El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo VII
¿Quién podía ser el autor de
aquel acto incalificable, sino el único que tenía
interés en cometerlo? ¿Iría aquel primer ataque
seguido de otros actos más graves? ¿No significaba el
comienzo de las represalias contra la familia Roderich?
A primera hora, el doctor Roderich fue informado del
incidente por su hijo, quien inmediatamente después vino al
hotel Temesvar.
Fácil es imaginar el estado de
irritación en que se encontraría el capitán
Haralan ante aquellos acontecimientos.
-¡Ese bribón es el que ha dado el golpe!
-decía-. No sé cómo se las ha compuesto, y no se
contentará con eso indudablemente, pero no le dejaré
seguir adelante.
-Conserve su sangre fría -dije-, y no vaya a
cometer alguna imprudencia, que pudiese complicar la
situación.
-Mi querido Vidal; si mi padre me hubiese prevenido
antes de que ese hombre hubiera salido del hotel, o si después
me hubiese dejado obrar, a estas fechas nos habríamos
desembarazado ya de él.
-Sigo creyendo, mi querido Haralan, que ha sido mejor
que no se haya puesto en evidencia.
-¿Y si continúa?
-Será cuestión de reclamar la
intervención de la policía. Piense usted en su madre y en
su hermana.
-¿No van a saber lo que acontece?
-No se les dirá nada ni a ellas ni a Marcos.
Después de la boda veremos qué actitud es conveniente
adoptar.
-¿Después? ¿Y si entonces es
demasiado tarde?
Aquel día, en la casa, y cualesquiera que
fuesen las preocupaciones del doctor Roderich, su mujer y su hija no se
ocupaban más que de la velada que iba a darse esa misma noche;
habían querido hacer bien las cosas, como suele decirse. El
doctor, que era amigo de la mejor sociedad de Raab, había hecho
un gran número de invitaciones; como en terreno neutral se
encontrarían en su casa la aristocracia y el ejército, la
magistratura y los funcionarios; el gobernador de Raab había
aceptado la invitación del doctor, con quien le unía
antigua amistad personal.
Los salones de la casa bastarían para contener
los ciento cincuenta invitados que debían reunirse aquella
noche; en cuanto a la cena, sería servida en la galería
al final de la velada.
Nadie pensará en admirarse de que la
cuestión del traje hubiese preocupado a Myra Roderich, ni que
Marcos hubiera querido aportar a ella su buen gusto de artista. Por
otra parte, Myra era magiar y el magiar, cualquiera que sea su sexo, se
preocupa mucho de la vestimenta; lo lleva en sí, lo mismo que el
amor a la danza, amor que llega hasta la pasión;
aplicándose, pues, lo que he dicho de Myra a todas las damas y
todos los caballeros, podía presumirse que aquella velada iba a
ser muy brillante.
Por la tarde habían terminado los preparativos;
yo permanecí todo aquel día en casa del doctor, esperando
la hora de proceder a mi tocado, como un verdadero magiar.
En un instante en que estaba asomado a una de las
ventanas que dan al muelle Batthyani, tuve el gran disgusto de ver a
Wilhelm Storitz; ¿era la casualidad lo que allí le
llevaba? Indudablemente, no; paseaba lentamente por el muelle, con la
cabeza inclinada, pero cuando se halló frente a la casa, se
enderezó, y ¡qué mirada brotó de sus ojos!
Pasó varias veces, y la señora Roderich no dejó de
advertirlo; lo señaló al doctor, que limitóse a
tranquilizarla sin decir nada de la reciente visita del
enigmático personaje.
Añadiré que cuando Marcos y yo salimos
para dirigirnos al hotel Temesvar, nos cruzamos con Wilhelm Storitz en
la plaza Magiar; tan pronto como vio a mi hermano se detuvo con un
movimiento brusco y pareció vacilar, como si hubiese querido
acercarse a nosotros; mas permaneció inmóvil,
pálido el rostro y los brazos con una rigidez
cataléptica... ¿Iría a caer al suelo? Sus
fulgurantes ojos lanzaban a Marcos miradas terribles, que Marcos
afectaba no ver.
-¿Te has fijado en ese individuo? -me
preguntó mi hermano en cuanto le hubimos dejado
atrás.
-Sí, Marcos.
-Es el Wilhelm Storitz de quien te he hablado.
-Ya lo sé
-¿Le conocías?
-El capitán Haralan me lo ha mostrado una o dos
veces.
-Creía que estaba fuera de Raab.
-Parece que no, o por lo menos si se fue, ha
vuelto.
-¡Poco importa, después de todo!
-Sí, poco importa -respondí.
Pero, a mi juicio, la ausencia de Wilhelm Storitz
hubiera sido mucho más tranquilizadora para todos nosotros.
Serían las nueve de la noche cuando los
primeros carruajes se detenían ante la casa de Roderich y
comenzaban a llenarse los salones.
El doctor, su esposa y su hija recibían a los
invitados a la entrada de la galería, resplandeciente de luces.
No tardó en ser anunciado el gobernador de Raab. Con grandes
muestras de simpatía, Su Excelencia presentó sus respetos
a la familia; Myra fue particularmente el objeto de sus cumplidos,
así como mi hermano. De todas partes llegaban las felicitaciones
a los prometidos.
Entre nueve y diez llegaron las autoridades de la
ciudad, los oficiales, los compañeros del capitán
Haralan, quien, a pesar de reflejar en su rostro alguna
preocupación, se esforzaba por acoger amablemente a los
invitados.
Los tocados de las señoras resplandecían
en medio de los uniformes y de los trajes de etiqueta; todas aquellas
personas iban y venían por los salones y la galería; se
admiraban los regalos expuestos en el despacho del doctor, las alhajas
y los bibelots, entre los cuales los de mi hermano revelaban un gusto
exquisito pocas veces visto.
Sobre una de las consolas del salón grande
hallábase depositado el contrato, que había de ser
firmado en el transcurso de la velada; y sobre otra consola estaba
colocado un magnífico ramo de rosas y flores de azahar, el ramo
de los esponsales, y según la costumbre magiar, cerca del ramo,
y sobre un almohadón de terciopelo, reposaba la corona nupcial
que debía llevar Myra el día de la boda, al dirigirse a
la catedral.
La velada comprendía tres partes: un concierto
y un baile, separados por la firma solemne del contrato; el baile no
debía comenzar hasta después de medianoche, y tal vez la
mayor parte de los invitados lamentasen que empezara tan tarde, pues,
como he dicho, no hay diversión a la que con mayor placer y
ardor se entreguen los húngaros.
La parte musical había sido encomendada a una
notable orquesta de cíngaros; esta orquesta, de gran fama en el
país magiar, no se había dejado oír aún en
Raab; los músicos y el director entraron a la hora
señalada en la sala.
No ignoraba yo que los húngaros son muy
entusiastas de la música, pero, según una
observación muy acertada, existe entre ellos y los alemanes una
diferencia muy marcada en la manera de apreciar su encanto; el magiar
es un diletante, no un actor; no canta, o canta poco; escucha, y cuando
se trata de la música nacional, escuchar es para él una
cosa seria y a la vez un placer de extraordinaria intensidad.
La orquesta se componía de una docena de
artistas, bajo la dirección de un jefe, e iban a ejecutar sus
más hermosas creaciones, esas czardas que son cantos guerreros,
marchas militares, que el magiar, hombre de acción, prefiere a
las baladas alemanas, románticas y soñadoras.
Tal vez cause extrañeza que para una velada de
esponsales no se hubiese escogido una música más
apropiada a esa clase de ceremonias, pero la tradición no es
ésa, y Hungría es el país de las tradiciones y
permanece fiel a sus melodías populares; lo que necesita son
aires animados; esas marchas rítmicas que evocan el recuerdo de
los campos de batalla y celebran las hazañas de su historia.
Los cíngaros vestían sus típicos
trajes; no me cansaba de observar aquellos tipos tan curiosos, sus ojos
brillantes bajo espesas y pobladas cejas, sus pómulos salientes,
su blanca dentadura, que deja al descubierto los labios; sus cabellos
negros, ondulando sobre la frente.
El repertorio de la orquesta produjo un gran efecto;
los invitados escuchaban con religiosa atención, rompiendo luego
en frenéticos aplausos; de esta manera fueron acogidas las
piezas más populares, que los cíngaros ejecutaron con una
maestría capaz de despertar los ecos más completos de la
puszta.
El tiempo destinado a esta audición
había transcurrido. Por mi parte, había experimentado un
placer de los más vivos en aquel ambiente magiar, y llegando a
mis oídos, en los silencios de la orquesta, el lejano murmullo
del Danubio.
No me atrevería a afirmar que Marcos hubiese
gozado del encanto de aquella extraña música;
había otra más dulce, más suave y tierna,
más íntima, que embriagaba por completo su alma; sentado
al lado de Myra Roderich, se hablaban con los ojos, cantando esas
romanzas sin palabras que hechizan el corazón de los novios.
Tras los últimos aplausos, el director de la
orquesta se levantó, imitándole sus compañeros, y
después de recibir las felicitaciones del doctor Roderich y del
capitán Haralan, felicitaciones que parecieron alegrarles mucho,
se retiraron.
Procedióse entonces, sin tardanza, a la firma
del contrato, lo que se hizo con toda solemnidad; hubo después
lo que yo denominaría un entreacto, durante el cual los
invitados abandonaron sus asientos, se buscaron, formando grupos
según las simpatías de cada uno, dispersándose
algunos por el jardín, brillantemente iluminado, en tanto que
circulaban las bandejas cargadas de bebidas refrescantes.
Hasta aquel momento nada había venido a turbar
el orden de la fiesta, y habiendo comenzado bien, ninguna razón
había para pensar que no terminase lo mismo. En verdad, si yo
hubiera podido abrigar algún temor, si algunas inquietudes
habían brotado en mi espíritu, debía haber
recobrado toda mi tranquilidad.
Así fue que no escatimé mis
felicitaciones a la señora Roderich.
-Le doy las gracias, señor Vidal -me
respondió-, y me encuentro muy satisfecha de que mis invitados
hayan pasado unas horas agradables; pero en medio de todas esas gentes
dichosas y alegres, yo no veo más que a mi querida hija y a su
hermano Marcos; ¡son tan felices!
-Es una felicidad que le deben a usted; ¿no es
la felicidad de sus hijos la mayor gloria que pueden soñar un
padre y una madre?
¿Por qué extraña
asociación de ideas esta frase tan común trajo a mi mente
el recuerdo de Wilhelm Storitz?
Por su parte, el capitán Haralan no
parecía pensar ni acordarse lo más mínimo de
él; ¿su tranquilidad y despreocupación era real o
aparente, natural o simulada? No lo sé, pero lo cierto es que
él iba de un grupo a otro animando aquella fiesta con su
contagiosa alegría y era indudable que más de una joven
húngara le miraría con cierto interés, pues hay
que tener en cuenta que el capitán. Haralan gozaba de las
simpatías de todos; simpatías que en aquella
circunstancia la ciudad había querido demostrar a la familia
Roderich.
-Mi querido capitán -le dije una de las veces
que pasó por mi lado-, si el final de la velada no desmerece de
su principio...
-No lo dude -contestó-; la música es una
cosa buena, pero el baile es mucho mejor aún.
-¡Pardiez! -repuse-. Un francés no
retrocederá ante un magiar; sepa usted que su hermana me ha
concedido el segundo vals.
-¿Y por qué no el primero?
-¿El primero? ...
-¡Sí, debía ser usted el
preferido!
-Se olvida usted de Marcos. A él le
corresponde, por derecho y por tradición, el primer vals,
¿quiere usted que tenga yo un disgusto con mi hermano?
-Es verdad, mi querido Vidal; a los novios corresponde
abrir el baile.
Reapareció la orquesta de los cíngaros,
instalándose en el fondo de la galería; algunas mesas se
habían dispuesto en el despacho del doctor, con objeto de que
las personas serias, a quienes no conviniesen los valses y las
mazurkas, pudieran entregarse a los placeres del juego.
Ahora bien, la orquesta se hallaba presta a preludiar,
esperando que el capitán Haralan diese la señal, cuando
del lado de la galería, cuya puerta se abría al
jardín, se oyó una voz, lejana todavía, de una
sonoridad potente y ruda; era un canto extraño, de un ritmo
raro, al que faltaba la tonalidad: eran frases no ligadas por
ningún lazo melódico.
Las parejas, formadas ya para el primer vals, se
habían detenido. Se escuchaba. ¿No se trataría de
una sorpresa añadida a la velada?
El capitán Haralan se había acercado a
mi lado.
-¿Qué es eso? -le pregunté.
-No lo sé -respondió, en un tono en el
que se percibía cierta inquietud.
-¿De dónde procede ese canto? ¿De
la, calle?
-No... No lo creo.
En efecto, el sitio desde donde la voz llegaba a
nosotros debía de ser el jardín, cerca de la
galería hasta parecía que el que cantaba estaba a punto
de entrar en ella.
El capitán Haralan me cogió del brazo y
me condujo cerca de la puerta del jardín.
No había entonces en la galería
más de unas doce personas, sin contar la orquesta, instalada en
el fondo. Los demás invitados permanecían en los
salones.
El capitán Haralan fue a colocarse en la
escalinata. Le seguí, y nuestras miradas pudieron recorrer el
jardín, iluminado en toda su extensión. No descubrimos a
nadie.
Los esposos Roderich se unieron a nosotros en aquel
momento, y el doctor dijo a su hijo algunas palabras, a las que
éste respondió con un gesto negativo.
La voz, sin embargo, continuaba dejándose
oír más acentuada, más imperiosa, y cada vez
más próxima.
Marcos, conduciendo a Myra del brazo, reunióse
con nosotros en la galería, en tanto que la señora
Roderich permanecía junto a otras señoras, que la
interrogaban, y a las que no sabía qué contestar.
-¡Yo sabré lo que es! -dijo el
capitán Haralan, descendiendo por la escalinata.
El doctor Roderich, varios criados y yo le
seguimos.
De pronto, y cuando el cantor parecía hallarse
a muy pocos pasos de la galería, cesó la voz.
El jardín fue recorrido de extremo a extremo y
explorados todos los macizos. Como las iluminaciones no dejaban
ningún rincón en la sombra, la investigación pudo
ser minuciosa, y sin embargo no se encontró a nadie.
¿Era posible que aquella voz fuera la de un
transeúnte retrasado que pasara por el bulevar Tekeli?
Parecía esto poco verosímil, sobre todo al comprobarse
que el bulevar se hallaba completamente desierto.
Una sola luz brillaba, visible apenas a quinientos
pasos hacia la izquierda, la que se filtraba por la terraza de la casa
Storitz.
Cuando regresamos a la galería no pudimos
responder a las preguntas que se nos dirigían de todos
lados.
El capitán Haralan cortó las preguntas
dando la señal para el principio del vals.
-Y bien -me preguntó Myra, riendo-, ¿no
ha elegido usted su pareja para el vals?
-Mi pareja es usted, señorita; pero sólo
para el segundo vals.
-Entonces, mi querido Enrique -dijo Marcos-, no vamos
a hacerte esperar mucho.
Marcos se engañaba; mucho más tiempo del
que él entonces creía, debía esperar yo el vals
que Myra me había prometido; en realidad, sigo aún
esperándolo.
Acababa la orquesta el preludio, cuando, sin que se
viese al cantor, resonó nuevamente la voz esta vez en medio del
salón.
Al susto y azoramiento de los invitados unióse
una viva indignación; la voz lanzaba a plenos pulmones el Canto
del odio, de Federico Margrade; ese himno alemán que debe a su
violencia, abominable celebridad. ¡Había allí una
provocación palmaria al patriotismo magiar, un insulto directo y
buscado!
¡Y a todo esto sin que se viera a aquel cuya voz
sonaba en medio del salón! Estaba allí y no obstante
nadie podía descubrirle.
Las parejas se habían dispersado,
retirándose a la sala y a la galería dominaba el
pánico a todo el mundo, especialmente a las señoras.
El capitán Haralan andaba por medio del
salón con los ojos encendidos y extendidas las manos, como para
coger al ser que escapaba a nuestras miradas.
En aquel momento cesó la voz con la
última estrofa del Canto del odio.
Y entonces yo vi..., sí, y cien personas vieron
como yo, lo que ellas mismas se negarían a creer si se lo
hubiesen contado.
El ramo depositado sobre la consola, el ramo de
esponsales, fue bruscamente arrancado, destrozado, y sus flores
parecieron ser pisoteadas. ¡Y no fue solo esto, sino que el
contrato se rasgó en el aire y sus pedazos cayeron al suelo!
El espanto dominó a todo el mundo; todos
querían escapar del teatro de tan extraños y
sorprendentes fenómenos. Por mi parte me preguntaba si estaba en
mi sano juicio y si debía dar crédito a aquellos
inexplicables y absurdos sucesos.
El capitán Haralan acababa de reunirse conmigo,
diciéndome, pálido de cólera:
-¡Ése es Wilhelm Storitz!
¿Wilhelm Storitz? ¿Estaba loco?
Si no lo estaba él, yo iba camino de serlo.
Estaba bien despierto, no soñaba, y sin
embargo, vi, sí, vi, con mis propios ojos, cómo en aquel
instante la corona nupcial se alzaba del almohadón sobre el que
estaba colocada, sin que fuera posible descubrir la mano que la
sostenía, y atravesaba el salón y la galería yendo
a desaparecer entre los macizos del jardín.
-¡Esto es demasiado! -gritó el
capitán Haralan, que salió rápidamente del
salón, atravesó como una tromba el vestíbulo y se
lanzó por el bulevar Tekeli.
Yo me precipité en su seguimiento. Corrimos
hacia la casa de Wilhelm Storitz, una de cuyas ventanas continuaba
brillando débilmente en medio de la noche; el capitán,
asiendo la puerta de la verja, la sacudió rudamente. Sin darme
perfecta cuenta de lo que hacía, uní a los suyos mis
esfuerzos pero la puerta era sólida y nuestras fuerzas aunadas
fueron estériles.
Pasados algunos minutos sin lograr nada, nuestra rabia
fue aumentando en proporciones considerables, quitándonos el
poco juicio que nos quedaba.
De súbito, la puerta giró sordamente
sobre sus goznes.
El capitán Haralan se había equivocado
al acusar a Wilhelm Storitz. Éste no había dejado su
morada, puesto que era él mismo quien nos abría la
puerta.

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