El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo IX
La dirección tomada por el señor Stepark
le hacía pasar por el norte de la ciudad, en tanto que sus
agentes, de dos en dos, atravesaban los barrios del centro. El
capitán Haralan y yo, después de haber llegado a la
extremidad de la calle Esteban I, seguimos el muelle a lo largo del
Danubio.
Excepto en el barrio comercial, lleno de gente a
aquella hora, los transeúntes eran muy raros; sin embargo si el
jefe de policía y sus agentes hubiesen venido con nosotros no
habríamos dejado de llamar la atención y era preferible
habernos separado al salir del ayuntamiento.
El capitán Haralan continuaba guardando
silencio, y yo seguía abrigando temores de que no fuera
dueño de sí y se entregase a algún acto de
violencia al encontrarse con Wilhelm Storitz. Por ello llegaba casi a
lamentar que el señor Stepark nos hubiese permitido
acompañarle.
Un cuarto de hora nos bastó para llegar a la
casa de Roderich. Ninguna de las ventanas de la planta baja se
había abierto aún, así como tampoco las de las
habitaciones de la señora Roderich y de su hija.
¡Qué contraste con la animación de la
víspera!
El capitán Haralan se detuvo, y su mirada se
fijó un instante en aquellas persianas corridas mientras un
suspiro se escapaba de su pecho y su mano bosquejaba un ademán
de amenaza, pero sin pronunciar una palabra.
Dada vuelta a la casa, subimos por el bulevar Tekeli y
nos detuvimos cerca de la morada de Storitz. Un hombre paseaba ante la
puerta con las manos en los bolsillos, como un indiferente: era el jefe
de policía. El capitán Haralan y yo nos reunimos con
él.
Casi enseguida aparecieron seis agentes en traje de
paisano, quienes, a una señal de su jefe, se alinearon a lo
largo de la verja. Les acompañaban un cerrajero, llamado para el
caso de que fuera menester descerrajar la puerta.
Como de costumbre las ventanas de la casa de Wilhelm
Storitz estaban cerradas.
-No hay nadie, sin duda -dije al señor
Stepark.
-Vamos a saberlo -me respondió-, pero me
sorprendería que la casa estuviera vacía; vea usted a la
izquierda el humo que se escapa de aquella chimenea.
Un hilillo de humo se elevaba por encima del
techo.
-Si el dueño no está en su casa
-agregó el jefe de policía-, es probable que esté
el criado, y para abrirnos la puerta poco importa que sea el uno o el
otro.
Por lo que a mí hace y teniendo en cuenta la
presencia del capitán Haralan, habría preferido que
Wilhelm Storitz estuviese ausente, y hasta que hubiera abandonado
Raab.
El jefe de policía tiró del llamador, y
aguardamos a que alguien se presentase, o que nos abriera la puerta
desde el interior.
Un minuto transcurrió. Nadie. Segunda
llamada.
-Tienen el oído duro en esta casa
-observó el señor Stepark.
Luego, volviéndose hacia el cerrajero le
dijo:
-Abra usted.
El cerrajero eligió un instrumento de los que a
prevención llevaba y la puerta cedió sin dificultad.
El jefe de policía, el capitán Haralan y
yo penetramos en el patio. Cuatro de los agentes nos
acompañaron, mientras los otros dos permanecían en el
exterior.
Al fondo, una escalinata de tres peldaños daba
acceso a la puerta de entrada de la casa, cerrada como la de la
verja.
El señor Stepark llamó dos veces con su
bastón.
Nadie le contestó y ningún ruido se
dejó oír en el interior de la morada.
El cerrajero introdujo una de sus llaves en la
cerradura y la puerta se abrió enseguida.
-Entremos -dijo el señor Stepark.
El jefe de policía dio unos pasos por el
corredor iluminado por la luz que penetraba desde el jardín y
gritó con voz fuerte:
-¿Hay alguien aquí?
No recibió respuesta ni después de
repetir la llamada; ningún rumor se percibía en el
interior de aquella casa. Lo único que oímos fue algo
así como un frotamiento en una de las habitaciones laterales.
Pero aquello era, sin duda, una ilusión.
El señor Stepark avanzó hasta el fondo
del corredor. Yo iba detrás de él y el capitán
Haralan me seguía.
Uno de los agentes se había quedado de guardia
en la escalinata de la entrada.
Abierta la puerta pudimos, con una sola mirada,
recorrer el jardín entero, en el que todo denotaba claramente la
incuria y el abandono.
¿Debíamos de visitar el jardín
lleno de arbustos y árboles abandonados a sí mismos, sin
cuidados? El capitán Haralan lo creía inútil, pues
no era de suponer que allí se ocultara nadie.
No era ésta, sin embargo, la opinión del
jefe de policía.
El jardín fue visitado, y con toda
minuciosidad.
Los agentes no descubrieron a nadie. Sin embargo, el
señor Stepark no quedó satisfecho con esa
inspección, y quiso cerciorarse por sí mismo de si en el
jardín existía algún indicio revelador.
Nada, ni siquiera huellas recientes de pasos
había en los paseos.
Las ventanas de la casa que daban a este lado estaban
cerradas, a excepción de la última del primer piso, que
daban bastante luz a la escalera.
-Esas gentes -dijo el jefe de policía- no
debían tardar en volver a casa, toda vez que la puerta estaba
cerrada con una sola vuelta de llave, a menos de que hayan tenido aviso
y se hayan escapado.
-¿Cree usted que hayan podido saber que
veníamos? -repliqué-. No, yo creo más bien que van
a regresar de un momento a otro.
El señor Stepark movió la cabeza
dubitativamente.
-Por otra parte, ese humo que se escapa de una de las
chimeneas demuestra que hay fuego en alguna parte.
-Busquemos el fuego -respondió el jefe de
policía.
Después de haber comprobado que el
jardín estaba desierto, lo mismo que el patio, y que nadie
podía estar oculto, el señor Stepark nos indicó
que volviésemos a entrar en la casa, y la puerta del corredor
fue cerrada detrás de nosotros.
A aquel corredor daban cuatro piezas. Una de ellas,
del lado del jardín, se había convertido en cocina; otra
no era, en realidad, más que la caja de la escalera que
subía a las habitaciones del primer piso.
Las pesquisas comenzaron por la cocina; uno de los
agentes abrió las ventanas y contraventanas, dispuestas de modo
que sólo penetraba muy escasa luz.
Nada más rudimentario, nada más sencillo
que el mobiliario de aquella cocina: un hornillo con chimenea, de cada
lado un armario, una mesa en medio, dos sillas de anea y dos taburetes
de madera, diversos utensilios colgados en las paredes y en un
ángulo un reloj de caja y cuyas pesas indicaban que se le
había dado cuerda la víspera.
En el hornillo ardían aún algunos
carbones, que producían el humo que se veía desde el
exterior.
-He aquí la cocina -dije-; pero ¿y el
cocinero?
-¿Y su amo? -añadió el
capitán Haralan.
-Prosigamos nuestras pesquisas -respondió el
señor Stepark.
Las otras dos habitaciones de la planta baja, que
recibían la luz del patio, fueron visitadas. Una de ellas, el
salón, tenía muebles antiguos y viejas tapicerías
de origen alemán. Sobre la chimenea, un reloj de bastante mal
gusto; las saetas inmóviles y el polvo acumulado sobre la esfera
indicaban que no estaba en uso desde hacía mucho tiempo. En uno
de los testeros, frente a la ventana, estaba colgado un retrato con
marco oval, y con este nombre en una cartulina: «Otto Storitz
».
Contemplamos aquel cuadro de dibujo vigoroso y de
colores fuertes, que a pesar de estar firmado por un artista
desconocido, era una verdadera obra de arte.
El capitán Haralan no podía separar sus
miradas de aquel lienzo.
Por lo que a mí respecta, la figura de Otto
Storitz me producía una impresión profunda:
¿dependería esta impresión del estado en que mi
espíritu se encontraba? ¿Sufriría yo, a mi pesar,
y sin darme cuenta, la influencia del miedo? Fuera lo que fuese,
allí, en aquel salón abandonado, se me antojaba que el
retrato estaba vivo, que iba a lanzarse fuera del marco y a gritar con
voz de ultratumba para reprocharnos la visita:
-¿Qué hacen aquí?
¡Cuánta es su audacia viniendo a turbar mi reposo!
La ventana del salón, con las persianas
corridas, dejaba pasar alguna luz; no había sido menester
abrirla, y en aquella relativa penumbra tal vez el retrato ganase
fantasía y contribuyera a impresionarnos más.
El jefe de policía pareció sorprendido
de la semejanza que existía entre Otto y Wilhelm Storitz.
-Teniendo en cuenta la diferencia de edad
-observó-, este retrato lo mismo podría ser el del padre
que el del hijo; son los mismos ojos, la misma frente, la misma cabeza
colocada sobre amplios hombros. ¡Y esa fisonomía
diabólica! Se siente uno tentado de exorcizar tanto al uno como
al otro.
-Sí -repliqué-, la semejanza es
sorprendente.
El capitán Haralan parecía clavado en el
suelo ante aquel lienzo como si el original se hubiera encontrado
delante de él.
-¿Viene usted, capitán? -le dije.
De aquel salón pasamos a la habitación
próxima, atravesando el corredor.
Era éste el gabinete de trabajo, sumamente en
desorden. Varios estantes de madera blanca atestados de libros, sin
encuadernar la mayor parte, obras de matemáticas, de
química y de física principalmente. En uno de los
rincones veíanse multitud de instrumentos, aparatos,
máquinas, un horno portátil, retortas y alambiques,
diversas muestras de metales, algunas de ellas desconocidas para
mí, a pesar de ser ingeniero.
En medio de la habitación, sobre una mesa
cargada de papeles y de objetos de escritorio, tres o cuatro
volúmenes de las obras completas de Otto Storitz. Al lado de
éstos me pude cerciorar de que ese manuscrito, firmado
igualmente por Otto Storitz, era un estudio relativo a la luz.
Papeles, libros y manuscritos fueron recogidos y
sellados.
Las investigaciones hechas en el despacho no dieron
ningún resultado práctico, íbamos, pues, a salir,
cuando el señor Stepark vio sobre la chimenea una redoma de
forma extraña, de vidrio, azulado.
Fuese por obedecer a un sentimiento de curiosidad o
por ceder a sus instintos de policía, el señor Stepark
adelantó la mano para coger aquella redoma, y examinarla. Pero
sin duda hizo un falso movimiento, pues, en el momento de ir a cogerla,
la redoma, que estaba colocada al borde de la chimenea, cayó y
se hizo pedazos contra el suelo.
Un líquido muy fluido, de color amarillento, se
escapó de ella y se convirtió enseguida en vapor, de un
olor muy singular aunque débil, que no habría podido
comparar yo a ningún otro.
-A fe mía -dijo el jefe de policía- que
esa redoma se cayó a propósito.
-Sin duda contenía alguna composición
inventada por Otto Storitz -dije yo.
-Su hijo debe de tener la fórmula, y
podrá volverla a hacer -respondió el señor
Stepark.
Luego, dirigiéndose hacia la puerta,
recomendó a dos de sus agentes que permanecieran de vigilancia
en el corredor.
-Los demás al primer piso
-añadió.
En el fondo, frente a la cocina, se encontraba una
escalera de madera, cuyos peldaños crujían fuertes bajo
nuestros pies.
Al final de ella se abrían dos cuartos
contiguos, cuyas puertas no estaban cerradas con llave, bastando alzar
el picaporte para penetrar en ellos.
La primera de esas habitaciones, que
correspondía al salón de la planta baja, debía de
ser la alcoba de Wilhelm Storitz. No contenía sino una cama de
hierro, una mesa de noche, un armario de roble para ropa blanca, un
tocador, un canapé, un sillón de terciopelo y dos sillas.
Ni cortinajes en el lecho, ni cortinas o visillos en las ventanas; un
mobiliario reducido, en suma, a lo puramente estricto. Ningún
papel, ni sobre la chimenea, ni sobre una mesita colocada en uno de los
ángulos.
La cama estaba deshecha, pero no podíamos dejar
de suponer que había estado ocupada durante la pasada noche.
Aproximándose al lavabo el jefe de
policía observó que el cubo contenía aguas con
algunas pompas de jabón en la superficie.
-Suponiendo -dijo- que hubiesen transcurrido
veinticuatro horas desde que se utilizó esta agua, las pompas
jabonosas estarían disueltas; lo cual indica que nuestro hombre
ha hecho aquí mismo su tocado, esta mañana, antes de
salir.
-De modo que es posible que regrese, a menos que no
descubra a los agentes.
-Si él descubre a mis agentes, mis agentes le
descubrirán a él y tienen orden de conducirle a mi
presencia; pero no creo que se deje prender.
En aquel momento se oyó un ruido especial, como
si alguien se deslizase con precaución sobre el piso; el ruido
parecía proceder de la habitación de al lado, que estaba
encima del despacho.
Había una puerta de comunicación entre
la alcoba y esta pieza, lo cual evitaba el tener que salir para pasar
de una a otra.
Antes que el jefe de policía, el capitán
Haralan se lanzó de un salto hacia aquella puerta; la
abrió bruscamente.
Mas sin duda nos habíamos engañado; no
había nadie allí.
Era posible, después de todo, que aquel ruido
hubiese venido del piso superior, es decir, del ático.
La segunda habitación en que penetramos estaba amueblada con
más sencillez aún que la primera, y tampoco descubrimos
en ella el menor indicio que pudiera orientarnos.
La habitación era indudablemente la del viejo
criado Hermann.
El jefe de policía tenía, por otra
parte, noticia, por los informes de sus agentes, de que si bien la
ventana de la primera alcoba que visitamos se abría algunas
veces para la ventilación, la de la segunda alcoba, que daba
también al patio, permanecía invariablemente cerrada.
Pudimos comprobar nosotros mismos la realidad de esta
observación examinando el estado en que se hallaban las ventanas
y las persianas.
En todo caso la alcoba estaba vacía, y si
ocurría lo mismo con el ático, la terraza y la bodega,
situada bajo la cocina, era que decididamente el amo y el criado
habían abandonado la casa, y tal vez con la intención de
no volver a ella.
-¿No admite usted -pregunté al
señor Stepark- que Wilhelm Storitz ha podido ser informado de
este registro?
-No, a menos que estuviera oculto en mi despacho, o en
el de Su Excelencia cuando hablamos de este asunto.
-Es posible que nos hayan descubierto al llegar al
bulevar Tekeli.
-Sea; pero ¿cómo salieron?
-Por la puerta trasera.
-No la hemos visto, si es que existe; de modo que
tenían que saltar el muro del jardín, que es bastante
elevado. Además, del lado de allá del jardín se
encuentra el foso de las fortificaciones, que no puede franquearse.
La opinión, pues, del jefe de policía
era que Wilhelm Storitz y Hermann se hallaban fuera de la casa cuando
nosotros penetramos en ella.
Salimos de esta última habitación por la
puerta que da a la escalera. En el instante preciso en que
poníamos el pie en el primer escalón para subir al
segundo piso, notamos que la escalera que unía el primer piso
con la planta baja oscilaba fuertemente, como si alguien la hubiese
subido o bajado a pasos rápidos; casi en seguida se
percibió el ruido de una caída, seguido de un fuerte
grito de dolor.
Nos inclinamos sobre el pasamanos y vimos a uno de los agentes que
habían quedado vigilando en el corredor, que se levantaba
apretándose el costado.
-¿Qué ocurre, Ludwig? -preguntó
el señor Stepark.
Explicóse el agente diciendo que se encontraba
de pie sobre el segundo peldaño de la escalera cuando su
atención había sido atraída por el ruido que se
produjo en ella, y que nosotros también habíamos
percibido; volvióse entonces bruscamente para reconocer la causa
del ruido, y es de suponer que había calculado mal sus
movimientos, porque resbalando a un tiempo sus dos talones,
había caído de espaldas, con gran daño para sus
riñones y costillas.
Aquel hombre no podía explicarse su
caída.
Tenía la impresión de que le
habían tirado de los pies para hacerle perder el equilibrio,
pero esto no era admisible, toda vez que se encontraba solo en la
planta baja con su colega, que se había quedado de vigilancia en
la puerta principal que daba al patio.
-¡Hum! -refunfuñó el señor
Stepark con cierta preocupación.
En un minuto llegamos al segundo piso.
Éste estaba formado sólo por el
ático, que se extendía de un extremo a otro, y que estaba
iluminado por algunas pequeñas claraboyas abiertas en el techo,
siéndonos fácil comprobar, con una sola mirada, que nadie
se había refugiado allí.
En el centro, una escalerilla en bastante mal estado
conducía a la terraza, donde se llegaba por una especie de
trampa.
-Esta trampa está abierta -hice observar al
jefe de policía, que había puesto ya un pie en el primer
peldaño.
-En efecto, señor Vidal, y por ahí viene
una corriente de aire, que es indudablemente lo que ha producido el
ruido que oímos; la brisa es fuerte hoy y la veleta gira al
extremo del tejado.
-Sin embargo -respondí- parecía ruido de
pasos.
-Pero ¿quién habría de
producirlos, si no hay nadie?
-A menos que allí arriba...
-¿En ese nicho aéreo? ...
El capitán Haralan escuchaba las frases que
cambiábamos el jefe de policía y yo, contentándose
con decir, señalando la terraza:
-Subamos.
El señor Stepark subió el primero,
ayudándose de una maroma, que hacía las veces de
pasamanos. El capitán Hurlan y yo enseguida nos encaramamos en
pos de él; era probable que tres personas bastasen para llenar
aquel estrecho espacio.
Era, en efecto, una especie de caja de ocho pies
cuadrados de superficie y de unos diez de altura.
Estaba bastante oscura, a causa de las gruesas cortinas que
impedían penetrar la luz a través de los vidrios, pero
tan pronto como fueron levantadas, la claridad penetró a
torrentes.
Por las cuatro caras de la terraza podía la
mirada recorrer todo el horizonte de Raab; nada impedía que las
miradas pudieran extenderse por todos lados con más amplitud que
desde la casa de Roderich, aunque con menos que desde la torre de San
Miguel y la torrecilla del Castillo.
Desde allí volví a ver el Danubio a la
extremidad del bulevar, y la ciudad, extendiéndose hacia el Sur,
dominada por la atalaya del ayuntamiento; por la torre de la catedral y
por la torrecilla de la colina de Wolkang, y alrededor de las vastas
paredes de la puszta bordeada por las lejanas montañas.
Me apresuraré a decir que en la terraza
sucedió lo mismo que había acontecido en las restantes
dependencias de la casa; no se encontró a nadie. Era menester
que el señor Stepark tomase una determinación; aquella
tentativa de la policía no obtendría ningún
resultado, y nada se sabría de los misterios de la casa
Storitz.
Había pensado yo que aquella terraza
serviría para observaciones astronómicas y que
contendría aparatos para el estudio del cielo: error; por todo
mobiliario una mesa y una silla de madera.
Encima de la mesa había algunos papeles y entre
otros, un número del periódico que me había
informado en Budapest del próximo aniversario de Otto Storitz;
aquellos papeles fueron recogidos como los procedentes.
Sin duda era allí donde Wilhelm Storitz iba a
descansar de sus trabajos al salir de su despacho, o mejor dicho de su
laboratorio. En todo caso había leído aquel
artículo que estaba marcado con una cruz hecha con lápiz
rojo.
De pronto se dejó oír una violenta
exclamación de cólera y sorpresa.
El capitán había descubierto sobre una
mesita colocada en un rincón una caja de cartón, que
acababa de abrir. Y de ella sacó ¡la corona nupcial robada
la noche de los esponsales en la casa de Roderich!

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