El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo VIII
Desde las primeras horas del día, la noticia de
los incidentes ocurridos en casa de Roderich se extendió por
toda la ciudad. Al principio, como yo me figuraba, el público no
quería admitir que aquellos fenómenos fueran naturales.
Y, sin embargo, lo eran; no podían menos de serlo. Pero dar de
ellos una explicación racional y aceptable, ya era otra
cosa.
No juzgo necesario decir que la velada terminó
con la escena que he referido. Marcos y Myra parecían desolados;
aquel ramo de esponsales pisoteado, el contrato desgarrado y roto
aquella corona nupcial robada a nuestra vista. ¡Qué
presagio tan funesto; qué augurio tan desfavorable en la
víspera de una boda!
Durante el día que siguió, numerosos
grupos se estacionaron ante la casa de Roderich, bajo las ventanas de
la planta baja, que no habían vuelto a abrirse. La gente del
pueblo, mujeres en su mayor parte, afluían al muelle
Batthyani.
En aquellos grupos se charlaba y se comentaba los
sucesos con gran animación; los unos exponían las ideas
más extravagantes, en tanto que los otros se contentaban con
lanzar inquietas miradas a la casa de Roderich.
Ni la señora Roderich ni su hija habían
salido aquella mañana, según acostumbraban. Myra se
había quedado al lado de su madre. Sumamente impresionada por
las escenas de la víspera, estaba necesitada de descanso.
A las ocho abrió Marcos la puerta de mi
habitación; venía acompañado del doctor y del
capitán Haralan. Teníamos que cambiar impresiones, y tal
vez adoptar algunas medidas urgentes, y era preferible que aquella
conversación no tuviera lugar en la casa de Roderich. Mi hermano
y yo habíamos regresado a altas horas de la noche, y desde muy
temprano había salido Marcos en busca de noticias de la
señora Roderich y de su prometida.
Luego, y a propuesta suya, el doctor y Haralan se
habían apresurado a seguirle.
La conversación se entabló
enseguida.
-Enrique -me dijo Marcos-, he dado orden de no dejar
subir a nadie; aquí no se nos puede oír y estamos solos,
completamente solos.
¡En qué estado se encontraba mi hermano!
Su rostro radiante de ventura la víspera, aparecía
mortecino y extraordinariamente pálido.
El doctor Roderich hacía esfuerzos por
contenerse, al revés de su hijo, que con los dientes apretados,
la mirada extraviada, estaba dominado por una cólera
impotente.
Por mi parte, me prometí conservar toda mi
sangre fría.
Mi primer cuidado fue, naturalmente, el de informarme
del estado en que se encontraban la señora Roderich y su hija
tras los incidentes de la pasada noche.
-Una y otra -me respondió el doctor-
están impresionadas por los incidentes de ayer, y
necesitarán algunos días para reponerse; Myra, sin
embargo, muy afectada al principio, ha hecho un llamamiento a su
energía y se esfuerza en tranquilizar a su madre. Espero que el
recuerdo de esa velada se borrará pronto de su espíritu,
y a menos que vuelvan a producirse esas deplorables escenas...
-¿Y por qué han de reproducirse? -dije
yo-. No debe temerse eso, doctor. Las circunstancias en que se han
producido esos fenómenos ( ¿puedo calificar de otro modo
lo sucedido? ) no volverán a presentarse.
-¿Quién sabe? -replicó el doctor
Roderich-. ¿Quién sabe? Por eso deseo vivamente que la
boda se realice, pues comienzo a creer que las terribles amenazas que
se me dirigieron...
El doctor no terminó esta frase, cuyo sentido
era muy comprensible para el capitán Haralan y para mí;
en cuanto a Marcos, que no tenía aún noticias de las
últimas tentativas de Wilhelm Storitz, pareció no
entender de lo que se hablaba.
El capitán Haralan tenía su
opinión, pero guardó absoluto silencio, esperando, sin
duda, que yo hubiese dado mi parecer acerca de los acontecimientos de
la víspera.
-Señor Vidal -prosiguió el doctor-.
¿Qué piensa usted de todo ello?
Pensé que debía desempeñar el
papel de un escéptico, que no quería tomar en serio las
extrañas cosas de que habíamos sido testigos. Era
preferible afectar no ver en ello nada singular y extraordinario, a
causa de su misma inexplicabilidad; pero, en verdad, la pregunta del
doctor no dejaba de embarazarme.
-Le confieso, señor Roderich -insinué-,
que «todo ello», para servirme de su propia
expresión, me parece no merecer que perdamos mucho tiempo en
buscar su explicación. ¿Qué otra cosa se puede
pensar sino que todos nosotros hemos sido víctimas de un
bromista de mal género? Un mixtificador se deslizó entre
los invitados y se ha permitido añadir a las distracciones del
programa una escena de ventriloquia de un efecto deplorable. Usted sabe
perfectamente con qué arte maravilloso se realizan hoy
día esos ejercicios.
El capitán Haralan se había vuelto hacia
mí y me miraba fijamente, como para leer en mis pensamientos; su
mirada decía claramente: «No estamos aquí para
satisfacernos con explicaciones de ese género. »
El doctor respondió:
-Me permitirá, señor Vidal, que no crea
lo que usted me dice.
-Doctor -repliqué-, no veo otra
explicación, a menos de una intervención, que yo, por mi
parte, rechazo, una intervención sobrenatural...
-Natural -interrumpió el capitán
Haralan-, pero debida a procedimientos cuyo secreto no poseemos
nosotros.
-Sin embargo -insistí-, en lo que concierne a
la voz oída ayer, y que era indudablemente una voz humana,
¿por qué no había de ser un efecto de
ventriloquia?
El doctor movía la cabeza, como hombre
absolutamente refractario a semejante explicación.
-Lo repito -dije-, no es imposible que un intruso haya
penetrado en el salón con la intención de desafiar el
sentimiento nacional de los magiares, de herir su patriotismo con ese
Canto del odio, venido de Alemania.
Después de todo, esta hipótesis era
plausible, desde el momento en que quería mantenerse dentro de
los límites de los hechos puramente humanos. Pero aun admitiendo
esa hipótesis, el doctor Roderich tenía una respuesta muy
sencilla que dar, y la dio en estos términos:
-Si acepto la posibilidad de que un mixtificador pudo
introducirse en la casa, y de que hemos sido testigos de una escena de
ventriloquia, lo cual no puedo en modo alguno creer, ¿qué
me dice del ramo, y del contrato desgarrado, de la corona arrebatada
por una mano invisible?
La razón, en efecto, se resistía a creer
que tales incidentes pudiesen atribuirse a un escamoteador, por
hábil y diestro que fuera. Y sin embargo, ¡hay magos tan
hábiles!
El capitán Haralan quiso remachar el clavo,
invitando:
-Hable, mi querido Vidal; ¿es acaso su
ventrílocuo quien destruyó aquel ramo, flor a flor, quien
desgarró aquel contrato en mil pedazos, quien robó
aquella corona, paseándola a través de los salones?
No contesté.
-¿Pretendería usted, por casualidad
-añadió el capitán Haralan, animándose-,
que hayamos sido todos víctimas de una ilusión?
No, la ilusión no era admisible,
habiéndose verificado el hecho ante más de un centenar de
personas. Tras algunos instantes de un silencio, que en manera algima
trataba yo de romper, el doctor Roderich comentó:
-Aceptamos las cosas tal como son, y no intentemos
dilucidar sus causas. Nos hallamos en presencia de hechos que parecen
escapar a toda explicación natural, y que, sin embargo, no
pueden ser negados. No obstante, permaneciendo dentro de los dominios
de lo real, veamos si alguien, no un bromista de mal género,
sino un enemigo, habrá querido, por venganza, turbar esa velada
de esponsales.
Esto era, en suma, colocar la cuestión en su
verdadero terreno.
-¡Un enemigo! -exclamó Marcos-.
¿Un enemigo de su familia o de la mía, señor
Roderich? ¿Conoce usted alguno?
-Sí -afirmó el capitán Haralan-;
el que antes que usted, Marcos, había pedido la mano de
Myra.
-¿Wilhelm Storitz?
-Sí.
-¿Y por qué?
-Pues por eso, por no haber logrado lo que
pretendía.
Pusimos entonces a Marcos al corriente de lo que
aún ignoraba, refiriéndole el doctor la nueva tentativa
que pocos días antes hiciera Wilhelm Storitz; supo así mi
hermano la contestación terminante y categórica del
doctor Roderich, y las amenazas formuladas por Wilhelm Storitz,
amenazas de naturaleza tal que justificaban hasta cierto punto las
sospechas que abrigábamos de que el desdeñado
alemán hubiese intervenido de alguna manera en las escenas de la
víspera.
-¡Y nada me habían dicho ustedes de eso!
-exclamó Marcos-. ¡Tan sólo hoy, cuando Myra
está amenazada, es cuando me lo advierten! Pues bien, corro al
encuentro de Wilhelm Storitz, y yo sabré a qué
atenerme.
-Déjenos a nosotros ese cuidado, Marcos. Ha
sido la casa de mi padre la que se ha visto manchada por su presencia.
Es, pues, cosa nuestra.
-¡Pero es mi prometida la que ha sido insultada!
-respondió Marcos, que a duras penas podía
contenerse.
Era evidente que la cólera les cegaba a ambos.
Que Wilhelm Storitz hubiese intentado vengarse de la familia Roderich y
que tratase de llevar a efecto sus amenazas, pase; pero que hubiera
intervenido en las escenas de la víspera, desempeñando
personalmente algún papel, era del todo inadmisible. Mas no era
con simples presunciones como podía acusársele y decir:
«Usted se encontraba ayer noche en la mansión Roderich, en
medio de los invitados. Usted fue quien trató de insultarnos con
el Canto del odio; usted fue quien desgarró el contrato y
destrozó el ramo de esponsales. Y por último, fue usted
quien robó la corona nupcial. »
Nadie le había visto.
Por otra parte, ¿no le habíamos
encontrado nosotros en su casa? ¿No fue él mismo quien
nos abrió la puerta?
Era cierto que nos hizo esperar bastante tiempo,
tiempo más que suficiente en todo caso para permitirle regresar
de la casa de Roderich; pero, ¿cómo admitir que pudiera
hacer ese trayecto sin ser visto por el capitán Haralan o por
mí?
Repetí todo esto e insistí en que Marcos
y el capitán Haralan tuviesen en cuenta mis observaciones, cuya
lógica no podía menos de reconocer el doctor
Roderich.
Pero ambos jóvenes se encontraban demasiado
excitados para prestarme oídos, y uno y otro querían ir
inmediatamente a la casa del bulevar Tekeli.
Por fin, y tras larga y empeñada
discusión, hubo de adoptarse el único partido razonable:
el partido que yo propuse en los siguientes términos:
-Amigos míos, trasladémonos al
Ayuntamiento y pongamos al jefe de policía al corriente del
asunto, si es que no lo está ya. Démosle cuenta de la
situación en que ese alemán se halla respecto de la
familia Roderich, y de qué clase de amenazas ha proferido contra
Marcos y su prometida. Expongamos las sospechas que pesan sobre
él, y hasta declaremos que asegura disponer de medios que pueden
desafiar todo poder humano. Quizá sea bravata pura; de todas
maneras al jefe de policía corresponderá el ver si pueden
adoptarse algunas medidas contra ese extranjero.
¿No era esto lo mejor, y hasta lo único
que en aquellas circunstancias podía hacerse?
En estos asuntos la policía puede intervenir de
un modo más eficaz que los particulares. Si el capitán
Haralan y Marcos se hubieran dirigido a casa de Wilhelm Storitz, tal
vez no se habría abierto la puerta ante ellos. ¿Iban a
intentar penetrar a la fuerza? ¿Con qué derecho? Pero ese
derecho que ellos, particulares, no tenían, lo poseía la
policía; a ella, pues, y sólo a ella correspondía
que nos dirigiésemos.
De acuerdo todos se decidió que Marcos volviese
a la casa de Roderich, en tanto que el doctor, el capitán
Haralan y yo nos dirigíamos al ayuntamiento.
Eran entonces las diez y media; todo Raab
conocía ya los incidentes de la víspera. Al ver, pues, al
doctor y a su hijo dirigirse al ayuntamiento, fácil era adivinar
los motivos que allí les conducían. Cuando hubimos
llegado, el doctor se hizo anunciar al jefe de policía, quien
inmediatamente dio orden de que se nos introdujera en su despacho.
El señor Henrich Stepark era un hombre de
pequeña estatura, de rostro enérgico y mirada
interrogadora, de una perspicacia y una inteligencia notables y de
espíritu práctico y golpe de vista seguro. En diversas
ocasiones había dado pruebas de gran habilidad. Podía
tenerse la seguridad de que haría lo humanamente posible para
aclarar los misteriosos sucesos del hotel Roderich. Pero
¿podía intervenir útilmente en circunstancias tan
particulares que llegaban a traspasar los límites de lo
verosímil?
El jefe de policía conocía, como todo el
mundo, los detalles de aquel asunto, excepción hecha, claro
está de aquello que sólo era conocido por el doctor, por
el capitán Haralan y por mí.
-Esperaba su visita, señor Roderich -dijo
después de los saludos de rigor-, y si usted no hubiera venido a
mi despacho hubiera ido yo a su casa. Supe anoche mismo que en su casa
habían sucedido cosas extrañas y que sus invitados
habían experimentado un terror bastante lógico.
Añadiré que ese terror se ha comunicado a toda la
población, y se me figura que Raab tardará algún
tiempo en recobrar la tranquilidad.
Comprendimos por estas palabras que lo más
sencillo era esperar y aguardar con calma las preguntas del
señor Stepark.
-Le preguntaré, en primer término,
señor doctor, si ha incurrido en el odio de alguien, y si cree
que a consecuencia de semejante odio ha podido intentarse una venganza
contra su familia, y precisamente a propósito del matrimonio
proyectado entre la señorita Myra Roderich y el señor
Marcos Vidal.
-Así lo creo -respondió el doctor.
-¿Y de quién se trata?
-De un individuo llamado Wilhelm Storitz.
El capitán Haralan fue quien pronunció
este nombre. El jefe de policía no pareció experimentar
la menor sorpresa.
El doctor explicó entonces al señor
Stepark que Wilhelm Storitz había pedido la mano de Myra
Roderich; que más tarde había renovado su
petición, y que tras una nueva negativa amenazó con
impedir la boda, valiéndose de medios que desafiaban todo poder
humano.
-Sí, sí -dijo el señor Stepark-,
y comenzó rompiendo el edicto del matrimonio sin que fuera
posible descubrirle.
Todos nosotros fuimos de esta opinión.
Nuestra unanimidad, con todo, no explicaba el
fenómeno, a menos de atribuirlo a alguna hechicería. Pero
la policía se mueve en el dominio de la realidad, no es
costumbre suya detener espectros, sino gentes de carne y hueso. El que
arrancó el edicto, el destructor del ramo, y el ladrón de
la corona, era y tenía que ser un ser humano perfectamente
apresable. No faltaba más que detenerle.
El señor Stepark reconoció lo bien
fundado de nuestras sospechas y de las pruebas irrefutables que se
alzaban contra Wilhelm Storitz.
-Ese individuo -dijo- me ha parecido siempre
sospechoso, aun cuando jamás haya recibido queja alguna contra
él. Su existencia es misteriosa. No se sabe cómo ni de
qué vive. ¿Por qué abandonó Spremberg, su
ciudad natal? ¿Por qué un prusiano de la Prusia
meridional ha venido a establecerse en este país magiar, tan
poco simpático a sus compatriotas? ¿Por qué se ha
encerrado con un anciano criado en esa casa del bulevar Tekeli, donde
jamás penetra nadie? Lo repito, todo eso me parece sospechoso,
muy sospechoso.
-¿Qué piensa usted hacer, señor
Stepark? -preguntó el capitán Haralan.
-Lo más indicado -respondió el jefe de
policía- es hacer un registro en esa casa, donde tal vez
encontremos algún documento, algún indicio.
-Mas para esas pesquisas necesitará usted una
autorización del gobernador, ¿verdad? -preguntó el
doctor.
-Se trata de un extranjero que ha dirigido amenazas a
su familia. Su Excelencia concederá esa autorización, no
lo dude usted.
-El gobernador se encontraba en la velada de
esponsales -observé.
-Lo sé, señor Vidal, y ya me ha hecho
llamar a propósito de los extraños hechos de que fue
testigo.
-¿Se los explicaba? -preguntó el
doctor.
-No, no hallaba ninguna explicación
razonable.
-Pero -dije yo- cuando sepa que Wilhelm Storitz
está mezclado en este asunto...
-Sentirá los más vehementes deseos de
esclarecerlo -respondió el señor Stepark-; tengan la
bondad de esperarme, señores; voy directamente al palacio y
antes de media hora traeré conmigo la autorización para
llevar a cabo las pesquisas necesarias en la casa del bulevar
Tekeli.
-Adonde nosotros le acompañaremos -dijo el
capitán Haralan.
-Perfectamente, si así lo desea usted,
capitán, y usted, señor Vidal -manifestó el jefe
de policía.
-Pues yo regreso a casa, donde les aguardaré
para cuando terminen el registro -dijo el doctor.
-Y después que hayamos arrastrado al individuo,
si a ello hubiere lugar -declaró el señor Stepark, que me
pareció decidido a llevar el asunto con toda actividad.
Partió el jefe de policía en
dirección al palacio del gobernador, y el doctor salió al
mismo tiempo que él, dirigiéndose a su casa, donde
iríamos a encontrarle.
El capitán Haralan y yo nos quedamos en el
despacho del señor Stepark haciendo comentarios acerca de los
sucesos que nos preocupaban, íbamos por fin a franquear las
puertas de aquella casa. ¿Se encontraría en ella su
propietario? Preguntábame yo, inquieto, si el capitán
Haralan podría contenerse cuando nos hallásemos en
presencia de Wilhelm Storitz.
Tras una media hora de ausencia regresó el
señor Stepark trayendo la autorización para proceder al
registro, y adoptar todas aquellas medidas que le pareciesen
necesarias.
-Ahora, señores -nos dijo-, tengan la bondad de
salir antes que yo. Yo iré por un lado y mis agentes por otro, y
dentro de veinte minutos nos encontraremos en la casa Storitz.
¿Convenido?
-Convenido -respondió el capitán.
Y ambos, salimos del ayuntamiento y bajamos hacia el
muelle Batthyani.

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