, gran prisa por volver a ver a
mi hermano, y sobre todo porque su boda se realizase lo antes
posible.
Al llegar a casa de Roderich, el criado nos hizo pasar
al despacho del doctor, donde éste nos aguardaba en
compañía de Marcos.
La impaciencia de ambos era, naturalmente, grande, y
nos abrumaron a preguntas antes de que hubiéramos franqueado la
puerta.
¡Cuáles fueron su sorpresa y su
indignación al escuchar el relato de lo que acababa de pasar en
el bulevar Tekeli! Mi hermano no podía contenerse. Lo mismo que
el capitán Haralan quería castigar a Wilhelm Storitz
antes de que la Justicia hubiese intervenido. En vano le objetaba yo
que su enemigo había, de fijo, dejado la ciudad.
-¡Si no está en Raab -decía-
estará en Spremberg!
Mucho me costaba moderar sus arrebatos de ira, y fue
preciso que el doctor Roderich uniese sus instancias a las
mías.
-Mi querido Marcos -dijo-, atienda los consejos y
advertencias de su hermano y dejemos extinguirse por sí mismo
este asunto, tan molesto para mi familia. El silencio es lo mejor para
que todo ello se olvide.
Mi hermano, con la cabeza entre las manos, causaba
pena: ¡cuánto no habría dado yo porque Myra
Roderich fuera ya Myra Vidal!
El doctor añadió que iría a ver
al gobernador de Raab.
Wilhelm Storitz era extranjero y Su Excelencia no
vacilaría en dictar un decreto de expulsión contra
él. Lo que urgía era impedir que pudieran renovarse los
hechos de que había sido teatro la casa de Roderich, aunque
tuviésemos que renunciar a darnos de ellos una
explicación satisfactoria.
En cuanto a creer que Wilhelm Storitz poseyese, como
se había alabado de poseer, un poder sobrehumano, nadie
podía admitirlo.
En lo que concernía a la señora Roderich
y su hija, hice valer las razones que, a mi juicio, aconsejaban un
silencio absoluto. No debían saber ni que hubiese intervenido la
policía ni que se había desenmascarado a Wilhelm
Storitz.
Mi proposición relativa a la corona fue
aceptada. Fingíamos que Marcos la había encontrado por
casualidad en el jardín de la casa, con lo cual quedaría
demostrado que todo lo ocurrido se debía a un bromista de mal
género, bromista a quien acabaríamos por descubrir, para
castigarlo como se merecía.
Aquel mismo día fui al ayuntamiento, donde
pedí la corona al señor Stepark, quien accedió a
entregármela, regresando con ella a casa de Roderich.
Estábamos aquella tarde reunidos en el
salón con la señora Roderich y su hija, cuando Marcos,
después de haberse ausentado un instante, volvió
gritando:
-¡Myra, mi querida Myra, fíjate en lo que
te traigo!
-¡Mi corona! -exclamó Myra,
lanzándose hacia mi hermano.
-Sí -respondió Marcos-. Allí...,
en el jardín... la encontré tras un macizo, donde sin
duda, fue a caer.
-Pero, ¿cómo... cómo?
-repetía la señora Roderich.
-¿Cómo? -replicó el doctor-. Esto
es obra de un intruso que se mezcló entre nuestros invitados. No
hay que volver a hablar más de esa absurda aventura.
-¡Gracias, gracias, mi querido Marcos! -dijo
Myra, mientras una lágrima se deslizaba por sus mejillas.
Los días que siguieron no trajeron consigo
ningún nuevo incidente. La población recobraba su
tranquilidad habitual. Nadie se había enterado del registro
llevado a cabo en la casa del bulevar Tekeli, y nadie pronunciaba ya el
nombre de Wilhelm Storitz. No quedaba otra cosa que hacer que esperar
paciente o impacientemente, el día en que se celebrase la boda
de Marcos y de Myra Roderich.
Consagraba yo el tiempo que me dejaba libre mi hermano
a diferentes paseos por los alrededores de Raab, en los que me
acompañaba muchas veces el capitán Haralan.
En otras ocasiones era raro que no siguiésemos
por el bulevar Tekeli para salir de la ciudad. Era indudable que la
casa misteriosa atraía a mi amigo. Esto, por otra parte, nos
permitía ver que la casa continuaba desierta y custodiada
siempre por dos agentes. Si Wilhelm Storitz hubiera aparecido, la
policía, advertida inmediatamente de su regreso, le hubiera
echado mano, arrestándole.
Pero muy pronto tuvimos una prueba evidente de su
ausencia y la certidumbre de que, por entonces al menos, no
podía encontrársele en las calles de Raab.
Llamado el día 29 de mayo por el señor
Stepark, supe de sus labios que la ceremonia del aniversario de Otto
Storitz había tenido lugar el día 25 en Spremberg.
La ceremonia atrajo un número considerable de
espectadores, no tan sólo de la población de Spremberg,
sino también millares de curiosos llegados de las ciudades
próximas, y hasta de Berlín. La muchedumbre no cupo en el
cementerio y de ahí una multitud de accidentes, personas
asfixiadas y atropelladas, que al día siguiente, encontraron en
el cementerio un sitio que no habían podido hallar la
víspera.
No se habrá olvidado lo que ya dijimos que Otto
Storitz había vivido y muerto en plena leyenda; así todos
aquellos supersticiosos esperaban un prodigio póstumo, contando
con que en aquel aniversario debían realizarse fenómenos
fantásticos, el menor de los cuales sería ver salir de su
tumba al sabio alemán, y nada tendría de extraño
que al llegar tal momento se alterase el orden universal; la Tierra,
modificando su movimiento habitual sobre su eje, se pondría a
girar de Este a Oeste, rotación anormal en todo el sistema
solar, cuyas consecuencias serían incalculables, etc., etc.
Tales eran los rumores que circulaban entre la muchedumbre. Sin
embargo, las cosas habían pasado de la manera más
natural. La losa del sepulcro no se había levantado, el muerto
no abandonó su morada, y la tierra siguió girando
según las reglas establecidas desde el principio del mundo.
Pero lo que nos interesaba bastante más era que
a aquella ceremonia había asistido personalmente el hijo de
Otto. Esto constituía la prueba material de que efectivamente
había abandonado Raab, y yo esperaba que lo hubiera hecho con la
intención de no volver jamás.
Me apresuré a poner nuevas tan agradables en
conocimiento de Marcos y del capitán Haralan.
No obstante, y aun cuando la emoción producida
por los sucesos hubiese disminuido y se hubiera atenuado bastante, el
gobernador de Raab no dejaba de inquietarse todavía. Que los
prodigiosos fenómenos que nadie pudo hasta entonces explicar,
fueron debidos a esta o aquella causa, no había eso dejado de
perturbar la ciudad, y convenía impedir a todo trance que
volvieran a producirse.
No debe causar ninguna sorpresa que digamos que Su
Excelencia quedó vivamente impresionado cuando el jefe de
policía le hizo conocer la situación de Wilhelm Storitz
respecto de la familia Roderich, y de la clase de amenazas que
había proferido.
Así, tan pronto como el gobernador tuvo
conocimiento de los resultados del registro, decidió proceder
contra aquel extranjero. Al fin y al cabo había habido
allí un robo, cometido por Wilhelm Storitz o por algún
cómplice en beneficio suyo. De no haber salido de Raab, se le
habría detenido, y una vez entre las cuatro paredes de una celda
no era probable que pudiera salir sin ser visto, como había
penetrado en los salones de los Roderich.
A esto se debió que el día 30 de mayo se
entablase la siguiente conversación entre Su Excelencia y el
señor Stepark:
-¿No ha sabido nada de nuevo?
-Nada, Excelencia.
-¿No hay ningún motivo para creer que
Wilhelm Storitz tenga intención de volver a esta ciudad?
-Ninguno.
-¿Continúa vigilada la casa?
-Día y noche.
-Escribí a Budapest, a propósito de este
asunto, cuya resonancia ha sido tal vez más considerable de lo
que merece, y se me ha autorizado para que adopte las medidas que crea
convenientes.
-En tanto que Wilhelm Storitz no reaparezca por Raab
nada habrá que temer de él -contestó el jefe de
policía- y sabemos de cierto, y por buen conducto, que se
encontraba en Spremberg el día veinticinco.
-En efecto, señor Stepark; pero puede sentir la
tentación de volver por aquí, y eso es lo que se debe
evitar a todo trance.
-Nada más fácil, Excelencia. Como se
trata de un extranjero, bastará un decreto de
expulsión...
-Un decreto -interrumpió el gobernador- que le
prohíba, no tan sólo permanecer en la ciudad de Raab,
sino en todo el territorio.
-En cuanto tenga en mi poder ese decreto, haré
que se comunique a todos los puestos de la frontera.
Tal decreto fue firmado en el acto, y el territorio
del reino quedó vedado al alemán Wilhelm Storitz. Estas
medidas eran a propósito para tranquilizar al doctor, a su
familia y a sus amigos. No obstante, todos nos hallábamos muy
lejos de haber penetrado los secretos de aquel asunto, y más
lejos aún de imaginar las peripecias que nos reservaba.

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