El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XVI
¡Myra desaparecida ...!
Cuando aquel grito resonó en la casa,
pareció no comprenderse su significación.
¡Desaparecida! Eso no tenía sentido. ¡Era
inverosímil, absurdo!
Media hora antes, la señora Roderich y Marcos
se encontraban aún en la habitación donde Myra reposaba
en su lecho, vestida ya con traje de viaje, tranquila, con la
respiración normal, hasta el punto de parecer que dormía.
Un momento antes había tomado alimento de mano de Marcos, que
había bajado en seguida para comer. Terminada la comida el
doctor y mi hermano habían subido para transportarla a la
berlina y no la vieron sobre su lecho. ¡La habitación
estaba vacía!
-¡Myra! -gritó Marcos,
precipitándose hacia la ventana, que intentó abrir, sin
poder conseguirlo: estaba cerrada. El rapto, si rapto había
habido, no pudo verificarse por aquella parte a través de la
ventana.
La señora Roderich y el capitán Haralan
acudieron a nuestros gritos.
-¡Myra ...! ¡Myra ...!
Que no respondiese, se comprendía, y no era una
respuesta lo que de ella se esperaba. Pero, ¿cómo
explicar que no estuviese en su habitación? ¿Era posible
que ella hubiera dejado su lecho, atravesado la habitación de su
madre y bajado la escalera sin que alguien la hubiera visto?
Me ocupaba en disponer los bultos pequeños en
las berlinas, cuando percibí los gritos y subí corriendo
al primer piso.
El doctor y mi hermano, que repetía
incesantemente el nombre de su mujer, iban y venían como dos
locos.
-¿Myra? -pregunté yo-.
¿Qué quieres decir, Marcos?
El doctor apenas tuvo fuerzas para contestarme:
-¡Mi hija... desaparecida!
Menester fue depositar sobre un lecho a la
señora Roderich, que acababa de perder el sentido. El
capitán Haralan, con el rostro convulso, los ojos encendidos,
trémulo de ira, vino a mí, exclamando:
-¡ Él! ¡ Siempre él!
Yo, no obstante, trataba de reflexionar.
Era muy difícil sostener la opinión del
capitán Haralan. No era admisible que Wilhelm Storitz hubiese
conseguido introducirse en la casa a pesar de las precauciones
adoptadas. Era concebible que se hubiese aprovechado del inevitable
desorden que ocasiona un viaje, mas para eso era menester que hubiera
estado en acecho para aprovechar el menor descuido, y que hubiese
operado con una prodigiosa rapidez.
Por lo demás, aun admitiendo todas esas
hipótesis, un rapto así era inexplicable. Yo, no me
había separado de la puerta de la galería, ante la cual
estaba la berlina; ¿cómo, pues, habría podido Myra
franquear aquella puerta para ganar la del jardín sin haber sido
vista por mí? Bueno que Wilhelm Storitz fuese invisible,
¿pero ella?
Volví a la galería y llamé al
criado. Cerrada con doble vuelta la puertecilla del jardín que
da al bulevar Tekeli, recorrimos la casa de arriba abajo, sin perdonar
ni el menor rincón. Lo mismo hicimos con el jardín.
No encontramos a nadie...
Volví al lado de Marcos. Mi pobre hermano
lloraba convulsivamente.
Lo primero que, a mi juicio, debía hacerse, era
prevenir al jefe de policía.
-Voy al ayuntamiento, venga conmigo -dije al
capitán Haralan.
La berlina continuaba esperando. Tomamos asiento en
ella y en pocos minutos estuvimos en la plaza Kurzt.
El jefe de policía estaba aún en su
despacho. Le puse al corriente de lo ocurrido. Aquel hombre,
acostumbrado a no sorprenderse por nada, no pudo entonces disimular su
estupefacción ante la noticia.
-¡La señorita Roderich, desaparecida!
-exclamó.
-Sí, parece imposible, pero así es.
Fugitiva o raptada, ella no está en casa.
-Debe de ser cosa de Storitz -murmuró el jefe.
La opinión del jefe de policía era la misma que la del
capitán Haralan.
Pasado un instante, añadió:
-Ése es, sin duda, el golpe maestro de que
hablaba su criado.
El señor Stepark tenía razón.
Sí, Wilhelm Storitz nos había prevenido, de cierta
manera, del mal que se proponía hacernos. Y nosotros,
insensatos, no habíamos tomado ninguna medida, ni adoptado
precauciones para defendernos y hacer fracasar sus planes.
-Señores -dijo el jefe de policía-,
¿quieren ustedes acompañarme a la casa?
-Al instante -respondí.
-Estoy listo en seguida. Sólo necesito el
tiempo preciso para dar algunas órdenes.
El señor Stepark llamó a uno de los
subjefes y le ordenó que enviase a casa de Roderich una escuadra
de policía, que debía permanecer allí vigilando
toda la noche; tuvo en seguida un largo conciliábulo con un
funcionario, en voz baja, y luego la berlina nos condujo a todos a casa
de Roderich.
La casa fue registrada por segunda vez también
en vano.
Sin embargo, el jefe de policía hizo una
observación al penetrar en la habitación de Myra.
-Señor Vidal -me dijo-, ¿no nota usted
un olor particular, que ya en otra ocasión hemos percibido?
En efecto, en el aire quedaba como un vago perfume. Lo
reconocí en seguida, y exclamé:
-¿El olor del líquido contenido en
aquella redoma que se rompió en el momento en que usted iba a
cogerla en el laboratorio de Wilhelm Storitz?
-Eso es, señor Vidal, y semejante hecho nos
autoriza para hacer algunas hipótesis; si este líquido,
como supongo, es el que produce la invisibilidad, tal vez Wilhelm
Storitz haya hecho absorber alguna cantidad a la señorita
Roderich, y se la haya llevado tan invisible como lo es él
mismo.
Quedamos aterrados.
Sí, en efecto, las cosas habían podido
pasar así. Parecíame indudable que Wilhelm Storitz se
hallaba en el laboratorio cuando el registro, y que había hecho
caer la redoma para que no pudiéramos apoderarnos de ella y
conocer su contenido, y acaso las cualidades que poseía.
Sí; aprovechándose del desorden
producido por los preparativos del viaje, Wilhelm Storitz había
penetrado en aquella habitación y se había llevado a Myra
Roderich.
¡Qué noche pasamos! Yo al lado de mi
atribulado hermano y el doctor junto a su esposa. ¡Con
cuánta impaciencia aguardábamos el día!
¿El día...? ¿Y de qué
había de servirnos que llegase el día?
¿Existía la luz para Wilhelm Storitz? ¿No
sabía él rodearse en pleno día de una niebla
impenetrable?
El jefe de policía no se separó de
nosotros hasta la madrugada, para dirigirse entonces a su oficina.
Antes de partir me llamó aparte y pronunció ante
mí las siguientes frases, inexplicables, sobre todo en aquellas
circunstancias:
-Una palabra tan sólo, señor Vidal -me
dijo-; no desespere usted, ni pierda el valor, porque, o mucho me
engaño, o están tocando ustedes el fin de sus penas.
No contesté a aquellas frases de consuelo, que
me parecieron desprovistas de sentido, limitándome a contemplar
al jefe de policía con gesto de estupefacción.
Hacia las ocho llegó el gobernador, asegurando
al doctor que no se perdonaría medio para encontrar a su hija;
el señor Roderich y yo tuvimos una sonrisa de amarga
incredulidad; ¿qué podía hacer el gobernador, en
realidad?
Desde las primeras horas de la mañana, la
noticia del rapto había circulado por la población,
provocando los sentimientos fáciles de suponer.
Antes de las nueve se presentó el teniente
Armgard en el hotel poniéndose a la disposición de su
camarada. Pero, ¿qué hacer, Dios mío?
Hay que suponer que el capitán Haralan no
juzgó, como yo, inútil este ofrecimiento amistoso,
porque, después de dar efusivas gracias a su compañero,
se vistió de calle, se ajustó el cinturón con la
espada y pronunció esta única palabra:
-Ven.
Mientras los dos oficiales se dirigían hacia la
puerta me sentí acometido de un deseo vehementísimo de
seguirles, y propuse a Marcos que nos acompañara. ¿Me
comprendió? No lo sé, pero, en todo caso, nada
contestó.
Cuando yo salí, ambos oficiales estaban ya en
el muelle; los raros transeúntes miraban la casa con una
curiosidad mezclada de terror. ¿No era de allí de donde
brotaba aquella tempestad de horror que perturbaba la ciudad?
Cuando me uní al teniente Armgard y al
capitán Haralan, éste me miró, pero no me
sorprendió que ni siquiera advirtiese mi presencia.
-¿Viene usted con nosotros, señor Vidal?
-me preguntó el teniente Armgard.
-Sí; ¿van ustedes...?
El teniente respondió con un encogimiento de
hombros. ¿Dónde iban? Al azar, sin duda; y, ¿no
era el azar, en efecto, el guía más seguro que
podíamos seguir?
Al cabo de algunos pasos, el capitán Haralan
preguntó, deteniéndose bruscamente:
-¿Qué hora es?
-Las nueve y cuarto -respondió su amigo,
después de consultar su reloj.
Volvimos a emprender la marcha.
Caminábamos con paso incierto, sin cambiar una
sola palabra. Después de atravesar la plaza Magiar y subir por
la calle del Príncipe Miloch, dimos la vuelta a la plaza San
Miguel, bajo los arcos. Con frecuencia, el capitán Haralan se
detenía bruscamente, como si sus pies hubiesen quedado clavados
en el suelo, y de nuevo preguntaba la hora.
Las nueve y veinticinco.
Las nueve y media.
Las diez menos veinte.
Tales fueron los sucesivos informes de su
compañero.
Tan pronto como obtenía el informe pedido, el
capitán emprendía nuevamente su indecisa marcha.
Después de haber recorrido varias calles, salimos al bulevar
Tekeli, desierto a la sazón en casi toda su longitud.
Una vez más se había detenido el
capitán Haralan, como incierto acerca del partido que
debía tomar. La acostumbrada pregunta brotó de sus
labios:
-¿Qué hora es, Armgard?
-Las diez menos diez -respondió el
teniente.
-Es la hora -dijo Haralan, que subió el
bulevard con rápido paso.
Cruzamos ante la verja de la casa Storitz; el
capitán ni siquiera la miró; dio la vuelta a la
propiedad, y no se detuvo hasta llegar al camino de ronda, del cual se
hallaba separado el jardín por un muro de dos metros y medio de
altura aproximadamente.
-¡Ayúdenme! -dijo señalando el
muro.
Aquella palabra valía por todas las
explicaciones del mundo. En seguida comprendí el objeto que
perseguía el infeliz hermano de Myra.
¿No eran las diez la hora fijada por el mismo
Storitz en la conversación que el jefe de policía y yo
habíamos escuchado? ¿No había yo informado de ello
al capitán Haralan?
En aquel momento el monstruo estaba allí, tras
aquel muro, tratando de descubrir la entrada del escondite que
contenía las reservas de aquellas sustancias desconocidas, de
que tan mal uso hacía; ¿conseguiríamos
sorprenderle mientras él se entregaba a ese trabajo? En
realidad, no era probable, pero no importaba; había una
ocasión, única tal vez, y era menester hacer lo posible
por aprovecharla.
Ayudándonos unos a otros, en pocos minutos
franqueamos el muro, yendo a caer al otro lado, en un paseo estrecho
bordeado de espesos macizos; ni Storitz ni nadie hubiera podido vernos
allí.
-Quédense ahí -dijo el capitán
Haralan, que, marchando a lo largo del muro, en dirección de la
casa, desapareció pronto de nuestra vista.
Durante un momento permanecimos inmóviles, pero
luego, cediendo a una irresistible curiosidad, nos pusimos en marcha,
encorvándonos hacia el suelo para que nuestras cabezas no
sobresaliesen del macizo que tan bien nos resguardaba de todas las
miradas, acercándonos de este modo nosotros también a la
casa.
Ésta apareció ante nosotros cuando
hubimos alcanzado el límite del macizo. Un espacio descubierto
de unos veinte metros de ancho nos separaba de ella; inclinados al
suelo, y conteniendo la respiración, miramos
ávidamente.
No quedaban ya más que trozos de paredes
ennegrecidas por las llamas, al pie de las cuales se amontonaban
piedras, trozos de madera carbonizados, hierros retorcidos, cenizas y
restos del mobiliario.
El teniente y yo recorrimos con la mirada el espacio
descubierto, pudiendo ver, a unos treinta pasos de nosotros, al
capitán Haralan, puesto también en cuclillas y al acecho.
En el sitio donde nuestro compañero se había detenido, el
macizo se acercaba al ángulo de la casa, de la que sólo
la separaba un paseo de unos seis metros de anchura.
Hacia este ángulo era donde miraba el
capitán Haralan. No hacía un movimiento. Replegado sobre
sí mismo, presto a saltar, parecía una fiera acechando a
su víctima.
Seguimos la dirección de sus miradas, y en el
acto comprendimos lo que las atraía. Un singular fenómeno
tenía lugar allí.
Aun cuando no se viese a nadie, los escombros estaban
animados de movimientos extraños; lenta y prudentemente, como si
los trabajadores no quisieran llamar la atención, las piedras,
los herrajes, los mil diversos restos amontonados en aquel sitio, eran
quitados de allí y colocados en un montón.
No sin experimentar una emoción extraña,
mezcla de curiosidad y miedo, clavamos allí la vista, en tanto
que la verdad iba abriéndose paso en nuestros espíritus.
Wilhelm Storitz estaba allí, y si los obreros eran invisibles,
su obra no lo era.
De pronto resonó un grito lanzado por una voz
furiosa. Desde nuestro escondite vimos al capitán Haralan
lanzarse y franquear el paseo central de un solo salto. Fue a caer al
borde de las ruinas, y pareció estrellarse contra un
obstáculo invisible. Avanzó, retrocedió,
abrió los brazos cerrándolos en seguida. Encorvóse
y se enderezó como un luchador en el combate.
-¡A mí, a mí! -gritó de
pronto-. ¡Ya lo tengo!
El teniente Armgard y yo nos precipitamos hacia
él.
-¡Lo tengo...! ¡Tengo al miserable!
-repetía-. ¡A mí, Vidal! ¡A mí,
Armgard!
De pronto me sentí rechazado por un brazo
invisible, en tanto que una ardiente respiración llegaba a mi
rostro.
Sí, era, en efecto, una lucha cuerpo a cuerpo.
Allí estaba el ser invisible. Wilhelm Storitz u otro cualquiera.
Fuera quien fuera, nuestras manos le habían cogido, no le
dejaríamos ya y sabríamos obligarle a que nos dijera
dónde estaba Myra.
Como había comprobado ya el señor
Stepark, aunque tenía el poder de destruir su visibilidad, su
materia subsistía, no era un fantasma, no; era un cuerpo cuyos
movimientos intentábamos paralizar a costa de muy grandes
esfuerzos.
Llegamos a conseguirlo por fin. Yo tenía sujeto
por un brazo a nuestro invisible adversario, y el teniente Armgard le
sostenía por otro.
-¿Dónde está Myra?
¿Dónde está Myra? -preguntó con voz
colérica el capitán Haralan.
Ninguna respuesta. El miserable luchaba, tratando de
desprenderse de nuestras manos. Era un individuo muy vigoroso, que se
debatía violentamente para librarse de nosotros. Si lo lograba,
se lanzaría a través del jardín o de las ruinas,
ganaría el bulevar, y tendríamos que renunciar a la
esperanza de volver a cogerlo.
-¿Dirás dónde se halla Myra?
-repitió el capitán Haralan, cegado por el furor.
Por fin se dejaron oír las siguientes
palabras:
-¡Jamás... ¡Jamás!
Aquella voz era la de Wilhelm Storitz.
La lucha no podía durar. Éramos tres
contra uno, y por robusto que fuera, nuestro adversario no podía
resistir mucho tiempo. En aquel instante, el teniente Armgard fue
empujado rudamente, y cayó al suelo; casi enseguida yo me
sentí cogido por una pierna y arrastrado, teniendo que soltar el
brazo que sujetaba. El capitán Haralan fue violentamente
golpeado en el rostro, vaciló y comenzó a abrir las
manos.
-¡Se me escapa! ¡Se me escapa!
-rugió.
Sin duda Hermann había corrido, cuando menos lo
esperábamos, en auxilio de su amo.
Me levanté, en tanto que el teniente, medio
desvanecido, permaneció tendido en el suelo, y corrí a
prestar ayuda al capitán... ¡Todo inútil! No
tocábamos más que el vacío. ¡Wilhelm Storitz
había huido!
Mas súbitamente de entre los macizos, por la
verja, por los muros y de las ruinas surgieron hombres; brotaron por
todas partes a centenares. Codo con codo, formando tres líneas,
la primera con el uniforme de la policía de Raab y las dos
últimas con el uniforme de la Infantería de los Confines
Militares.
En un instante todos aquellos hombres formaron un
vasto círculo, que iba estrechándose por momentos.
Entonces comprendí y me expliqué las
frases optimistas del jefe de policía. Enterado de los proyectos
de Storitz por el mismo Storitz, había tomado sus medidas con
una eficacia de la que estaba yo maravillado. Al penetrar en el
jardín no habíamos visto a ninguno de aquellos hombres, y
eso que eran algunos centenares.
El círculo, cuyo centro parecíamos
formar nosotros, iba cerrándose. No, Wilhelm Storitz no
podría escapar. ¡Estaba cogido...!
El miserable lo comprendió así sin duda,
porque de pronto, muy cerca de nosotros, se oyó una
exclamación de rabia.
Luego, en el momento mismo en que el teniente Armgard,
que empezaba a volver en sí, iba a ponerse en pie, su sable fue
bruscamente sacado de la vaina.
Una mano invisible comenzó a blandirlo.
Aquella mano era, seguramente, la de Wilhelm Storitz.
La cólera le cegaba, y puesto que no podía huir, trataba,
al menos, de vengarse y matar al capitán Haralan.
A imitación de su enemigo, el capitán
había desenvainado su sable.
Los dos se hallaron frente a frente, como en un duelo.
Uno de los contendientes era visible, invisible el otro.
Aquel combate fue demasiado rápido para que
nosotros pudiéramos intervenir.
Era evidente que Wilhelm Storitz conocía el
manejo del sable. En cuanto al capitán Haralan, se limitaba a
atacar, sin intentar defenderse. Un golpe de soslayo,
rápidamente parado, le hirió en un hombro...
Mas de pronto su arma hundióse hacia delante.
Se oyó un grito de dolor. Las hierbas del suelo se
inclinaron.
No, no fue el viento lo que las curvó. Fue el
peso de un cuerpo humano, el peso del cuerpo de Wilhelm Storitz,
traspasado por el acero el corazón.
Una oleada de sangre brotó de la nada, y, al
mismo tiempo que la vida iba extinguiéndose, aquel cuerpo
invisible fue recobrando poco a poco su forma material. En las supremas
convulsiones de la agonía fue reapareciendo el cuerpo de Wilhelm
Storitz.
-¿Myra? ¿Dónde está Myra?
-gritó el capitán Haralan, precipitándose sobre su
enemigo.
Pero allí no había ya otra cosa que un
cadáver con el rostro convulso, los ojos abiertos, la mirada
todavía cargada de odio. El cadáver visible del
extraño personaje que fue Wilhelm Storitz.

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