El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo II
Salí de París el día 14 de abril,
a las siete de la mañana, en una berlina tirada por caballos de
posta, contando con emplear unos diez días en llegar a la
capital de Austria.
Pasaré rápidamente por esta primera
etapa de mi viaje, que no se vio señalada por ningún
incidente digno de mención; por otra parte, las regiones que
entonces hube de recorrer comienzan a ser demasiado conocidas para ser
dignas de una descripción en toda regla.
Estrasburgo fue mi primer alto formal. Al salir de
esta ciudad, me asomé por la portezuela, y las altas veletas de
la catedral aparecieron ante mi vista, bañadas por los rayos del
sol.
Muchas noches pasé mecido por la canción
de las ruedas, aplastando la grava del camino, por esa fatigosa
monotonía que acaba por adormecerle a uno mejor que el silencio;
sucesivamente atravesé Oos, Badén y algunas otras
ciudades; después, dejé atrás a Stuttgart y Ulm,
en Wurnich. Cerca ya de la frontera austríaca, un alto
más prolongado me detuvo en Salzburgo y por fin, el día
25 de abril, a las seis y treinta y cinco de la tarde, los caballos,
cubiertos de espuma, se detenían ante la mejor hospedería
de Viena.
Sólo treinta y seis horas, contando entre ellas
dos noches, permanecí en esta capital. A mi regreso era cuando
pensaba visitarla detenidamente.
Viena no está atravesada ni bordeada por el
Danubio. Por ello tuve que hacer una legua aproximadamente de camino en
carruaje para alcanzar la orilla del río, cuyas complacientes
aguas iban a llevarme hasta Raab.
La víspera había comprometido el pasaje
en la gabarra Dorotea, que se dedicaba al transporte de pasajeros.
Había allí de todo un poco, alemanes, austríacos,
húngaros, rusos e ingleses. Los pasajeros ocupaban la popa, pues
la proa estaba destinada a las mercancías, hasta el extremo de
que nadie habría podido encontrar allí un sitio.
Mi primer cuidado fue el procurarme una cama en el
dormitorio común. No había que pensar en colocar
allí un baúl y tuve que dejarlo al aire libre, cerca de
un banco, y en él proyectaba sentarme a menudo durante el viaje
sin dejar de velar por mi propiedad con el rabillo del ojo.
Con el doble impulso de la corriente y de un viento
bastante vivo, descendía rápidamente la gabarra,
hendiendo con su proa las amarillentas aguas del hermoso río,
aguas que, diga lo que quiera la leyenda, parecen teñidas de
ocre más bien que de azul. Nos cruzamos con numerosos bajeles,
con sus velas tendidas a la brisa y transportando los productos de la
campiña que hasta donde la vista puede alcanzar se extiende a
una y otra margen. Pasamos asimismo al lado de una de esas inmensas
almadías, verdaderos trenes flotantes formados por un bosque
entero, en los que se edifican aldeas acuáticas, alzadas a la
partida y derribadas a la llegada, y que recuerdan las prodigiosas
jangadas brasileñas del Amazonas.
Luego y caprichosamente diseminadas, las islas se
sucedían unas a otras, grandes o pequeñas,
alzándose apenas del agua algunas, hasta el extremo de que la
mayor parte se verían sumergidas con sólo que el nivel
del río subiese unas cuantas pulgadas. Las miradas se recreaban
en la contemplación de aquellas islitas tan verdes, tan frescas,
con sus líneas de árboles y arbustos y tapizadas con sus
humildes hierbecillas salpicadas de flores.
Así fuimos cruzando ante pueblecitos edificados
a la orilla misma del río. A veces, parece que el movimiento y
los remolinos de los barcos les hacían oscilar sobre su base.
Más de una vez pasamos por debajo de una cuerda tendida entre
ambas orillas a riesgo de que se engancharan en ella las jarcias de
nuestra embarcación.
Durante el primer día, dejamos atrás
Fischamenan y Rigelsbrun, anclando la Dorotea, al llegar la noche, en
la desembocadura del March, un afluente del lado izquierdo, que
desciende de la Moravia, muy cerca de la frontera del reino magiar; en
este sitio pasamos la noche del 27 al 28 de abril, para emprender de
nuevo la marcha al amanecer, arrastrados por la corriente a
través de los territorios donde en el siglo XVI hubieron de
batirse franceses y turcos con tanto encarnizamiento.
Finalmente, después de una corta escala en
Petronel, en Altenbourg y en Hainbourg, después de franquear el
desfiladero de la Puerta de Hungría y después de abrirse
ante ella el puente de barcas, la gabarra llegó al muelle de
Presburgo. Allá hicimos escala.
Una parada de veinticuatro horas, precisa para el
movimiento de mercancías, me permitió visitar esta
ciudad, digna de la atención de los viajeros. Tiene
verdaderamente todo el aspecto de hallarse edificada sobre un
promontorio; no experimentaría uno la menor sorpresa si fuese el
mar el que se extendiera a sus pies, bañando las olas su base,
en vez de las mansas y apacibles aguas de un río. Por encima de
la línea de sus magníficos muelles se dibujaban las
siluetas de casas construidas con una notable regularidad, y de un
hermoso estilo.
Pude admirar la catedral, cuya cúpula termina
con una corona dorada, numerosos hoteles, y hasta algunos palacios que
pertenecen a la aristocracia húngara; hice luego la
ascensión de la colina en que se alza el castillo, y
visité aquella vasta construcción cuadrangular,
flanqueada de torres en sus ángulos como una ruina feudal; tal
vez pudiera uno lamentar el haberse encaramado tan alto, si una vez
allí, la vista no se perdiera sin obstáculos sobre los
magníficos viñedos de los alrededores y la llanura
infinita por la que se desliza majestuoso el Danubio.
Más allá de Presburgo y en la madrugada
del 30 de abril, la Dorotea cruzó a través de las puszta.
Viene a ser ésta la estepa rusa, la sabana americana, cuyas
llanuras inmensas se extienden por toda la Hungría central; un
territorio sumamente curioso, con sus prados de pastos cuyo fin no se
percibe, que recorren algunas veces en un golpe tendido innumerables
caballadas, y que proporciona alimento a rebaños de bueyes y de
búfalos formados por millares de cabezas.
Allí se desarrolla en sus múltiples
zigzag el auténtico Danubio húngaro; aumentado ya su
caudal con el de muchos y muy caudalosos tributarios procedentes de los
pequeños Cárpatos y de los Alpes Estirios, adquiere la
importancia de gran río, después de haber sido apenas
más que un arroyo en su paso por Austria.
Remontaba yo con la imaginación el curso de
este río hasta sus lejanas fuentes, casi en la frontera
francesa, en el Gran Ducado de Badén, limítrofe de la
Alsacia, y no podía menos de pensar que las lluvias de Francia
eran las que le suministraban sus primeras aguas.
Al día siguiente pude detenerme y descubrir la
célebre ciudadela de Kromorn, levantada en el siglo XV por
Matías Corvino, y donde tuvo lugar el último acto de la
insurrección.
No conozco nada más hermoso que el abandonarse
a la corriente del Danubio en esta parte del territorio magiar. De
continuo curvas caprichosas, bruscos recodos que hacen variar por
completo la perspectiva y el paisaje, islas bajas, medio sumergidas, y
sobre las cuales revolotean grullas y cigüeñas: en la
puszta en toda su magnificencia, ya en praderas lujuriantes, ya en
colinas que ondulan en el horizonte; allí prosperan los
viñedos mejores de Hungría; puede estimarse en más
de un millón de pipas, a las cuales contribuye el Tokav, la
producción de este país, que figura, después de
Francia, España e Italia, en la lista de las regiones
vinícolas. Dícese que esta cosecha se consume casi por
entero en el país. No ocultaré, sin embargo, que pude
darme la satisfacción de vaciar algunas botellas en las posadas
de la ribera; ¡tanto peor para los bebedores magiares!
Debe notarse que los métodos y procedimientos
de cultivo van mejorando de año en año en esta
región. Sin embargo, queda todavía mucho por hacer;
sería menester abrir una red de canales de riego que le
asegurasen una fertilidad constante, plantar muchos millares de
árboles y disponerlos con arte y simetría de modo que
pudieran constituir una barrera contra los vientos perjudiciales.
Así, los cereales no tardarían en duplicar y hasta
triplicar sus rendimientos.
Por desgracia, la propiedad no se encuentra lo
bastante dividida en Hungría. Los bienes de mano muerta son en
ella considerables y hay dominios de veintiocho millas cuadradas
más extensos todavía, que sus propietarios no han podido
explorar jamás en toda su extensión; los pequeños
cultivadores no poseen ni siquiera la cuarta parte de ese vasto
territorio repartido por otra parte en pequeñas parcelas.
Es probable que semejante estado de cosas, tan
perjudicial al país, cambie gradualmente, y tan sólo por
la lógica obligada que encierra el porvenir. Por lo
demás, el campesino húngaro no es en modo alguno
refractario al progreso; está lleno de buena voluntad, de valor
y de inteligencia; tal vez se halla demasiado contento con su suerte y
de sí mismo; menos, sin embargo, de lo que lo está el
campesino germánico; entre ambos hay la diferencia de que si el
primero cree poder aprenderlo todo, el segundo cree saberlo todo.
En Gran, situado en la orilla derecha, fue donde
noté un cambio en el aspecto general. A las planicies de la
puszta sucedieron largas y numerosas colinas, extremas ramificaciones
de los Cárpatos y de los Alpes Nórdicos que oprimen el
río y le obligan a atravesar estrechos desfiladeros. Gran es la
sede del obispo primado de Hungría, y sin duda, la más
envidiada de las diócesis del Globo, si es que los bienes de
este mundo poseen atractivos para un prelado católico; el
titular de esta sede, cardenal, primado, legado, príncipe del
Imperio y Canciller del Reino, posee una renta que excederá de
un millón de libras.
Más allá de Gran vuelve a comenzar la
puszta. Hay que reconocer que la Naturaleza es muy artista; practica en
grande la ley de los contrastes; tras los variados aspectos del paisaje
entre Presburgo y Gran, ha querido que el paisaje sea aquí
triste, sombrío, monótono.
En este viaje, la Dorotea viose obligada a elegir uno
de los dos brazos que forman la isla de San Andrés y por lo
demás son uno y otro practicables a la navegación;
tomó por el brazo de la izquierda, lo cual me permitió
ver la ciudad de Waitzen, dominada por media docena de campanarios y
con una iglesia construida en la orilla misma del río y que se
refleja en las aguas en medio de grandes masas de verdura.
Más adelante, el aspecto del país
comenzó a modificarse. La animación sucedió a la
calma. Era evidente que nos aproximábamos a una capital,
¡y qué capital! Doble, como ciertas estrellas, y si estas
estrellas no son de primera magnitud, resplandecen al menos con gran
brillo en la constelación húngara.
La gabarra rodeó una última isla; Buda
aparece en seguida e inmediatamente Pest; y en esas dos ciudades,
inseparables como dos hermanas gemelas, era donde del 3 al 6 de mayo
iba yo a tomar algún reposo, consagrándome a visitarlas y
recorrerlas detenidamente.
Entre Buda y Pest, entre la ciudad turca y la ciudad
magiar, pasan las flotillas de barcas, especie de galeotas con un
mástil de bandera en la proa y dotadas de un largo timón,
cuya barra se alarga de un modo desmesurado; ambas orillas se hallan
transformadas en muelles que bordean casas sobre las cuales se alzan
veletas y campanarios.
Buda, la ciudad turca, se halla situada en la orilla
derecha; Pest en la izquierda, y el Danubio, sembrado siempre de islas
cubiertas de verdor, forma la cuerda de la semicircunferencia; del lado
de ésta se encuentra la llanura, por donde la ciudad ha podido y
podrá continuar extendiéndose. Por la parte de Buda hay
una sucesión de colinas de forma de bastiones que coronan la
ciudadela.
De turca que era, Buda tiende a convertirse en
húngara y, hasta fijándose y observando bien, en
austríaca. Más militar que comercial, falta en ella la
animación que prestan los negocios. No debe admirarnos que la
hierba crezca en sus calles y bordee sus aceras. Por habitantes,
cuenta, sobre todo, con soldados, quienes diríase que circulan
por una ciudad que se encontrara en estado de sitio; en muchos lugares
ondea el pabellón nacional, cuya tela flota al viento; es, en
suma, una ciudad muerta colocada frente a una ciudad tan viva y
bullidora como Pest, de tal suerte que muy bien pudiera decirse que el
Danubio se desliza entre el pasado y el porvenir.
No obstante, si bien es cierto que Buda posee un
arsenal y que no faltan en ella los cuarteles, también pueden
ser visitados muchos palacios de muy buen aspecto. No dejé yo de
experimentar cierta impresión ante sus viejas iglesias y su
catedral, que se convirtió en mezquita bajo la dominación
otomana; seguí por una amplia calle, cuyas casas con terrazas
como en Oriente están rodeadas de verjas; recorrí los
salones del Ayuntamiento y contemplé la tumba de Bull-Baba, que
visitan numerosos peregrinos turcos.
Pero ocurrióme a mí lo mismo que
acontece a la mayor parte de los extranjeros, y Pest me ocupó la
mayor parte del tiempo; no fue, se me puede dar crédito, tiempo
perdido, porque, en realidad, dos días no son suficientes para
visitar la capital húngara, la noble ciudad universitaria.
Conviene, en primer término, escalar la colina
situada al sur de Buda, a la extremidad del barrio de Taban, con objeto
de obtener una vista panorámica de ambas ciudades. Desde este
punto se descubren los muelles de Pest y sus plazas rodeadas de
hermosos palacios; el aspecto de Pest es magnífico y grandioso,
y no sin razón se le ha preferido muchas veces al de Viena.
En la campiña circundante, sembrada de villas,
se extiende la inmensa llanura de Rakos, donde en otro tiempo
celebraban los caballeros húngaros, con gran solemnidad, sus
reuniones o dietas nacionales.
No puede dejarse de visitar enseguida el Museo, con
sus cuadros y estatuas, las salas de Historia Natural y de
antigüedades prehistóricas, las inscripciones, las monedas,
las valiosas colecciones etnográficas que contiene.
Es preciso visitar después la isla Margarita,
con sus bosques, sus praderas, sus baños alimentados por una
fuente termal y, asimismo, el jardín público,
Stadtwaldchen, regado por un arroyuelo practicable para las
embarcaciones pequeñas, con sus hermosas umbrías, sus
tiendas, sus juegos, y en el cual bulle una animada y señoril
muchedumbre, entre la que se encuentra un gran número de tipos
notables.
La víspera de mi partida entré en una de
las principales hospederías de la ciudad con objeto de reposar
un instante; la bebida favorita de los magiares, vino blanco mezclado
con una agua ferruginosa, me había refrescado agradablemente, e
iba a continuar mis excursiones por la ciudad, cuando mis miradas
fueron a tropezar con un periódico desplegado.
Lo cogí maquinalmente y el siguiente
título, «Aniversario Storitz», escrito con gruesos
caracteres góticos, atrajo enseguida mi atención.
Este nombre era precisamente el que había
pronunciado ante mí el subjefe de policía, era el nombre
del famoso alquimista alemán, así como el del desahuciado
pretendiente de Myra Roderich; no podía abrigar dudas a este
respecto.
He aquí lo que leí:
«Dentro de veinte días, el 25 de mayo, se
celebrará en Spremberg el aniversario de Otto Storitz. Puede
afirmarse que la población se trasladará en masa al
cementerio de la ciudad natal del ilustre sabio.
»Sabido es que este hombre extraordinario ha
ilustrado Alemania con sus maravillosos trabajos, con sus sorprendentes
descubrimientos y con sus prodigiosos inventos, que tanto han
contribuido al progreso de las ciencias físicas.»
No exageraba en verdad, el autor del artículo.
Otto Storitz era con justicia célebre en el mundo
científico; pero lo que me dio más que pensar fueron las
líneas siguientes:
«Nadie ignora que, mientras vivió, Otto
Storitz pasaba, a los ojos de ciertas gentes inclinadas a lo
maravilloso, por ser un tanto brujo; uno o dos siglos antes nada
habría tenido de extraño que se hubiera visto detenido,
condenado y quemado en la plaza pública; añadiremos que
después de su muerte, gran número de personas, dispuestas
evidentemente a la mayor credulidad, le consideran aún como un
hechicero capaz de sortilegios y encantamientos, habiendo
poseído un poder sobrehumano. Lo que les tranquiliza es que
parece haberse llevado sus secretos a la tumba; no hay que abrigar la
esperanza de que para tales gentes, que jamás abrirán los
ojos, Otto Storitz continuará siendo un cabalista, un mago, un
hechicero, un demoníaco.»
Sea lo que quiera, pensé yo, lo importante es
que su hijo haya sido despedido por el doctor Roderich; ¡todo lo
demás me importa un comino!
La gacetilla terminaba con estos párrafos:
«Debe, por lo tanto, esperarse que la
muchedumbre, como todos los años, será considerable en la
ceremonia del aniversario, sin contar con los amigos serios y
respetables que han permanecido fieles al recuerdo de Otto Storitz. No
es exagerado suponer que la población de Spremberg, tan
supersticiosa, espera algún prodigio y desea ser testigo de
él; según las impresiones que hemos podido recoger en la
ciudad, el cementerio debe ser teatro de inverosímiles y
extraordinarios fenómenos; nadie experimentaría la menor
sorpresa si en medio del espanto general se alzase la piedra de la
tumba y resucitase el sabio en toda su gloria.
»En opinión de algunos, Otto Storitz ni
siquiera habría muerto en realidad, y el día de sus
exequias se habrían celebrado falsos funerales.
»No nos detendremos en discutir semejantes
necedades; pero como todo el mundo sabe, las supersticiones carecen de
lógica y pasará mucho tiempo antes de que el buen sentido
se haya impuesto y destruido esas ridículas leyendas.
»
No dejó de sugerirme la anterior lectura
algunas impresiones pesimistas. Nada más cierto que la muerte y
el sepelio de Otto Storitz y ni un instante siquiera merecía la
pena detenerse a pensar en la posibilidad de que su tumba se abriese el
día 25 de mayo y que apareciese, cual nuevo Lázaro, ante
las atónitas miradas de la muchedumbre. Pero si la
defunción del padre era indudable, no lo era menos que ese
señor había dejado un hijo que estaba vivo y bien vivo,
Wilhelm Storitz, rechazado por la familia Roderich; ¿no era de
temer que este hecho ocasionase disgustos y contratiempos a Marcos y
que suscitase dificultades a su matrimonio... ?
«Bueno -hube de decirme por fin, rechazando el
periódico-, he aquí que empiezo a perder la chaveta:
Wilhelm Storitz pidió la mano de Myra, mano que le fue negada,
¿y luego...? Pues luego no se le ha vuelto a ver, y toda vez que
nada me ha dicho Marcos de semejante asunto, no veo la razón de
que haya de concederle yo la más mínima importancia.
»
Pedí tintero, pluma y papel y escribí a
mi hermano, con objeto de anunciarle que al día siguiente
saldría de Pest y que llegaría en la tarde del día
11 de mayo, ya que, a lo sumo, me encontraba a setenta y cinco leguas
de Raab; hacíale notar que hasta el momento mi viaje se
había realizado sin incidentes ni retrasos, y que no veía
ninguna razón para pensar que no hubiera de terminarse lo mismo;
no me olvidaba de rogarle que presentase mis respetos a los
señores Roderich y añadía para Myra la seguridad
de mi afectuosa simpatía, que Marcos tendría a bien
transmitirle.
A las ocho de la mañana siguiente
desamarró la Dorotea del muelle y se entregó a la
corriente.
Innecesario será decir que, a partir de Viena,
en cada una de las escalas había habido renovación de
pasajeros. Los unos habían desembarcado en Presburgo, en Gran o
en Budapest, en tanto que se habían embarcado otros en dichas
ciudades; sólo cinco o seis dos ingleses entre ellos,
habían embarcado en la capital austríaca con ánimo
de llegar hasta el mar Negro.
En Pest, como en las escalas anteriores, había,
pues, recibido la Dorotea nuevos pasajeros; uno de éstos
llamó especialmente mi atención, tan extraño hubo
de parecerme su aspecto.
Era un hombre de unos treinta y cinco años
aproximadamente, alto, de un rubio intenso, de aspecto duro, mirada
imperiosa: un hombre, en suma de los menos simpáticos; su
actitud revelaba al hombre altivo y desdeñoso; en diversas
ocasiones se dirigió al personal de a bordo, lo cual me
permitió oír su voz seca, desagradable, y el tono de
mando con que hacía sus preguntas.
Este pasajero no quería, al parecer,
relacionarse con nadie, lo cual me importaba un ardite, ya que hasta
entonces me había yo mantenido en una extrema reserva respecto
de mis compañeros de viaje; el patrón de la Dorotea era
el único a quien yo me había dirigido para pedirle
algunos informes.
Observando bien a semejante personaje era forzoso
convenir que se trataba de un alemán, originario, según
todas las probabilidades, de Prusia; teníase la intuición
de ellos, se sentía, como suele decirse, y todo llevaba en
él el sello teutónico; imposible confundirle ni un
instante con los valientes húngaros, con los simpáticos
magiares, verdaderos amigos de Francia.
Al dejar Budapest, apenas si la gabarra marchaba
más deprisa que la corriente; la brisa, sumamente leve,
sólo le imprimía una muy débil y escasa velocidad,
razón por la cual se hacía en sumo grado fácil la
tarea de observar con todo pormenor los paisajes que a nuestras miradas
se ofrecían.
Después de haber dejado atrás la ciudad
doble, la Dorotea, habiendo alcanzado la isla Czepel, que divide al
Danubio en dos brazos, tomó por el de la izquierda.
Tal vez el lector se admire, en el supuesto de que
tenga yo lectores, de la completa trivialidad de un viaje cuyas
extrañas peripecias comencé yo mismo por indicar; si
así fuese, tenga el lector un poco de paciencia; no
tardará mucho en tropezar con tanto suceso extraño y raro
como pueda desear.
Precisamente, en el momento mismo de rodear la Dorotea
la isla Czepel, fue cuando se produjo el primer incidente de que
conservo memoria; un incidente de los más insignificantes;
¿tendré ni siquiera el derecho de llamar
«incidente» a un hecho de tan poca importancia y por
añadidura completa y totalmente imaginario, según pude
comprobar inmediatamente? Como quiera que sea, he aquí lo
acontecido:
Hallábame entonces a la popa del barco, en pie,
cerca de mi baulito, en cuya tapa estaba pegado un papel en el que
quien quisiera podía leer mi nombre, apellido, dirección
y calidad; de codos sobre la borda dejaba errar beatíficamente
mis miradas por la puszta que se desarrolla más allá de
Pest y no pensaba en nada, lo confieso.
De pronto experimenté la vaga sensación
de que alguien se encontraba detrás de mí.
Todo el mundo conoce, por haberla sentido, esa
impresión vaga de que hablo y que experimentamos cuando somos
mirados fijamente por una persona cuya presencia ignoramos; es
éste un fenómeno mal o nada explicado y bastante
misterioso; pues bien, en ese momento sentí yo una
impresión de tal género.
Volvíme bruscamente. Próximo a mí
no había nadie.
Tan clara y precisa había sido la
impresión, que permanecí algunos minutos con la boca
abierta y comprobando mi soledad; hubo de serme preciso rendirme a la
evidencia, y reconocer que más de diez toesas me separaban de
los pasajeros más próximos.
Burlándome de mi necia y ridícula
nerviosidad, volví a mi primera posición y ningún
recuerdo hubiera guardado de tan fútil incidente, si ulteriores
acontecimientos, que a la sazón me hallaba muy lejos de esperar,
no se hubiesen encargado de refrescar mi memoria.
Por el momento dejé de pensar en ello y mis
miradas volvieron a dirigirse hacia la puszta, que se extendía
ante nosotros con sus curiosos efectos de espejismo, sus largas
llanuras, sus verdosos prados, sus tierras de cultivo, más ricas
en las proximidades de la gran ciudad. Entretanto, por el río
continuaba desarrollándose el rosario de las islas bajas, casi
sumergidas.
Durante aquella jornada del 7 de mayo hicimos unas
veinte leguas siguiendo los múltiples repliegues del río
bajo un cielo inseguro que nos dio más horas húmedas que
secas; a la caída de la tarde nos detuvimos para pasar la noche
entre Duna Pentel y Duna Foldrar. La jornada del día siguiente
fue semejante a la anterior desde todos los puntos de vista, y de nuevo
hicimos alto en plena campiña, unas diez leguas más
allá de Batta.
El 9 de mayo, con tiempo sereno, partimos con la
certeza de llegar a Mohacz antes de la noche. Hacia las nueve, en el
momento de ir a entrar en la sala, salía el pasajero
alemán. Poco faltó para que tropezáramos y
quedé sumamente sorprendido de la mirada tan singular que me
dirigió; era la primera vez que el azar nos colocaba frente a
frente y, sin embargo, no tan sólo había insolencia en
aquella mirada, sino que, sin duda, estaba yo soñando, hubiera
jurado que había también odio en ella.
¿Qué quería aquel individuo?
¿Me odiaba sencillamente por ser yo francés? Se me
ocurrió, en efecto, el pensamiento de que habría podido
leer mi nombre sobre la tapa del baúl, y hasta sobre la placa de
mi saco de viaje, depositado en una de las banquetas; tal vez fuera
esto lo que me valía aquellas miradas de enojo.
Pues bien, si él sabía y conocía
mi nombre, yo estaba firmemente resuelto a no hacer nada por averiguar
el suyo, toda vez que el personaje me interesaba muy poco.
La Dorotea hizo escala en Mohacz, pero demasiado tarde
para que me fuera posible ver de esa importante ciudad otra cosa que
dos campanarios que se elevaban por encima de una gran masa inundada ya
de sombras; desembarqué, con todo, y tras una excursión
de una hora volví a bordo.
Embarque de algunos pasajeros y partida al amanecer
del 10 de mayo.
Durante esta jornada, el alemán se cruzó
varias veces conmigo en el puente, afectando mirarme con una
expresión que decididamente me causaba fuerte desagrado; no soy
de aquellos a quienes gusta buscar querellas a las gentes, pero tampoco
me place lo más mínimo que se me observe con semejante
enojosa y descortés persistencia. Si aquel impertinente
tenía algo que decirme, ¿por qué no me lo
decía? No es con los ojos como se habla en tales casos, y si
él no comprendía el francés, yo por mi parte
habría sabido responderle en su idioma.
Sin embargo, si había de llegar el caso de que
me viera obligado a interpelar al teutón, era preferible que
previamente hubiese yo obtenido algunos informes acerca de
él.
Pregunté al patrón de la gabarra si
conocía a aquel viajero.
-No -me contestó.
-¿Es alemán? -interrogué.
-Sin la menor duda, señor Vidal, y hasta me
figuro que lo es dos veces, porque debe de ser prusiano.
-¡Caramba! ¡Es demasiado con serlo una
sola! -dije yo; respuesta poco digna, lo concedo, de un hombre culto,
pero respuesta que pareció ser del agrado del capitán,
que era de origen húngaro.
Durante la tarde, la barca evolucionó a la
altura del Zombor, demasiado alejada de la orilla izquierda del
río para que fuera posible verla bien. Es una ciudad muy
importante, situada como Szegedin en esa vasta península formada
por los dos cursos del Danubio y del Tisza, uno de sus más
importantes afluentes.
Al otro día, siguiendo las numerosas
sinuosidades del río, la gabarra se dirigió hacia
Vukovar, construida sobre la orilla derecha; pasamos entonces a lo
largo de la frontera de la Eslavonia, donde el río modifica su
dirección Norte-Sur para correr hacia el Este; allí se
extendía también el territorio de los Confines Militares.
De trecho en trecho veíanse numerosos cuerpos de guardia en
comunicación entre sí, merced a ir y venir de los
centinelas, que ocupaban cabañas de madera o garitas de ramas de
árboles.
Este territorio se halla administrado militarmente;
todos los habitantes, designados con el nombre de grenzer, son
soldados; las provincias, los distritos, las parroquias se borran para
dejar el puesto a los regimientos y a las Compañías de
ese ejército particular. Bajo la denominación de Confines
Militares compréndase el territorio que se extiende desde el
Adriático hasta las montañas de la Transilvania,
abarcando un área de seiscientas diez millas cuadradas cuya
población, de unas once mil almas, se halla sometida a una
severa disciplina. Data esta institución de antes del actual
reinado de María Teresa, y tiene su razón de ser no tan
sólo contra los turcos, sino también como cordón
sanitario contra la peste; allá se van los unos y la otra.
A partir de Vukovar dejé de ver al
alemán a bordo; sin duda había desembarcado en esta
ciudad; me vi de esta suerte libre de su presencia, lo que me
evitó toda clase de explicaciones con semejante individuo.
Otros pensamientos ocupaban a la sazón mi
espíritu; dentro de muy breves horas llegaría el barco a
Raab; ¡qué alegría el volver a ver a mi hermano, de
quien hacía más de un año me encontraba separado,
estrecharle entre mis brazos, charlar ambos de cosas tan interesantes
para nosotros y conocer a su nueva familia!
Hacia las cinco de la tarde comenzaron a aparecer en
la orilla izquierda algunas iglesias, coronadas las unas por
cúpulas y dominadas las otras por campanarios que se recortaban
sobre un cielo por el que corrían rápidas nubes.
Eran los primeros anuncios de una gran ciudad: era
Raab.
Tras el último recodo del río
apareció ésta por entero, pintorescamente asentada al pie
de altas colinas, una de las cuales soportaba el viejo castillo feudal,
la acrópolis tradicional de las viejas ciudades de
Hungría.
Impulsada por la brisa, la gabarra se acercó al
desembarcadero y ancló.
En este preciso momento fue cuando sobrevino el
segundo incidente de mi viaje. ¿Merece ser esta vez referido...?
El lector juzgará de ello.
Me hallaba de pie, cerca de la banda de babor,
contemplando la línea de los muelles, en tanto que la mayor
parte de los pasajeros se acercaban a la salida, donde pululaban
numerosos grupos, entre los cuales contaba yo que se encontraría
esperándome mi hermano Marcos.
Pues bien, al tratar de descubrirle con la mirada
percibí cerca de mí, muy claramente pronunciadas en
lengua alemana, estas inesperadas palabras:
-Si Marcos Vidal se casa con Myra Roderich,
¡desdichada de ella y desdichado de él...!
Di rápidamente media vuelta... ¡Estaba
solo en aquel lugar; y no obstante, alguien acababa de hablarme...!
¡Sí, se me había hablado, y aun iría
más lejos, la voz con que se me habló no me era
desconocida!
Sin embargo, ¡no había nadie, lo repito,
nadie...! Era evidente que me equivoqué, y aquella frase
amenazadora fue producto de mi imaginación; una especie de
alucinación y nada más. Preciso era que mis nervios no
anduviesen bien para jugarme aquellas pasadas en dos días.
Estupefacto, miré de nuevo a mi alrededor... No, no había
nadie... ¿qué otra cosa podía hacer sino encogerme
de hombros y desembarcar?
Y esto fue lo que hice, abriéndome, no sin
esfuerzo, paso a través de la bulliciosa muchedumbre que llenaba
el desembarcadero en su totalidad.

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