El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo VI
Dos días más transcurrieron, durante los
cuales consagré todas mis horas libres a recorrer la ciudad.
Hacía también largas paradas en el puente que une las dos
orillas del Danubio con la isla Svendor, y no me cansaba de admirar el
magnífico río.
Tendré que confesarlo: el nombre de Wilhelm
Storitz, muy a mi pesar, asaltaba frecuentemente mi
espíritu.
Era, pues, en Raab, donde ese individuo residía
habitualmente, y según pude saber pronto, con un solo sirviente,
conocido por el nombre de Hermann, ni más simpático ni
más abierto, ni más comunicativo que su amo. Hasta se me
figuró que el tal Hermann recordaba por su tipo y figura y por
su manera de andar al hombre que el día de mi llegada a Raab
había parecido seguirnos a mi hermano y a mí, mientras
paseábamos a lo largo del muelle.
Había creído conveniente no mencionar a
Marcos el encuentro que el capitán Haralan y yo tuvimos en el
bulevar Tekeli; tal vez habría experimentado alguna inquietud al
saber que Wilhelm Storitz había regresado a Raab; ¿por
qué nublar y entenebrecer su ventura con la más ligera
sombra de inquietud?
Me pesaba que aquel rival rechazado no estuviera
ausente de la ciudad, por lo menos hasta el día, ya
próximo, en que el matrimonio de Marcos Vidal y Myra Roderich
fuera un hecho consumado.
En la mañana del 16 me disponía para mi
paseo habitual, que contaba prolongar ese día por la
campiña de Raab, cuando mi hermano penetró en mi
habitación.
-Tengo mucho que hacer -me dijo-, y espero que no te
enfadarás si te dejo solo.
-Puedes marcharte, querido Marcos, y no te preocupes
por mí.
-¿No ha de venir Haralan a buscarte?
-No, hoy no está libre; pero eso importa poco;
iré a almorzar a cualquier fonda de la otra orilla del
Danubio.
-Sobre todo, regresa antes de las siete.
-La mesa del doctor Roderich es demasiado buena para
que pueda olvidarla.
-¡Glotón! Espero que no te
olvidarás tampoco de la velada que se celebrará pasado
mañana en la casa de Roderich; podrás aprovecharla para
estudiar la aristocracia de Raab.
-Una velada de esponsales, Marcos.
-Sí, si así lo prefieres, pero
más bien puede llamarse de contrato; hace mucho tiempo que mi
querida Myra y yo somos prometidos. Hay momentos en que creo que lo
hemos sido siempre.
-¡Sí, de nacimiento!
-¡Tal vez!
-Entonces, ¡adiós, al más dichoso
de los hombres!
-Te apresuras demasiado al calificarme así;
espera para ello a que mi novia se convierta en mi mujer.
Retiróse Marcos después de estrecharme
afectuosamente la mano, y estaba yo a punto de partir cuanto
llegó el capitán Haralan, cosa que me sorprendió
bastante, pues habíamos quedado en que no podíamos vernos
aquel día.
-¡Usted! -exclamé-. Me causa usted una
agradable sorpresa.
Me pareció que el capitán Haralan estaba
algo preocupado y se limitó a responder:
-Mi padre desea hablarle y le aguarda en casa.
-Voy con usted -respondí, bastante sorprendido
y hasta inquieto, sin saber por qué.
Mientras avanzábamos, uno al lado de otro, por
el muelle Batthyani, el capitán Haralan no pronunció una
sola palabra; ¿qué ocurría y qué clase de
comunicación tendría que hacerme el señor
Roderich? ¿Se trataría del matrimonio de Marcos?
Así que llegamos, el criado nos introdujo en el
despacho del doctor. La señora Roderich y su hija habían
ya salido y mi hermano debería reunirse, sin duda, con
ellas.
El doctor se encontraba solo en su despacho, sentado
ante la mesa, y al volverse, me pareció tan preocupado como su
hijo.
«Algo ocurre -pensé-, y seguramente
Marcos nada sabía cuando nos separamos esta
mañana.»
En tanto que el capitán Haralan
permanecía en pie, apoyado en la chimenea, tomé asiento
en un sillón frente al doctor, y esperé, no sin alguna
inquietud, que el doctor tomase la palabra y me hablara del objeto de
su llamada.
-En primer lugar -me dijo-, le doy las gracias por
haber atendido mi llamada y haber acudido a esta casa.
-Estoy por completo a sus órdenes, señor
Roderich -respondí.
-He deseado conversar con usted en presencia de
Haralan.
-¿ Se trata de la boda de mi hermano y la
señorita Myra?
-En efecto.
-¿Es algo grave lo que tiene que decirme?
-Sí y no, pero en cualquier caso, ni mi mujer,
ni mi hija, ni su hermano Marcos están enterados del asunto; he
preferido que ignoraran lo que voy a decirle, y usted me dirá si
he obrado bien al hacerlo así.
Instintivamente asocié en mi espíritu lo
que el doctor iba a manifestarme y el encuentro que el capitán
Haralan y yo tuvimos ante la misteriosa casa del bulevar Tekeli.
-Ayer por la tarde -prosiguió el doctor- cuando
mi esposa y mi hija habían ya salido, a la hora de consulta el
criado me anunció un visitante que hubiera preferido no recibir;
este visitante era Wilhelm Storitz. Pero acaso ignore usted que ese
alemán...
-Estoy enterado -respondí.
-Sabrá, pues, que hará unos seis meses,
antes de que su hermano hiciera la petición que tan bien
acogimos, Wilhelm Storitz solicitó la mano de mi hija.
Después de consultar a mi mujer y a mi hijo, que compartieron mi
repugnancia por semejante matrimonio, respondí a Wilhelm Storitz
que no podíamos aceptar su proposición. En vez de
inclinarse ante esa negativa, renovó su demanda, y yo le
repetí la respuesta anterior, de modo que no le quedase la menor
esperanza de un cambio de parecer.
Mientras el doctor estaba hablando, el capitán
Haralan iba y venía por la habitación deteniéndose
muchas veces junto a una de las ventanas para mirar en dirección
al bulevar Tekeli.
-Señor Roderich -repliqué-, tenía
conocimiento de esa petición, y sé también que fue
hecha antes que la de mi hermano.
-Tres meses antes aproximadamente.
-De modo -proseguí- que no fue porque hubiese
sido aceptado ya, por lo que se negó a Wilhelm Storitz la mano
de Myra, sino única y exclusivamente porque semejante matrimonio
no entraba en los cálculos de ustedes, ¿verdad?
-Justamente; jamás hubiéramos consentido
esa unión, que no podía convenirnos desde ningún
punto de vista, y a la que Myra habría opuesto la negativa
más rotunda y categórica, si de ello hubiera tenido
noticia.
-¿Y fue la persona o la situación de
Wilhelm Storitz lo que dictó la resolución de
ustedes?
-Su situación monetaria es, probablemente,
bastante buena -respondió el doctor-; créese que su padre
le legó una fortuna considerable, debida a fructuosos
descubrimientos; en cuanto a su persona...
-Le conozco, señor Roderich.
-¡Ah! ¿Le conoce usted?
Le expliqué en qué condiciones
había encontrado a Wilhelm Storitz en la Dorotea, sin sospechar
ni remotamente quién pudiera ser. Durante más de cuatro
días, aquel alemán fue mi compañero de viaje entre
Budapest y Vukovar, donde creía yo que había
desembarcado, ya que no se hallaba a bordo a mi llegada a Raab.
-Y por fin -añadí-, durante uno de
nuestros paseos, el capitán Haralan y yo pasamos ante su casa, y
pude reconocer a Wilhelm Storitz en el momento en que salía.
-Pues por Raab corrió el rumor de que estaba
fuera desde hacía varias semanas -dijo el doctor Roderich.
-Eso se creía, y así debía de
ser, puesto que Vidal lo vio en Budapest -intervino el capitán
Haralan-; pero lo cierto es que ha regresado.
La voz del capitán Haralan denotaba una
profunda irritación.
El doctor prosiguió en estos
términos:
-Le he contestado a usted, señor Vidal, acerca
de la situación de Wilhelm Storitz. En cuanto a su modo de
vivir, ¿quién podría alabarse de conocerlo? Es un
ser enigmático. No parece sino que ese hombre viva fuera de la
humanidad.
-¿No habrá en ello alguna
exageración? -observé.
-Sin duda se exagerará algo; pertenece, no
obstante, a una familia bastante sospechosa, y antes que él, la
vida de su padre se prestaba a las más singulares leyendas.
-Que le han sobrevivido, doctor, a juzgar por lo que
leí en un periódico de Budapest, a propósito del
aniversario que se celebra todos los años en Spremberg, en el
cementerio de la ciudad. De creer a ese periódico, el tiempo no
ha debilitado ni hecho desaparecer las supersticiosas leyendas a que se
ha referido usted; era un hechicero, según aseguran, que
poseía secretos del otro mundo y disponía de un poder
sobrenatural; todos los años se espera, al parecer, que se
produzca algún fenómeno extraordinario y sorprendente en
su tumba.
-No se extrañará usted, pues,
señor Vidal -continuó el doctor Roderich- en vista de lo
que se cuenta de Spremberg, que en Raab ese Wilhelm Storitz sea
considerado como un personaje extraño. Tal es el hombre que
pidió la mano de mi hija, y que ayer tuvo la audacia de renovar
su demanda.
-¡Ayer! -exclamé.
-Ayer mismo.
-Y aunque no fuese quien es -dijo el capitán
Haralan-, siempre sería un prusiano, y esto hubiera bastado para
rechazar semejante alianza.
Toda la antipatía que experimenta la raza
magiar por la germánica se traslucía en aquellas
palabras.
-He aquí -prosiguió el doctor-
cómo han ocurrido las cosas; bueno será que ustedes lo
sepan. Cuando me anunciaron la visita de Wilhelm Storitz, vacilé
un momento. ¿Debería recibirle u ordenarle que le dijeran
que no podía atenderle?
-Tal vez habría sido preferible esto, padre
-dijo el capitán Haralan- porque después del fracaso de
su primera tentativa, ese hombre debiera haber comprendido que le
estaba vedado poner aquí los pies bajo cualquier pretexto.
-Sí, tal vez -asintió el doctor-; pero
temí que promoviese algún escándalo.
-¡Al que yo habría puesto fin
inmediatamente!
-Y precisamente porque te conozco -dijo el doctor,
estrechando la mano de su hijo-, fue por lo que preferí obrar
con prudencia. Y a propósito, suceda lo que suceda, apelo a tu
afecto, por tu madre, por mí y por tu hermana, cuya
situación sería sumamente enojosa si su nombre sonara
unido a un escándalo provocado por Wilhelm Storitz.
A pesar de hacer poco tiempo que conocía al
capitán Haralan, juzgábale de un carácter vivo, y
celoso en extremo de cuanto se refiriera a su familia; así es
que consideraba verdaderamente deplorable que el rival de Marcos
hubiese vuelto a Raab, y sobre todo, que hubiera renovado sus
tentativas.
El doctor acabó de contarnos en pormenores
aquella visita.
Tuvo lugar en el mismo despacho donde nos
encontrábamos en aquel instante. Wilhelm Storitz había
empezado a hablar en un tono que revelaba una tenacidad muy poco
corriente. Según él, no podía extrañarse el
doctor Roderich de que fuera a verle e hiciese una segunda tentativa,
después de su regreso a Raab, regreso que, según
él, tuvo lugar cuarenta y ocho horas antes.
En vano fue que el doctor insistiera muy formal y
seriamente en su negativa; Wilhelm Storitz no quiso darse por vencido,
y llegando hasta a encolerizarse, declaró que los esponsales de
mi hermano y de Myra no le harían renunciar a sus pretensiones,
pues amaba a la joven, y que si no era de él, tampoco
sería de nadie.
-¡Insolente! ¡Miserable! -repetía
el capitán Haralan-. Se ha atrevido a hablar de esa manera, y yo
no estaba aquí para tirarle por la ventana.
«Decididamente -pensé- si estos dos
hombres llegan a encontrarse frente a frente será difícil
impedir el escándalo que tanto teme el doctor.»
-Dichas esas palabras -prosiguió el doctor-, me
levanté diciéndole que daba por terminada nuestra
entrevista; el matrimonio de Myra estaba decidido y se
celebraría dentro de muy pocos días... «Ni dentro
de pocos días, ni dentro de muchos», respondió
Wilhelm Storitz. «Caballero -le dije, mostrándole la
puerta- tenga la bondad de salir.» Cualquier otro habría
comprendido que su visita no podía prolongarse; pues bien,
él permaneció aquí; cambió de tono,
intentó obtener por las buenas lo que no logró por la
violencia. Por lo menos, me pidió que se aplazase el matrimonio.
Dirigíme entonces hacia la chimenea para llamar al criado, pero
me agarró del brazo y, presa nuevamente de la cólera,
elevó la voz hasta el punto de que debía de
oírsele desde fuera; afortunadamente, ni mi mujer ni mi hija
habían vuelto aún a casa; Wilhelm Storitz accedió
por fin a retirarse, no sin proferir antes insensatas amenazas: Myra no
se casaría con Marcos, pues surgirían tales
obstáculos que la boda sería imposible; los Storitz
disponían de medios que desafiaban todo poder humano, y no
vacilaría en servirse de ellos contra la imprudente familia que
así le rechazaba. Y diciendo esto, abrió violentamente la
puerta del despacho y salió furioso, cruzándose con
algunas personas que esperaban turno en la galería y
dejándome muy impresionado por sus enigmáticas
palabras.
Ni una sola frase de toda esta escena había
sido referida a la señora Roderich, ni a su hija, ni a mi
hermano; era preferible evitarles esa inquietud; por otra parte,
conocía yo lo bastante a Marcos para temer que quisiese, como el
capitán Haralan, añadir a la escena una segunda
parte.
Sin embargo, este último se rindió ante
las razones de su padre.
-¡Sea! -dijo-. No iré a castigar a ese
miserable; pero, ¿y si es él quien viene a mí?
¿Si es él quien se mete con Marcos? ¿Si es
él quien nos provoca?
El doctor Roderich no supo qué replicar.
Nuestra conversación terminó con el
acuerdo de mantenernos a la expectativa; el incidente
permanecería ignorado de todos si Wilhelm Storitz no pasaba de
las palabras a los hechos.
Y por otra parte, ¿qué podría
hacer él? ¿Qué medios podía emplear para
impedir la celebración de la boda?
¿Sería, acaso, obligando a Marcos por un
insulto público a tener un desafío con él?
¿No sería más bien ejerciendo
alguna violencia contra Myra Roderich? Pero, ¿cómo iba a
penetrar en la casa, donde no sería recibido? No estaría
en su poder forzar las puertas; el doctor Roderich, además, no
vacilaría, si fuera preciso, en prevenir a las autoridades, que
sabrían volver a la razón a aquel loco.
Antes de separarnos, el doctor suplicó de nuevo
a su hijo para que no provocase a aquel insolente personaje, y
sólo violentándose mucho, accedió a ello el
capitán Haralan.
Nuestra plática se había prolongado lo
bastante para que la señora Roderich, su hija y mi hermano
hubiesen tenido tiempo de regresar a la casa; tuve que quedarme a
almorzar, viéndome precisado a dejar para la tarde mi
excursión a los alrededores de Raab.
No hay que decir que tuve que inventar una
razón plausible para justificar mi presencia en el despacho del
doctor. Marcos no sospechó nada y el almuerzo terminó en
medio de la mayor alegría.
Cuando nos hubimos levantado de la mesa, Myra me
dijo:
-Señor Vidal, ya que hemos tenido el gusto de
encontrarle hoy aquí, no se separará ya de nosotros en
todo el día.
-¿Y mi paseo? -objeté.
-Lo daremos juntos.
-Es que yo había contado con que fuera
largo.
-Pues largo será.
-A pie.
-Pues a pie... Pero, ¿es necesario ir lejos?
Estoy segura de que aún no ha admirado usted en toda su belleza
la isla Svendor.
-Debía hacerlo mañana.
-Pues bien, lo haremos hoy.
En compañía, pues, de las damas y de
Marcos, visité la isla Svendor, transformada en jardín
público, una especie de parque con bosquecillos, villas y
atracciones de toda clase.
Sin embargo, mi espíritu no estaba por entero
en el paseo. Marcos advirtió mi distracción, y a sus
preguntas tuve que darle una respuesta evasiva.
¿Era acaso que abrigaba el temor de que
tropezásemos con Wilhelm Storitz? No, pensaba más bien en
lo que él había dicho al doctor Roderich:
«Surgirán tales obstáculos, que la boda será
imposible... Los Storitz disponen de medios que desafían todo
poder humano.»
¿Qué significaban esas palabras?
¿Debían tomarse en serio? Me prometí tener una
explicación con el doctor en cuanto estuviéramos
solos.
Aquella jornada y la del día siguiente
transcurrieron sin novedad; comenzaba a tranquilizarme; no había
vuelto a verse a Wilhelm Storitz, quien, no obstante, no había
abandonado la ciudad; la casa del bulevar Tekeli continuaba habitada;
al pasar por delante de ella vi salir a Hermann, el criado; una de las
veces el propio Wilhelm Storitz apareció en una de las ventanas,
con la mirada fija en dirección del hotel Roderich.
En este estado de cosas, llegó la noche del 17
al 18 de mayo y ocurrió lo siguiente:
Cerradas las puertas de la catedral, y sin que nadie
hubiese podido entrar sin ser visto, la notificación del
matrimonio de Marcos Vidal y Mira Roderich fue arrancada del cuadro, y
por la mañana se hallaron los trozos desgarrados y arrugados; se
substituyó la amonestación; pero una hora más
tarde, esta vez en pleno día, el nuevo anuncio corrió la
misma suerte que el anterior, y así hasta tres veces en el
transcurso del día, sin que fuera posible echar mano al
culpable; cansados de ello, tuvieron los encargados que proteger con
una tela metálica, el cuadro de amonestaciones, fuera de
costumbre.
Este estúpido atentado dio bastante que hablar,
al principio, pero luego nadie volvió a pensar en ello. Sin
embargo, el doctor Roderich, Haralan y yo le concedimos más
seria atención; ni por un instante dudamos que aquello
constituía el primer acto de las hostilidades anunciadas,
especie de escaramuza inicial de la guerra que en cierto modo nos
había declarado el insensato de Wilhelm Storitz.

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