El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XIV
Así pues, nuestros temores se realizaban:
Wilhelm Storitz no había salido de Raab y había penetrado
sin dificultad en la casa de Roderich por aquellos días.
Cierto que había errado el golpe, pero esto no
constituía una garantía para el porvenir. Lo que una vez
le había fallado querría volverlo a realizar, y acaso lo
consiguiera con mejor éxito. Importaba, pues, mucho adoptar un
plan de conducta que nos garantizase contra los ulteriores ataques de
aquel miserable.
No me fue difícil combinar este plan de
conducta. Resolví, en primer término, reunir a las
diversas personas amenazadas por cualquier motivo, y organizar un
sistema de defensa tal, que fue imposible para todo el mundo el
acercarse a ellos; estudié cuidadosamente los medios de alcanzar
este ideal, y tan pronto como los encontré los puse en
ejecución sin dilaciones.
En la mañana del 5 de junio, menos de cuarenta
y ocho horas después del atentado, mi hermano, cuya herida,
completamente superficial, comenzaba ya a cicatrizar, fue transportado
a casa de Roderich y acostado en una habitación próxima a
la de Myra.
Hecho esto, expuse mi plan al doctor, quien,
habiéndolo aprobado por entero, me dio carta blanca y
declaró considerarme, a partir de aquel instante, en cierta
suerte como el comandante en jefe de una guarnición sitiada.
Comencé a ejercer mi autoridad. Dejando un solo
criado para la custodia de Marcos y de Myra (¡no tuve más
remedio que correr este riesgo!) empecé a hacer una visita
metódica y minuciosa a la casa, con la ayuda de todos sus
habitantes, incluso el capitán Haralan, y la propia
señora Roderich, que, por indicación mía,
dejó la cabecera de su hija.
Dimos comienzo por los tejados y desvanes,
recorriéndolos, codo con codo, de un extremo a otro; visitamos
luego una por una todas las piezas, sin dejar el más
pequeño rincón y sin que entre nosotros hubiese el menor
espacio por el que hubiese sido posible deslizarse una criatura
humana.
Al pasar, alzamos todos los cortinajes y cortinas,
cambiamos de lugar las sillas, inspeccionamos las camas y los armarios,
todo sin que ni por un segundo perdiéramos el contacto.
Inmediatamente de visitada de esta suerte una
habitación, cerrábase la puerta y se me entregaba la
llave.
En este trabajo empleamos más de dos horas,
pero al fin fue terminado, y llegamos a la puerta exterior seguros de
que ningún extraño podía hallarse oculto en la
casa.
Cerróse bien esta puerta exterior, corriendo
los cerrojos, y yo metí la llave en mi bolsillo; en lo sucesivo,
nadie podría entrar sin mi permiso, y yo me prometía
hacer las cosas de manera que ningún intruso, aunque fuese cien
veces invisible, lograra internarse de incógnito al propio
tiempo que el visitante por mí recibido y reconocido.
Y de hecho, a partir de aquel instante, yo sólo
fui quien respondía a las llamadas. Para cumplir mi oficio de
portero me hacía acompañar por el capitán Haralan
o, en su ausencia, por un criado de confianza. La puerta era tan
sólo entreabierta, y luego, mientras mi compañero la
sujetaba por el interior, deslizábame por el hueco que yo mismo
obstruía al exterior. ¿Se admitía al visitante?
Retrocedíamos un poco los tres, apretados uno contra otro, en
tanto que la puerta iba cerrándose poco a poco.
Estábamos evidentemente en perfecta seguridad
en aquella casa, transformada en fortaleza.
Reconozco que puede hacerse una objeción a lo
que acabo de decir. Es cierto que más que el nombre de la
fortaleza, hubiera merecido nuestra casa el de cárcel, pero un
encarcelamiento es soportable cuando no debe eternizarse.
¿Sería el nuestro de larga duración? Yo no lo
creía así.
No cesaba, en efecto, de reflexionar en tan singular
situación, y, sin abrigar la pretensión de haber
penetrado el indescifrable misterio de Wilhelm Storitz, no dejaba de
haber realizado bastantes progresos en aquel camino. Algunas frases por
vía de explicación, un poco áridas tal vez, me
parecen aquí indispensables para la mejor inteligencia.
Cuando se hace caer sobre un prisma un haz de rayos
solares, éste se descompone, como todo el mundo sabe, en siete
colores, cuyo conjunto constituye la luz blanca; esos colores (violeta,
añil, azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo) constituyen el
"espectro solar".
Pero tal vez esta gama visible no sea más que
una parte del espectro completo; pueden muy bien existir aún
otros colores que no sean perceptibles para nuestros sentidos.
¿Por qué esos rayos, desconocidos todavía no
habían de tener propiedades enteramente distintas de las de
aquellos que conocemos? En tanto que éstos no son capaces de
atravesar más que un corto número de cuerpos
sólidos, como el cristal, por ejemplo, ¿por qué
los otros no habrían de atravesar indistintamente todos los
cuerpos materiales?
Si las cosas pasaban realmente así, nada nos
advertía de ello, puesto que nuestros sentidos no son sensibles
a esos rayos, caso de que existan. Podía, por consiguiente,
ocurrir que Otto Storitz hubiese descubierto rayos que gozasen de ese
poder, y que hubiese encontrado la fórmula de una sustancia que,
introducida en el organismo, tuviese la facultad doble de extender
hasta la periferia y de modificar la naturaleza de los diversos rayos
contenidos en el espectro solar.
Admitido esto, todo se explicaba.
Al llegar a la superficie del cuerpo opaco, impregnado
de esta sustancia, la luz se descompone, y los rayos que la constituyen
se transforman todos indistintamente en esas radiaciones desconocidas
cuya existencia imaginaba yo. Esas radiaciones atravesaban, pues,
libremente ese cuerpo, y luego, sufriendo, en el momento de salir, una
transformación en sentido contrario, volvían a adquirir
sus diferentes formas primeras, e impresionaban nuestros ojos como si
el cuerpo opaco no hubiera existido.
Es indudable que muchos puntos quedaban todavía
oscuros. ¿Cómo explicar, en efecto, que no fuesen vistos
los vestidos que llevaba Wilhelm Storitz, y no obstante, los objetos
que tenía en las manos permaneciesen visibles?
Por otra parte, ¿cuál era la sustancia
capaz de producir efectos tan maravillosos?
Esto era una cosa que yo no sabía, y era en
verdad muy de lamentar, toda vez que si lo hubiera sabido habría
podido hacer uso de tal sustancia y luchar con armas iguales.
Pero, ¿acaso, después de todo, era
imposible vencerle sin poseer esa ventaja?
Planteaba yo, en efecto, el siguiente dilema:
cualquiera que fuese aquella desconocida sustancia, o su acción
era transitoria o era perpetua. En el primer caso, Wilhelm Storitz se
vería obligado a absorber nuevas dosis, a intervalos más
o menos largos. En el segundo, érale absolutamente preciso
destruir, de cuando en cuando, el efecto de su droga con otra droga
contraria, un contraveneno en cierta suerte, pues hay circunstancias en
que la invisibilidad sería, no una superioridad, sino una
verdadera inferioridad.
En uno y otro caso, pues, Wilhelm Storitz estaba
obligado ya a fabricar, ya a tomar, en una reserva preexistente, la
sustancia que deseaba emplear, ya que era indudable que no podía
ser ilimitada la cantidad que llevaba su persona.
Puesto ya este jalón, preguntábame
qué significado tendría, a qué respondería
aquel doblar de campanas, aquellas luces agitadas
frenéticamente. Aquello no conducía a nada, era del todo
incoherente, según ya hice observar.
¿Cómo explicar esto sino
atribuyéndolo a que Wilhelm Storitz, orgulloso de la casi
omnipotencia que se atribuía, llegaba a hechos y actos de
demente, que estaba abocado a la locura? Esto constituía una
eventualidad favorable, y que el examen desapasionado y sereno de los
hechos tendía a hacer plausible.
En vista de todos estos razonamientos, fui a ver al
señor Stepark y se lo expliqué todo.
Dile cuenta de mis reflexiones, y de común
acuerdo quedó decidido que la casa del bulevar Tekeli fuese
guardada día y noche por un cordón de agentes de
policía o de soldados, de manera que fuera materialmente
imposible a su propietario el introducirse en ella, viéndose
así privado de su laboratorio y de su reserva secreta, si era
que esta reserva existía.
Veríase, por consiguiente, condenado por la
fuerza de las cosas, ya a volver a tomar la apariencia humana en un
plazo más o menos largo, ya a permanecer eternamente invisible,
lo cual no podía ser una ventaja para Storitz.
No cabía duda, además, de que si era
cierta la hipótesis del principio de locura, se
sobreexcitaría más ante los obstáculos que se le
oponían, y acabaría cometiendo alguna imprudencia que
viniera a ponerle en nuestras manos.
El jefe de policía no puso el menor
obstáculo para atender mis indicaciones. Él mismo
pensaba, por su parte, aislar la casa de Wilhelm Storitz, con objeto de
calmar en lo posible la excitación de la muchedumbre, tan
tranquila de ordinario, y que en la actualidad podía
comparársela a la de una nación invadida, y temiendo que
de un momento a otro comenzase el bombardeo, preguntándose cada
uno de los habitantes si la primera bomba caería sobre su casa o
la del vecino.
¿Qué no podía, en efecto, temerse
de aquel Wilhelm Storitz, cuya presencia en la ciudad atestiguaban
elocuentemente los últimos sucesos, y que podría escoger
la víctima que mejor le pareciera para satisfacer sus instintos
o su odio?
En casa de Roderich la situación era
todavía más grave. Myra no había recobrado la
razón. Sus labios se abrían sólo para pronunciar
palabras incoherentes; sus ojos lanzaban miradas vagas, que no se
fijaban sobre nadie; no nos oía; ni reconocía a su madre
ni a Marcos, que pronto se halló en situación de
acompañar a la señora Roderich a la cabecera de la
enferma. ¿Era un delirio pasajero? ¿Era una locura
incurable? ¿Quién habría podido decirlo en
aquellas circunstancias?
Su debilidad era también extrema, como si se
hubiese roto los resortes de la vida.
La señora Roderich se sostenía merced a
una extraordinaria fuerza moral; apenas si se concedía algunas
horas de reposo, cuando su marido la obligaba a ello.
¡Y qué sueño tan agitado el suyo!
A pesar de las precauciones adoptadas, aseguraba que el enemigo
invisible estaba allí, que había penetrado en la casa,
que rondaba en torno de su hija. Se levantaba llena de terror y no
recuperaba la tranquilidad hasta haber visto al doctor o a Marcos
velando a la cabecera de Myra. Si semejante situación se
prolongaba por algún tiempo, le sería imposible
resistirla.
Los colegas del doctor Roderich celebraban consulta
sobre consulta, sin que hasta entonces hubiera sido posible formular un
diagnóstico fundado.
Tan pronto como pudo tenerse en pie, cosa que
sucedió al cabo de tres días, mi hermano no
abandonó la habitación de Myra.
Por mi parte, apenas me ausentaba de la casa, y cuando
lo hacía era para encaminarme al ayuntamiento. El señor
Stepark me tenía al corriente de todo lo que se decía en
Raab. Por él sabía que la población entera estaba
llena de mil aprensiones. En la imaginación popular no era
sólo Wilhelm Storitz, sino una banda de individuos, invisibles
como él, quienes habían invadido la ciudad, entregada sin
defensa a sus infernales maquinaciones.
El capitán Haralan, por el contrario, se
hallaba con mucha frecuencia fuera de nuestra fortaleza. Bajo la
obsesión de una idea fija, recorría incesantemente las
calles sin pedirme que le acompañase. ¿Acariciaba
algún proyecto y temía que yo tratase de disuadirle de
él? ¿Contaba con la más inverosímil de las
casualidades para tropezarse con Wilhelm Storitz? ¿Aguardaba que
éste fuese señalado en Spremberg o en otra parte
cualquiera para correr en su busca? Seguramente, yo no habría
tratado de retenerle, sino que por el contrario, le hubiera
acompañado, ayudándole a desembarazarnos de aquel
malvado.
Pero, ¿era probable que se produjera aquella
eventualidad? No, ni en Raab ni en otra parte cualquiera.
A la caída de la tarde del 11 de junio, sostuve
una larga conversación con mi hermano, que me parecía
más abatido que nunca y temía que fuera a caer seriamente
enfermo.
Habría sido menester sacarle de aquella ciudad
y llevarle a Francia, pero nunca hubiera consentido en separarse de
Myra. ¿Era, con todo, imposible que la familia Roderich se
alejase por algún tiempo de Raab? ¿No merecía ser
estudiada la cuestión? Me propuse hablar de ella al doctor.
Aquel día, al poner fin a nuestra
plática, dije a Marcos:
-Mi querido hermano, te veo a punto de perder toda
esperanza; la vida de Myra no está ya en peligro, según
el dictamen de los médicos, todos de acuerdo sobre este punto.
Si su razón la ha abandonado es sólo
momentáneamente, créelo; no dejará de volver a
encontrarse buena y sana, para tu alegría y la de todos.
-Tú quieres que no me desespere
-respondió Marcos con voz ahogada por los sollozos-; pero aun en
el caso de que mi pobre Myra recobrase la razón, ¿no
continuará hallándose a merced de ese monstruo?
¿Crees tú que su odio se haya satisfecho con lo hecho
hasta aquí? ¿Y si quiere llevar más adelante su
venganza? Ya me comprendes, Enrique. Él lo puede todo, y
nosotros estamos indefensos ante él.
-No -exclamé-; no es imposible combatirle,
Marcos.
-¿Y cómo? ¿Cómo? -repuso
Marcos, animándose-. No, Enrique, no dices lo que piensas.
Estamos desarmados contra ese miserable; no podemos librarnos de
él más que encerrándonos como en una
cárcel. Y nada nos asegura que, a pesar de todo, no consiga
penetrar en la casa.
La exaltación de Marcos no me dejaba
contestarle, no se escuchaba más que a sí mismo, y
añadió, apretando los puños:
-¿Quién te dice que nosotros estamos
solos en este instante? No me traslado de una habitación a otra
sin decirme que tal vez él me sigue. Se me antoja que alguien
anda detrás de mí... que alguien se aparta... que
retrocede a medida que yo avanzo... y que desaparece cuanto quiero
asirle.
Sin dejar de hablar, Marcos se acompañaba con
los movimientos y gestos de que hacía mención, y avanzaba
o retrocedía como un ser invisible.
No sabía qué hacer para calmarle; lo
mejor hubiera sido arrastrarle fuera de allí, llevarle lejos,
muy lejos.
-¿Quién sabe -prosiguió diciendo
-si nos ha sorprendido cuanto acabamos de hablar? Nosotros le creemos
lejos, y tal vez está aquí... ¡Mira!... ¡Tras
esa puerta!... Sí... oigo pasos... ¡Está
ahí!... Se acerca... ¡Golpeemos!... ¡Matemos!...
Pero ¿es posible? ¿Puede morir ese monstruo?
He aquí en qué estado se hallaba mi
hermano. ¿No tenía yo motivos sobrados para temer que en
una de esas crisis su razón se escapase como la de Myra?
¿Qué falta hacía que Otto Storitz
lograra aquel descubrimiento maldito? ¿Por qué
había de haber dejado semejante secreto en manos de un hombre
demasiado armado ya para el mal?
En la ciudad la situación no mejoraba; aun
cuando ningún otro incidente se hubiese producido desde que
Wilhelm Storitz había proclamado su presencia en lo alto de la
torrecilla del reloj, el espanto había invadido toda la
población. No había casa que no se creyese visitada por
el invisible. Ni aun las iglesias ofrecían ya un asilo en que
poderse refugiar, después de lo que había pasado en la
catedral.
En vano intentaban las autoridades producir y provocar
una reacción; nada consiguieron, porque no hay poder contra el
terror.
He aquí, entre otros mil, un hecho que pone de
manifiesto a qué grado de excitación habían
llegado los espíritus.
En la mañana del día 12 había yo
salido de la casa para ir a ver al jefe de policía, cuando al
desembocar en la calle del Príncipe Miloch, doscientos pasos
antes de la plaza San Miguel, vi al capitán Haralan.
Cuando nos reunimos, le dije:
-Voy a casa del señor Stepark; ¿quiere
usted acompañarme, capitán?
Sin contestarme, maquinalmente, tomó la misma
dirección que yo. Nos acercábamos ya a la plaza Kurtz,
cuando oímos muchos gritos de espanto.
Un carricoche, tirado por dos caballos, bajaba la
calle a una velocidad excesiva; los transeúntes se separaban a
derecha e izquierda para evitar el ser atropellados; sin duda el
conductor había sido arrojado a tierra, y los caballos,
abandonados a sí propios, se habían desbocado.
Pues bien; se les ocurrió a algunos
transeúntes, no menos enloquecidos que los caballos, que un ser
invisible guiaba aquel carruaje y que Wilhelm Storitz se hallaba dentro
del mismo. A nuestros oídos llegó este grito:
-¡Él... él! ... ¡Es
él!...
No había tenido tiempo de volverme hacia el
capitán Haralan cuando ya éste no estaba a mi lado; le vi
precipitarse al encuentro del carricoche, con la evidente
intención de detenerle cuando cruzase por su lado.
La calle hallábase muy concurrida a la
sazón. El nombre de Wilhelm Storitz se oía por doquier.
Multitud de piedras comenzaron a caer sobre los caballos desbocados.
Tal era la sobreexcitación pública, que algunos tiros de
mosquete partieron del almacén situado en el ángulo de la
calle del Príncipe Miloch.
Uno de los caballos cayó herido por una bala en
la pierna, y el carruaje, al tropezar con su cuerpo, volcó.
En seguida la muchedumbre se lanzó,
abrió las portezuelas y tendió las manos con ánimo
de apresar a Wilhelm Storitz; sólo encontraron el
vacío.
El conductor invisible debió, sin duda, saltar
del carricoche antes de volcar.
No era así, sin embargo, y presto hubo de
reconocerse.
Pronto se acercó un campesino, el dueño
del carruaje, cuyos caballos, detenidos en el mercado Coloman, se
habían desbocado en su ausencia. ¡Cuál no fue su
cólera al ver a uno de ellos tendido en tierra! No quería
dar oídos a nada y llegué a temer que la muchedumbre
fuera a ensañarse y maltratar a aquel pobre hombre inocente del
suceso.
Arrastré tras de mí al capitán
Haralan, quien me siguió sin decir una palabra al
ayuntamiento.
El jefe de policía estaba informado ya de lo
que había ocurrido en la calle del Príncipe Miloch.
-La ciudad -dijo- está alborotada, y no es
posible prever hasta dónde llegará.
Le hice mis preguntas habituales.
-¿Ha sabido usted algo nuevo?
-Sí -respondió-, se me ha informado de
la presencia de Wilhelm Storitz en Spremberg.
-¿En Spremberg? -gritó el capitán
Haralan volviéndose hacia mí-. ¡Marchemos! Tengo su
promesa.
No sabía yo qué contestar, porque estaba
seguro de la inutilidad de semejante viaje.
-Aguarde usted, capitán -intervino el
señor Stepark-; he pedido a Spremberg la confirmación de
la noticia, y un correo debe llegar de un instante a otro.
No había transcurrido media hora cuando el
esperado correo llegó. La noticia no reposaba sobre
ningún fundamento serio. No tan sólo no se había
visto a Wilhelm Storitz en Spremberg, sino que se creía que no
debía haber salido de Raab.
Dos nuevos días pasaron sin que se produjera
cambio alguno en el estado de Myra Roderich.
En cuanto a mi hermano, me pareció un poco
más tranquilo. Yo esperaba la ocasión de hablar al doctor
de un proyecto en marcha.
La jornada del 14 de junio fue menos tranquila que las
precedentes. Esta vez, las autoridades experimentaron su impotencia
para contener a una muchedumbre llegada a tan extraordinario grado de
exaltación.
Hacia las once, mientras me paseaba por el muelle
Batthyani, vinieron a herir mis oídos las siguientes frases:
-¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto!
No había necesidad de decir quién era el
que había vuelto; se adivinaba fácilmente.
Dos o tres transeúntes a quienes me
dirigí, me dijeron:
-¡Acaba de percibirse humo en la chimenea de su
casa!
-¡Se le ha visto -afirmó otro-; se ha
visto su semblante tras los cristales de la terraza!
Sin conceder ni negar crédito a aquellos
rumores, me dirigí inmediatamente al bulevar Tekeli, donde, sin
duda, iban a desarrollarse importantes acontecimientos.
¿Qué probabilidades había, sin
embargo, para presumir que Wilhelm Storitz hubiese regresado a su
morada? No podía ignorar que sobre ella se ejercía una
activa vigilancia, y que se tenían vivísimos deseos de
echarle mano; ¿cómo, pues, iba a correr semejante
riesgo?
Verdadera o falsa, la noticia había producido
su efecto. Cuando yo llegué, muchos millares de personas, que el
cordón de agentes de policía se esforzaba
inútilmente en contener, rodeaban ya la casa por el bulevar y
por el camino de ronda. Por todas partes acudían masas enormes
de hombres y de mujeres sobreexcitados hasta un extremo inconcebible, y
lanzando gritos de muerte.
¿Qué podían los argumentos de
cualquier clase contra la convicción infundada, pero
arraigadísima, de que "él" estaba allí,
y con él tal vez la banda de sus invisibles cómplices?
¿Qué podía la policía contra aquella
muchedumbre innumerable, que sitiaba la casa maldita tan de cerca, que
si Storitz estaba allí encerrado no conseguiría librarse
y escapar?
A pesar de la resistencia de los agentes, a pesar de
los esfuerzos del jefe de policía, la verja fue asaltada, la
casa invadida, descerrajadas las puertas, arrancadas las ventanas,
arrojados los muebles al jardín y al patio, y deshechos los
instrumentos del laboratorio.
Después, las llamas brotaron de la planta baja,
ganaron el piso superior, invadieron la techumbre y pronto la terraza
se hundió.
En cuanto a Wilhelm Storitz, en vano se le
había buscado; no estaba, o por lo menos, fue imposible
encontrarle.
Una hora después, de la casa no quedaba sino
las cuatro paredes.
Acaso fue preferible que se hubiese destruido.
¿Quién sabe si ese hecho traería la paz a los
espíritus, llegando la población a creer que Wilhelm
Storitz, por invisible que fuese, había perecido en el
incendio?

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