El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XI
La fecha de la boda se acercaba. Muy pronto el sol de
primero de junio, día señalado para la ceremonia nupcial,
se elevaría sobre el horizonte de Raab.
Notaba yo, no sin una viva satisfacción, que
Myra, a pesar de lo impresionable que era, parecía no haber
conservado ningún recuerdo de aquellos desagradables incidentes.
Verdad es que el nombre de Wilhelm Storitz no se había
pronunciado ni ante ella ni ante su madre.
Yo era su confidente. Me hablaba de sus proyectos para
el porvenir. ¿Irían Marcos y ella a vivir a Francia?
Sí, pero no inmediatamente. Separarse de su
padre y de su madre constituiría para ella un gran disgusto.
-Pero -decía- de momento se trata sólo
de ir a pasar unas cuantas semanas a París, donde usted nos
acompañará, ¿no es así?
-Desde luego. A menos que no quieran ustedes nada
conmigo.
-Es que dos recién casados constituyen una
compañía bastante molesta y desagradable para un
viaje.
-Trataré de hacerme a esa idea -respondí
resignado.
El doctor aprobaba aquella marcha. Desde todos los
puntos de vista era preferible abandonar Raab por uno o dos meses,
aunque a la señora Roderich le doliese la ausencia de su hija.
Un par de meses se pasan pronto y luego volverían a
reunirse.
Durante las horas que pasaba al lado de Myra, Marcos
olvidaba o más bien se esforzaba por olvidar; en cambio, cuando
se encontraba a solas conmigo se veía asaltado por muchos
temores, que yo intentaba inútilmente disipar.
Invariablemente, me preguntaba:
-¿No has sabido nada de nuevo, Enrique?
-Nada, mi querido Marcos -respondía yo no menos
invariablemente.
Un día creyó deber añadir:
-Si llegas a saber algo; si por la ciudad o por medio
del señor Stepark tienes noticias de alguna cosa...
-Te lo advertiré, Marcos.
-No quiero que me ocultes nada de lo que pudieras
averiguar.
-Nada te ocultaré, estate tranquilo; pero te
aseguro que nadie se ocupa ya de este asunto. Jamás ha estado la
población más tranquila. Los unos se ocupan de sus
negocios y otros de sus placeres, y los precios del mercado y las
transacciones se mantienen siempre en alza, sin pánicos ni
sobresaltos.
-Lo echas a broma, Enrique...
-Es para demostrarte que no siento la menor
inquietud.
-Y sin embargo, si ese hombre...
-¡Bah! No va a ser tan mentecato que sabiendo
que le está prohibido permanecer en el territorio
austrohúngaro venga a meterse en la boca del lobo, pudiendo
quedarse en Alemania haciendo gala de sus grandes talentos de
escamoteador.
-De modo que ese poder de que habla...
-¡Eso es bueno para los chicos!
-¿No crees en él?
-Lo mismo que tú. Limítate, pues, mi
querido Marcos, a contar las horas, los minutos que te separan del gran
día. No tienes cosa mejor que hacer. Myra es más
razonable que tú.
-Es que ella no sabe lo que yo sé.
-¿Lo que tú sabes? ¡Pardiez!
Tú sabes perfectamente que el personaje en cuestión no se
encuentra en Raab ni puede regresar; por consiguiente, no le volveremos
a ver. ¡Si esto no basta para tranquilizarte !...
-¿Qué quieres, Enrique? Tengo
presentimientos... Se me figura que...
-¡Eso es insensato, mi pobre Marcos!...
Créeme, vuelve al lado de Myra y eso hará que veas la
vida un poco más de color de rosa.
-Sí. No debería separarme de ella ni un
instante.
¡Pobre hermano! Me causaba pena verle y
oírle. Sus temores iban en aumento a medida que se acercaba el
día de la boda; y yo mismo, si he de ser franco, aguardaba ese
día con gran impaciencia, mezclada de angustia.
Por otra parte, si bien podía yo contar con
Myra y con la influencia de ésta para calmar y tranquilizar a mi
hermano, no sabía qué medio emplear, ni a qué
recursos apelar para conseguir resultados análogos con el
capitán Haralan.
El día en que éste supo que Wilhelm
Storitz se encontraba en Spremberg, sólo a costa de grandes
esfuerzos pude conseguir que no corriera en su busca. Entre Spremberg y
Raab median unas doscientas leguas, y en unos cuatro días
podía franquearse esta distancia. Por fin habíamos
logrado retenerle, pero a pesar de las razones que tanto su padre como
yo hacíamos valer ante él, a despecho de la evidente
conveniencia de dejar que semejante asunto cayese en el más
completo olvido, él volvía sin cesar sobre ello y yo
temía siempre que se nos escapase.
Una mañana vino a encontrarme, y desde las
primeras palabras que dijo, comprendí que se hallaba resuelto a
partir.
-Usted no hará eso, mi querido Haralan
-declaré-; no lo hará... Un choque entre ese prusiano y
usted es imposible; le suplico que no se vaya de Raab.
-Mi querido Vidal -me respondió el
capitán con un tono que indicaba una resolución
decidida-, es menester que ese miserable sea castigado.
-Y lo será, más pronto o más
tarde, no lo dude, pero la única mano que debe caer sobre
él es la mano de la policía.
El capitán Haralan comprendía que yo
tenía razón; mas no quería rendirse y se aferraba
a sus proyectos.
-Mi querido Vidal -dijo-, no vemos, no podemos ver las
cosas de la misma manera; mi familia, la familia que va a ser la de su
hermano, ha sido ultrajada y, ¿no habría de tomar yo
venganza de esos ultrajes?
-No, eso corresponde a la Justicia.
-¿Y cómo habrá de hacerlo, si ese
individuo no vuelve por acá? El gobernador ha firmado esta
mañana un decreto de expulsión, que hace imposible el
regreso de Wilhelm Storitz. Es, pues, preciso que yo vaya donde
él está, o donde debe estar, a Spremberg.
-Sea -repliqué como último argumento-.
Pero al menos aguarde usted a que se haya celebrado la boda de su
hermana. Unos cuantos días de paciencia, y entonces yo
seré el primero en aconsejarle la marcha. Hasta le
acompañaré yo mismo a Spremberg.
Con tanto calor defendí mi causa, que la
conversación terminó con la promesa formal de que no se
haría violencia, a condición de que, una vez celebrada la
boda, no me opondría a su proyecto y que partiría con
él.
Las horas que nos separaban del día primero de
junio iban a parecerme interminables, porque fuerza es confesar que, a
pesar de creer deber mío el tranquilizar a los otros, no dejaba
yo de experimentar inquietudes.
A eso se debía el que, con gran frecuencia, me
encontraba subiendo y bajando por el bulevar Tekeli, impulsado por no
sé qué presentimiento.
La casa Storitz continuaba tal como la habíamos
dejado después de la visita de la policía, con las
puertas y ventanas cerradas y el patio y el jardín completamente
desiertos. Por el bulevar paseaban unos cuantos agentes, cuya
vigilancia se extendía hasta el parapeto de las antiguas
fortificaciones y la campiña circundante.
Ni por el amo ni por el criado se había hecho
ninguna tentativa para penetrar en la casa, y sin embargo -lo que es la
obsesión-, pese a todo lo que yo decía a Marcos y al
capitán Haralan, a despecho de todo lo que a mí mismo me
decía, habría asegurado haber visto una leve humareda
escaparse de la chimenea del laboratorio y nada me hubiera sorprendido
haber visto dibujarse un rostro tras los vidrios de la terraza.
El 30 de mayo, y con objeto de distraerme, me
dirigí en las primeras horas de la tarde hacia el puente de la
isla Svendor para ganar la orilla derecha del Danubio.
Antes de llegar al puente pasé ante el
desembarcadero, a la llegada de una gabarra que conducía
pasajeros.
Acudieron entonces a mi memoria los recuerdos de mi
propio viaje, el encuentro con aquel alemán, su actitud
provocativa, el sentimiento de antipatía que a primera vista me
inspiró, y luego, cuando yo le creía desembarcado en
Vukovar, las palabras que había pronunciado.
Porque era él, indudablemente, quien
había pronunciado aquellas palabras amenazadoras.
Reconocí su voz en la casa de Roderich; la misma
modulación, la misma dureza y rudeza teutónicas.
Bajo el imperio de estas ideas, examinaba uno a uno a
los pasajeros que desembarcaban en Raab; buscando el rostro
pálido, los ojos extraviados, la fisonomía
diabólica de aquel personaje... pero como suele decirse hube de
quedarme con un palmo de narices, y me molesté en balde.
A las seis, según mi costumbre, iba a sentarme
a la mesa de familia. Aquel día me pareció que la
señora Roderich se encontraba casi repuesta de sus emociones. Mi
hermano lo olvidaba todo al lado de Myra, en la víspera del
día en que iba a ser su mujer.
El propio capitán Haralan parecía
más tranquilo, aunque un poco sombrío.
Estaba yo firmemente resuelto a hacer lo posible por
animar a aquellas personas y disipar y desvanecer las últimas
nubes de los recuerdos.
Vime admirablemente secundado en la empresa por Myra,
encanto y alegría de aquella velada, que se terminó
bastante tarde.
Sin hacer rogar, se sentó al clavicordio y nos
cantó antiguas canciones magiares, como para borrar los efectos
de aquel abominable Canto del odio, que había resonado una noche
en aquel mismo salón.
En el momento de retirarnos me dijo sonriendo:
-Mañana, Enrique; no vaya usted a olvidarse.
¿Olvidar, qué? -dije yo en el mismo tono de broma en que
ella me hablara.
-Pues que mañana es el día
señalado por el gobernador para la "entrega de la
licencia", para emplear la expresión común.
-¿De veras? ¿Es mañana?
-¡Y que usted es uno de los testigos de su
hermano!
-Hace usted bien en recordármelo,
señorita Myra; ¡testigo de mi hermano! Ya no me
acordaba.
-No me sorprende; ya había yo notado que padece
usted mucho de falta de memoria.
-Es verdad, pero le prometo que mañana no me
distraeré. Y si Marcos no se distrae... por mi parte...
-Respondo de él. Así, pues, a las cuatro
en punto...
-¡A las cuatro, señorita Myra! ¡Y
yo que creía que la cosa era a las cinco y media!
¡Esté usted tranquila! Estaré aquí a las
cuatro menos diez.
-¡Buenas noches! ¡Buenas noches al hermano
de Marcos, que mañana lo será mío!
-¡Buenas noches, señorita Myra, buenas
noches!
Al día siguiente, Marcos tuvo que hacer algunas
cosas por la mañana; parecióme que había recobrado
su tranquilidad, y le dejé marchar solo.
Por mi parte, por un exceso de prudencia, y para
tener, si posible era, la certeza de que Wilhelm Storitz no
había regresado a Raab, me dirigí al ayuntamiento.
Introducido inmediatamente en el despacho del
señor Stepark, pregunté a éste si tenía
nuevos informes.
-Ninguno, señor Vidal -me respondió-;
puede estar seguro de que nuestro hombre no ha reaparecido por
Raab.
-¿Está aún en Spremberg?
-Lo único que puedo afirmar es que hace cuatro
días todavía estaba allí.
-¿Ha recibido algún aviso?
-Sí, un correo de la policía alemana,
que me confirmó el hecho.
-Eso me tranquiliza.
-Y a mí me fastidia, señor Vidal. Ese
diablo de hombre, y diablo es la palabra apropiada, me parece poco
dispuesto a franquear alguna vez la frontera.
-¡Tanto mejor, señor Stepark!
-Tanto mejor para ustedes; pero como policía,
habría yo preferido poderle echar mano y guardar a esa especie
de hechicero entre cuatro paredes. En fin, más adelante,
quizá...
-¡Oh, más adelante, con tal que sea
después de la boda, lo que usted quiera!
Me retiré dando las gracias al jefe de
policía.
A las cuatro de la tarde nos hallábamos
reunidos en el salón de casa Roderich; dos carrozas aguardaban
en el bulevar Tekeli: uno para Myra, su padre, su madre y un amigo de
la familia, el juez Neuman, y la otra para Marcos, el capitán
Haralan, uno de sus camaradas el teniente Armgard, y yo.
El señor Neuman y el capitán Haralan
eran los testigos de la desposada, y el teniente Armgard y yo los de
Marcos.
Conforme me había explicado el capitán
Haralan, no se trataba aquel día de proceder a la boda
propiamente dicha, sino a una ceremonia en cierta suerte preparatoria;
tan sólo después de haber recibido la autorización
del gobernador era cuando la boda podría celebrarse en la
Catedral, a la mañana siguiente; hasta entonces, si los
prometidos no estaban casados en el sentido perfecto de la palabra, no
por eso dejaban de hallarse fuertemente ligados uno a otro, toda vez
que en el caso de que un obstáculo imprevisto llegara enseguida
a impedir la unión proyectada, se verían ambos condenados
a un celibato perpetuo.
Quizá sería posible hallar en la
historia del feudalismo francés algunas huellas de esta
costumbre, que tiene algo de patriarcal, toda vez que de esa suerte
parece considerarse al jefe como el padre de los ciudadanos, costumbre
que se había perpetuado en Raab hasta nuestros días.
La joven prometida llevaba un traje lindísimo y
del mejor gusto; la señora Roderich, un tocado bastante
sencillo, aunque muy rico; el doctor y el juez vestían, lo mismo
que mi hermano y yo, traje de etiqueta, y los dos oficiales traje de
gran gala.
Algunas personas aguardaban en el bulevar la salida de
los carruajes; eran mujeres y muchachas del pueblo, cuya curiosidad se
ve siempre despertada por una boda. Al día siguiente, en la
Catedral, la muchedumbre sería mucho más considerable,
justo homenaje rendido a la familia del doctor.
Ambas carrozas franquearon la puerta principal de la
casa, volvieron la esquina del bulevar, siguieron el muelle Batthyani,
la calle del Príncipe Miloch, la calle Ladislao y fueron a
detenerse ante la verja del palacio del gobernador.
En la plaza y en el patio del palacio se agolpaban los
curiosos en mucho mayor número, atraídos, quizá,
por el recuerdo de los primeros incidentes, y acaso por la esperanza de
que ocurriera algún nuevo fenómeno.
Los carruajes penetraron en el patio de honor y se
detuvieron ante la escalinata.
Un instante después Myra, del brazo del doctor;
la señora Roderich, del brazo del juez Neuman; después
Marcos, el capitán Haralan, el teniente Armgard y yo,
tomábamos asiento en el salón de actos, que
recibía la luz por las altas ventanas de vidrios de colores. En
el centro del salón, una amplia mesa ostentaba dos
magníficos ramos de flores.
En su calidad de padres, el señor y la
señora Roderich fueron a sentarse a uno y otro lado de los
sillones reservados a los prometidos; detrás tomaron asiento los
cuatro testigos; el señor Neuman y el capitán Haralan a
la izquierda; el teniente Armgard y yo a la derecha.
Un maestro de ceremonias anunció al gobernador.
A su entrada todos nos pusimos respetuosamente en pie.
Sentóse el gobernador en su sitial, preguntando
a los padres si consentían en el matrimonio de su hija con
Marcos Vidal. Enseguida hizo el gobernador a los prometidos las
preguntas de costumbre.
-Marcos Vidal, ¿promete usted tomar a Myra
Roderich por esposa?
-Lo juro -respondió mi hermano, a quien se le
había enseñado lo que tenía que decir.
-Myra Roderich, ¿promete usted tomar a Marcos
Vidal por esposo?
-Lo juro -respondió Myra.
-Nos, gobernador de Raab -anunció solemnemente
Su Excelencia-, en virtud de los poderes que nos han sido conferidos
por la Emperatriz-Reina, y conforme a las franquicias seculares de la
ciudad de Raab, otorgamos licencia de matrimonio a Marcos Vidal y a
Myra Roderich. Queremos y ordenamos que dicho matrimonio sea celebrado
mañana, en la forma regular, en la iglesia catedral de la
ciudad.
Así habían pasado las cosas en su
sencillez habitual. Ningún prodigio perturbó la audiencia
y, si bien la idea había cruzado por mi espíritu, ni el
acto sobre la que se estamparon las firmas fue desgarrado, ni las
plumas habían sido arrancadas de manos de los desposados ni de
los testigos.
Decididamente, Wilhelm Storitz estaba en Spremberg.
Allí podía continuar eternamente, para
satisfacción de sus compatriotas. Y si estaba en Raab era que su
poder se había agotado ya.
Desde entonces, que aquel hechicero lo quisiese o no,
Myra Roderich sería la mujer de Marcos Vidal, o no lo
sería de nadie.
Me sentí tranquilo y confiado.

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