El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XII
Nos hallábamos en el día primero de
junio. Aquella fecha, tan impacientemente esperada, había
parecido que no iba a llegar jamás.
Por fin estábamos en ella. Algunas horas
más, y el matrimonio iba a tener lugar en la catedral de
Raab.
La aprensión que había podido dejar en
nuestro espíritu el recuerdo de los inexplicables incidentes que
se remontaban entonces a unos doce días antes, se había
desvanecido por completo después de la audiencia del
gobernador.
Me levanté muy temprano; pero por mucha prisa
que yo tuviese, Marcos tenía más y se me había
adelantado; aún no había acabado de vestirme cuando ya
estaba él en mi habitación.
Estaba ya en traje de ceremonia; se hallaba radiante
de dicha y ninguna sombra venía a oscurecerla; me abrazó
con gran efusión, y yo le estreché entre mis brazos.
-Myra me recomendó que te recordase...
-Que es para hoy -respondí riendo-; pues bien,
dile que si no falté a la hora de la audiencia del gobernador,
tampoco faltaré a la de la Catedral. Procura no ser tú
quien se haga esperar, mi querido Marcos. Tu presencia es indispensable
y la fiesta no se podría celebrar sin ti.
Me dejó, y yo me apresuré a terminar mi
tocado, aun cuando apenas eran las nueve de la mañana.
Nos habíamos citado en casa de Roderich, pues de allí
debían partir los carruajes. Aunque no fuese más que para
poner de relieve mi exactitud, llegué más pronto de lo
necesario, lo cual me valió una tierna sonrisa de la desposada,
y me instalé en el salón.
Una tras otra fueron presentándose las personas
que habían figurado la víspera en la ceremonia del
palacio. Como en el día anterior, todos vestían de
etiqueta; los dos oficiales llevaban cruces y condecoraciones sobre sus
espléndidos uniformes del regimiento de los Confines
Militares.
Myra Roderich -¿y por qué no decir Myra
Vidal, ya que los dos prometidos estaban ligados, en realidad, por la
orden del gobernador?-, Myra vestida de blanco y llevando al costado el
ramo de desposada, ostentaba sobre sus rubios cabellos la corona
nupcial, de la que se desprendía, formando largos pliegues, su
gran velo de tul blanco. Aquella corona era la que le había
llevado mi hermano. No quiso otra.
Al penetrar en el salón, con su madre,
corrió hacia mí y me estrechó las manos; yo, por
mi parte, correspondí a su apretón fraternalmente.
-Ah, hermano -exclamó con los ojos radiantes de
alegría-, ¡qué feliz soy!
Ninguna huella quedaba de los malos días
pasados, de las tristes pruebas a que se había visto sometida
aquella honrada familia. Hasta el capitán Haralan me
pareció que lo había olvidado todo; la prueba fue que me
dijo, estrechándome la mano:
-¡No... no pensemos más en ello!
He aquí cuál era el programa para aquel
día, programa que había recibido la aprobación
general.
A las diez menos cuarto, partida para la Catedral,
donde el gobernador de Raab, las autoridades y las personas notables de
la ciudad se encontrarían cuando llegasen los jóvenes
esposos.
Presentaciones y felicitaciones después de la
misa, en el momento de firmar las actas en la sacristía de San
Miguel.
Regreso para el almuerzo, al que asistirían
unos cincuenta convidados.
Por la noche, en los salones del hotel, gran fiesta,
para la que habían sido enviadas unas doscientas
invitaciones.
Las carrozas fueron ocupadas de la misma manera que el
día anterior: la primera por la desposada, el doctor, la
señora Roderich y el señor Neuman; la segunda por Marcos
y los otros tres testigos. Al volver de la Catedral, Marcos y Myra,
unidos para siempre, tomarían asiento en el mismo carruaje;
otros coches habían ido a buscar a las personas que
debían componer el cortejo nupcial.
A las diez menos cuarto dejaron los carruajes la casa
de Roderich, y siguieron por el muelle, atravesaron en toda su longitud
la plaza Magiar y subieron al hermoso barrio de Raab, por la calle del
Príncipe Miloch.
El tiempo era magnífico y el cielo
resplandecía a los rayos del sol; por las aceras los
transeúntes, en gran número, se dirigían hacia la
Catedral; todas las miradas se detenían sobre el primer coche,
miradas de simpatía y de admiración para la joven
desposada, y debo hacer constar que mi querido Marcos tuvo
también su parte; y por las ventanas asomaban rostros
sonrientes, y de todas partes llegaban saludos, a los que era
difícil contestar debidamente.
-¡A fe mía -dije-, me llevaré de
esta ciudad muy agradables recuerdos!
-Los húngaros honran en ustedes a Francia, a la
que aman -me respondió el teniente Armgard-, y se sienten
dichosos de que esta unión haga entrar un francés en la
familia Roderich.
Al acercarnos a la plaza fue preciso avanzar al paso
de los caballos, tan difícil resultaba entonces la
circulación.
De las torres de la Catedral brotaba el alegre
tañido de las campanas, que el viento del Este extendía
por toda la población, y un poco antes de las diez, el
carillón del reloj del ayuntamiento mezcló sus agudas
notas a las voces sonoras de San Miquel.
Eran exactamente las diez y cinco cuando nuestras dos
carrozas fueron a detenerse al pie de las gradas, ante la puerta
central, abierta de par en par.
El doctor Roderich bajó el primero, ofreciendo
el brazo a su hija, que descendió tras él. El
señor Neuman ofreció el suyo a la señora Roderich.
Nosotros saltamos enseguida a tierra, y avanzamos detrás de
Marcos, entre las dos filas de espectadores, que se escalonaban a lo
largo del atrio.
En aquel momento resonaron en el interior las notas
del órgano, y a los sones de sus acordes penetró el
cortejo en la iglesia.
Marcos y Myra se dirigieron hacia los dos sillones,
colocados uno al lado del otro ante el altar mayor; tras ellos, los
padres y los testigos ocuparon los asientos que les estaban
reservados.
Todas las sillas y bancos del coro estaban ya ocupados
por una numerosa reunión: el gobernador de Raab, los
magistrados, los oficiales de la guarnición, y los
síndicos, los principales funcionarios de la
administración, los amigos de la familia y los notables de la
industria y del comercio.
Para las señoras, todas elegantemente
ataviadas, habíanse reservado sitios especiales a lo largo de
los bancos, y ningún puesto quedaba libre.
Detrás de la verja del coro, una obra maestra
de cerrajería del siglo XIII, se apretaba la muchedumbre de los
curiosos, y por lo que hace a las personas que no habían podido
aproximarse, habíanse esparcido por las naves.
Si alguno de los asistentes conservaba en aquel
momento el recuerdo de los fenómenos que habían conmovido
la población, ¿podía venírseles a la mente
el pensamiento de que podrían reproducirse en la Catedral?
Seguramente no, por poco que los hubiesen atribuido a
una intervención diabólica, ya que no era una iglesia
donde esa intervención podía fácilmente ejercerse:
¿no se detiene, en efecto, el poder del diablo en los umbrales
del santuario?
Un movimiento se produjo a la derecha del coro, y la
muchedumbre tuvo que replegarse para dejar paso al preste, al
diácono, al subdiácono, a los sacristanes y a los
monaguillos.
El preste se detuvo ante las gradas del altar,
inclinóse y pronunció las primeras frases del Introito,
en tanto que los cantores entonaban los versículos del
Confíteor.
Myra habíase arrodillado sobre el cojín
de su reclinatorio, con la cabeza inclinada y los ojos bajos, en una
actitud de recogimiento y devoción. Marcos permanecía de
pie a su lado, y volviendo de cuando en cuando los ojos hacia ella.
La misa se celebraba con toda la pompa y el esplendor
de que la Iglesia Católica ha querido rodear sus ceremonias
solemnes; el órgano alternaba con el canto de los Kiries y las
estrofas del Gloria, que repercutían en las altas
bóvedas.
Producíase a veces ese vago rumor de
muchedumbre inquieta, de sillas arrastradas, de asientos derribados, y
de tiempo en tiempo los pasos rítmicos de los pertigueros, que
velaban por que el tránsito de la nave central permaneciese
libre en toda su extensión.
De ordinario, el interior de la Catedral está
sumido en una penumbra, en la que el alma se entrega con mayor abandono
a las impresiones religiosas. A través de las antiguas
vidrieras, en las que con colores suntuosos se dibuja la silueta de los
personajes bíblicos, por las estrechas ventanas de estilo ojival
de la primera época, y por las vidrieras laterales sólo
penetra una luz incierta.
Por poco nublado que hubiese estado el día, la
nave central, los rincones alejados y el ábside quedarían
oscuros y su mística oscuridad sólo estaría
interrumpida por pequeños círculos de luz proyectados por
las lámparas y las velas del altar.
Pero aquel día, bajo el sol espléndido,
las ventanas orientadas al Este, y el rosetón del transepto,
parecían ascuas de oro. Un haz de rayos que atravesaba una de
las vidrieras del ábside caía sobre el pulpito,
suspendido de uno de los pilares de la nave, y parecía animar
por un momento la figura atormentada por la angustia, que lo sostiene
sobre sus enormes espaldas.
Cuando se dejó oír el sonido de la
campanilla, los presentes se pusieron en pie, y a dos mil diversos
ruidos que de ello resultaron sucedió el silencio, en tanto que
el diácono entonó el Evangelio de San Mateo.
Luego, el celebrante, volviéndose hacia el
pueblo, dirigió a los desposados una alocución. Hablaba
con voz un poco débil, la voz de un anciano coronado de cabellos
blancos.
Expuso doctrinas y cosas muy sencillas que
debían ir directas al corazón de Myra; hizo un elogio de
las virtudes familiares y de la santidad del matrimonio; habló
de las disposiciones con que debía ser recibido tan gran
Sacramento, y terminó impetrando las bendiciones del cielo sobre
los nuevos esposos.
Terminada la alocución, el venerable sacerdote
se volvió hacia el altar para elevar hacia el cielo, en medio
del diácono y el subdiácono, las preces del
Ofertorio.
Si hago tan meticulosa mención de los detalles
de aquella misa nupcial, es sencillamente porque quedaron profundamente
grabados en mi espíritu; es porque su recuerdo no debía
borrarse jamás de mi memoria.
Desde la tribuna del órgano se alzó una
voz magnífica, acompañada por un cuarteto de instrumentos
de cuerda. Un tenor muy renombrado en el mundo magiar cantaba la
ofrenda.
Marcos y Myra dejaron sus sillones y fueron a
colocarse ante las gradas del altar, y allí, después que
el subdiácono hubo recibido su rica ofrenda, apoyaron sus labios
sobre la patena que les presentaba el celebrante; luego volvieron a su
sitio, marchando el uno al lado del otro; ¡jamás
había aparecido Myra más radiante de belleza, más
sonriente, ni más aureolada de felicidad!
Por fin, el preste, acompañado de sus dos
asistentes, se dirigió hacia los desposados.
Detúvose delante de ellos.
-Marcos Vidal -interrogó su voz vacilante, que
sin embargo, fue oída por todos; tan profundo era a la
sazón el silencio-, ¿acepta a Myra Roderich por
esposa?
-Sí -fue la contestación de mi hermano,
claramente percibida por todos.
-Myra Roderich, ¿acepta a Marcos Vidal por
esposo?
-Sí -respondió Myra con un suspiro.
Antes de pronunciar las palabras sacramentales, el
celebrante recibió las alianzas que le entregara mi hermano, y
las bendijo.
Luego se dispuso a colocar una de ellas en el dedo de
la joven esposa.
En aquel momento resonó un grito, un grito de
angustia y de horror.
Y he aquí lo que vi con mis propios ojos, y
conmigo todos los asistentes:
El diácono y el subdiácono retrocedieron
bruscamente, como impulsados por una fuerza superior... El celebrante,
con los labios temblorosos, descompuesto el rostro, la mirada
extraviada, pareciendo luchar contra su fantasma invisible cayó
finalmente de rodillas.
Después, los acontecimientos se desarrollaron
con la rapidez del rayo y nadie tuvo tiempo de intervenir, ni
aún de comprender; mi hermano y Myra cayeron también
sobre las gradas, como derribados.
Luego, las alianzas volaron a través de la
nave, y una de ellas me dio con fuerza en el rostro.
Y en semejante momento, he aquí lo que yo
oí y lo que mil personas oyeron como yo; estas palabras,
pronunciadas con una voz terrible, la voz que tan bien
reconocíamos, la voz de Wilhelm Storitz:
-¡Maldición sobre los esposos!
¡Maldición!
Al oír esa maldición, que parecía
llegar del otro mundo, un terrible espanto invadió la
muchedumbre; de todos los pechos brotó un sordo clamor, y Myra,
que entonces se enderezaba, volvió a caer desvanecida entre los
brazos de Marcos, aterrado.

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