El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo III
Como suponía, Marcos me aguardaba en el
desembarcadero y nos abrazamos con efusión.
-¡Enrique, mi querido Enrique! -repetía,
trémula la voz, los ojos húmedos, sin que por eso dejara
de expresar su fisonomía la mayor dicha.
-¡Mi querido Marcos! -decía yo por mi
parte-. Deja que te abrace de nuevo.
Luego, tras las primeras efusiones, exclamé de
pronto:
-¡Vamos, en marcha! ¿Supongo que me
llevarás a tu casa?
-Sí, al hotel Temesvar, a diez minutos de
aquí, en la calle del Príncipe Miloch... pero no sin
haberte presentado antes a mi futuro cuñado.
No me había fijado hasta entonces en un oficial
que se mantenía detrás de Marcos; era un capitán y
llevaba el uniforme de la Infantería de los Confines Militares;
de estatura algo más que mediana, hermosa presencia, bigote y
barba de color castaño, con el aspecto altivo y
aristocrático del magiar, pero con una mirada benévola y
sonriente, lo que le hacía simpático.
-El capitán Haralan Roderich -dijo Marcos.
Estreché la mano que me tendía el capitán.
-Señor Vidal -me dijo-, me considero sumamente
feliz de verle y no puede usted imaginarse cuánto placer ha de
causar a toda mi familia su llegada, que ha sido esperada con tanta
impaciencia.
-¿Incluso a la señorita Myra?
-pregunté.
-¡Ya lo creo! -exclamó mi hermano-. Y no
es culpa tuya, mi querido Enrique, si la Dorotea no ha hecho sus diez
leguas por hora desde su partida de Viena.
Debo advertir que el capitán Haralan hablaba
correctamente el francés, lo mismo que su padre, su madre y su
hermana, que habían viajado por Francia; por otra parte, tanto
mi hermano como yo conocíamos perfectamente el alemán y
teníamos algunas nociones de la lengua húngara, por lo
cual, lo mismo ese día que los sucesivos, pudimos conversar
indiferentemente en esos tres idiomas, que muchas veces se mezclaban en
nuestra conversación. Un coche cargó mi equipaje, el
capitán Haralan y Marcos subieron conmigo y pocos minutos
después nos deteníamos ante el hotel Temesvar.
Después de señalar la mañana del
día siguiente para mi primera visita a la familia Roderich,
quedé sólo con mi hermano, en una habitación
bastante confortable, al lado de la que Marcos ocupaba desde su
instalación en Raab.
Nuestra charla continuó hasta la hora de
comer.
Mi querido Marcos, henos aquí, por fin,
reunidos ambos en excelente estado de salud -dije-. ¿No es
verdad? Si no me equivoco, nuestra separación ha durado un
año largo.
-Sí, Enrique, y el tiempo me ha parecido largo,
aun cuando la presencia de mi querida Myra haya contribuido
poderosamente a hacer más breves para mí los
últimos meses... Pero estás ya aquí, y la ausencia
no me ha hecho olvidar que eres mi hermano mayor.
-Tu mejor amigo, Marcos.
-Por eso, como comprenderás perfectamente, mi
matrimonio no podía celebrarse sin que tú estuvieses
presente, a mi lado... ¿No tenía yo, por otra parte, el
deber de pedirte tu consentimiento?
-¿Mi consentimiento?
-Sí, como se lo habría pedido a mi
padre, si viviese... Pero, lo mismo que él, tú no me lo
negarás cuando la conozcas.
-La conozco ya por tus cartas y sé que eres
feliz.
-Más de lo que pudiera decirte; tú la
verás, la juzgarás y la querrás, estoy seguro de
ello; es la mejor de las hermanas la que te doy.
-Y que yo acepto, mi querido Marcos, sabiendo de
antemano que tú no puedes hacer más que una
elección excelente; pero, ¿por qué no visitar al
doctor Roderich esta tarde?
-No podrá ser hasta mañana. No
creíamos que el barco llegase tan temprano y no te
esperábamos hasta la tarde; sólo por un exceso de
prudencia nos encontramos Haralan y yo en el muelle. ¡Ah, si mi
querida Myra lo hubiera sabido! ¡Cómo lo va a sentir! Pero
vuelvo a decírtelo, no eres esperado hasta mañana; la
señora Roderich y su hija han dispuesto de la tarde, y
mañana te presentarán todas sus excusas.
-Convenido, Marcos -respondí-, y toda vez que
por unas cuantas horas nos pertenecemos hoy uno al otro,
empleémoslas en charlar del pasado y del porvenir; en hacer un
intercambio de los recuerdos que dos hermanos pueden haber almacenado
en un año de separación.
Marcos me hizo entonces el relato de su viaje desde
que había salido de París, habiendo visto marcadas por el
éxito más lisonjero todas sus etapas, su estancia en
Viena y en Presburgo, donde las puertas del mundo artístico se
habían abierto de par en par ante él.
Al fin y al cabo, no me dijo nada que yo ignorara o no
presumiera; un retrato firmado por Marcos Vidal no podía menos
de ser muy solicitado, disputado con ardor por los ricos magiares.
-No podía dar abasto, mi querido Enrique.
¡Encargos y hasta recomendaciones por todas partes! No me
extrañaría -agregó mi hermano, riendo- que el
día menos pensado me raptasen para ir a retratar a toda la Corte
de Viena.
-¡Ojo, Marcos, ojo! Sería para ti un
grave compromiso el tener que dejar Raab para trasladarte a la
Corte.
-Declinaría la invitación lo más
respetuosamente posible. Por ahora no puedo preocuparme de retratos, o
más bien, acabo de terminar el último.
-¿El suyo, no es verdad?
-Sí, el suyo; y creo que no es el peor que ha
salido de mis manos.
-¿Quién sabe? -dije-. Cuando un pintor
se preocupa más del modelo que del retrato...
-En fin, Enrique, ya lo verás. Es cierto que,
mientras pintaba, mi mirada no podía separarse de mi querida
Myra; pero ella no lo tomaba a broma; no era al novio, sino al pintor,
al que consagraba aquellas horas. Y mi pincel corría sobre el
lienzo... ¡Y, con qué pasión! A veces me
parecía que el retrato iba a animarse, a tomar vida, como la
estatua de Galatea.
-Calma, Pigmalión, calma. Prefiero que me
cuentes cómo fue que entraras en relación con la familia
Roderich.
-Estaba escrito.
-No lo dudo, pero...
-Desde mi llegada, muchos salones de Raab me hicieron
el honor de admitirme; nada podía serme más agradable,
aunque no fuese más que para pasar las noches, siempre largas en
una ciudad extraña; frecuentaba con bastante asiduidad esos
salones, donde hallaba muy buena acogida, y en uno de ellos fue donde
renové mi amistad con el capitán Haralan.
-¡Cómo!
-Sí, Enrique, porque le había encontrado
ya muchas veces en Pest. Un oficial del mayor mérito, destinado
a un brillante porvenir, y al propio tiempo el más amable de los
hombres, y a quien, para ser un héroe en tiempo de las guerras
de Matías Corvino, no le ha faltado más que...
-¡Que haber nacido en aquella época!
-repliqué, riendo.
-Justo -repuso Marcos en igual tono-. En resumen, al
volvernos a encontrar aquí, nos veíamos todos los
días, y nuestras relaciones, vagas al principio, no tardaron en
estrecharse, trocándose en una franca y cordial amistad. Quiso
presentarme a su familia, y yo acepté, tanto más gustoso
cuanto que ya había encontrado a Myra en algunas reuniones
y...
-Y no siendo la hermana menos encantadora que el
hermano, tus visitas a casa de Roderich se multiplicaron
-proseguí yo.
-Sí, Enrique, desde hace tres meses no he
dejado de pasar una noche sin acudir a su casa. En vista de esto, si te
hablo de mi querida Myra vas a creer que exagero.
-No, no exageras; cierto estoy de que no será
posible exagerar hablando de ella; y hasta si quieres conocer mi
opinión sincera, te confesaré que te hallo moderado.
-¡Ah, querido Enrique, cuánto la amo!
-Eso se advierte claramente; me satisface, por lo
demás, el pensamiento de que vas a entrar en la más
respetable de las familias.
-Y la más respetada -respondió Marcos-.
El doctor Roderich es un médico muy estimado y sus colegas le
aprecian realmente; es al propio tiempo el mejor de los padres, y
digno, sin disputa, de ser el padre...
-De su hija -interrumpí-; así como la
señora Roderich es, sin duda, no menos digna de ser su
madre.
-¡Ella! ¡Excelente señora! Adorada
de todos los suyos, piadosa, caritativa, ocupándose siempre en
buenas obras.
-¡Una perfección, vaya! Y que será
una suegra como no se encuentra en Francia, ¿no es eso,
Marcos?
-¡Tú siempre burlándote! En primer
lugar, Enrique, aquí no estamos en Francia, sino en
Hungría, en este país magiar, donde las costumbres han
conservado algo de la severidad de otros tiempos, donde la familia es
todavía patriarcal.
-Vamos, futuro patriarca..., porque tú lo
serás a tu vez.
-Es una situación social como cualquier
otra.
-Sí, ¡émulo de Matusalén,
de Noé, de Abraham, de Isaac y de Jacob! En resumen, tu
historia, a lo que me figuro, no tiene nada de extraordinario. Merced
al capitán Haralan, pudiste tratar a su familia, que te
dispensó la mayor acogida, lo cual no tiene por qué
sorprenderme, conociéndote como te conozco; no pudiste ver a la
señorita Myra sin quedar seducido por sus prendas físicas
y morales.
-¡Justo!
-Las cualidades morales, para el novio; las dotes
físicas para el pintor y éstas no se borrarán del
lienzo, como aquéllas no se borrarán de tu
corazón..,; ¿qué te parece esta frase?
-Hermosa y exacta, querido Enrique.
-También es exacta tu apreciación; y
para acabar, del mismo modo que Marcos Vidal no pudo ver a Myra
Roderich sin prendarse de ella, por su parte, Myra Roderich no pudo ver
a Marcos Vidal sin enamorarse de...
-¡Yo no digo eso, Enrique!
-Pero lo digo yo, aunque no fuera más que por
el debido respeto a la verdad. Y el señor y la señora
Roderich, aunque advirtiendo lo que pasaba, no pusieron el menor
reparo; y Marcos no tardó en franquearse con el capitán
Haralan; y a éste, que no le pareció mal la cosa,
habló del asunto a sus padres, que a su vez, hablaron a su hija;
luego, Marcos Vidal hizo oficialmente su petición, que fue
favorablemente acogida, y la novela va a terminar como terminan tantas
otras novelas del mismo género...
-Lo que tú, querido Enrique, llamas el fin
-interrumpió Marcos-, es, a mi juicio, el real y verdadero
comienzo.
-Tienes razón, Marcos, y yo me doy cuenta
exacta del valor de las palabras... ¿Cuándo va a ser la
boda?
-Se esperaba tu llegada para fijar definitivamente la
fecha.
-Pues bien, cuando gustes... Dentro de seis semanas, o
de seis meses, o de seis años.
-Mi querido Enrique, ya me harás, supongo, el
favor de decir al doctor que el tiempo de un ingeniero es oro y que si
prolongases demasiado tu estancia en Raab, el funcionamiento del
sistema solar, dejando de hallarse sometido a tus sabios
cálculos, correría graves riesgos de verse
interrumpido.
-En una palabra, que sería yo responsable de
los temblores de tierra, inundaciones y otros cataclismos
análogos.
-Eso es. Y por consiguiente, la ceremonia no puede
retrasarse más allá de...
-De pasado mañana, o hasta mañana mismo,
¿no es así? Estáte tranquilo, mi querido Marcos;
diré todo lo que sea preciso y conveniente, aun cuando en
realidad mis cálculos no sean tan necesarios como supones para
el buen orden del Universo, lo cual me permitirá pasar un mes
con tu mujer y contigo.
-¡Magnífico!
-Pero, ¿cuáles son tus proyectos?
¿Tienes intención de dejar Raab en cuanto te cases?
-He aquí una cosa que aún no está
decidida, y tiempo tenemos de resolverla; no me ocupo más que
del presente; en cuanto al porvenir se limita para mí a mi
matrimonio; nada existe más allá.
-¡El pasado no existe ya; el porvenir no existe
aún; sólo cuenta el presente!
La conversación prosiguió en este tono
hasta la hora de comer; luego, Marcos y yo, fumando un cigarro, nos
fuimos de paseo por el muelle de la orilla izquierda del Danubio.
No era este primer paseo nocturno el que podía
darme una idea de la ciudad; pero al día siguiente y los
sucesivos tendría tiempo sobrado para visitarla más
detenidamente y en compañía del capitán Haralan,
más probablemente que en la de mi querido hermano.
Inútil es decir que no había cambiado el
tema de nuestra conversación y que Myra Roderich siguió
siendo el objeto de ella.
Una frase, no recuerdo cuál, trajo a mi memoria
lo que en París, la víspera de mi partida, me
había contado el subjefe de policía. Nada en las palabras
de mi hermano indicaba que su idilio hubiese sido turbado, aunque no
fuera más que un día; y esto no obstante, si Marcos no
tenía a la sazón rival, este rival había existido,
ya que Myra Roderich se vio solicitada por el hijo de Otto Storitz;
nada de extraño, por lo demás, había en que se
hubiera pedido la mano de una muchacha linda y acomodada.
Como es natural, surgieron nuevamente ante mi
espíritu las palabras que me había figurado oír al
desembarcar; persistí yo en creer que había sido objeto
de una ilusión; y además, aun admitiendo que semejantes
palabras hubieran sido realmente pronunciadas, ¿qué
conclusión podía sacar de ellas, ya que no sabía
ni me era dado saber a quién atribuirlas? Me inclinaría a
culpar de ello al antipático alemán que embarcara en
Pest, pero tenía que renunciar a él, toda vez que aquel
impertinente había dejado el barco en Vukovar; quedaba, pues,
tan sólo en ese caso la hipótesis de un bromista de mal
género.
Sin dar a conocer a mi hermano ese incidente,
creí deber informarle de lo que había sabido
últimamente acerca de Wilhelm Storitz.
Marcos respondió al principio con un gesto de
desdén de los más característicos; luego, me
dijo:
-Haralan me habló, en efecto, de ese individuo;
hijo único, según parece, de ese Otto Storitz, que en
Alemania tiene reputación de hechicero, reputación
injustificada, por lo demás, ya que ocupó realmente un
lugar notable en las ciencias naturales e hizo importantes
descubrimientos en física y química; pero la
petición de su hijo fue rechazada por la familia Roderich.
-¿Antes, por supuesto, de que hubiera sido
admitida la tuya?
-Cuatro o cinco meses antes, si no me
engaño.
-¿Uno y otro hecho no tiene, pues,
relación alguna?
-Desde luego.
-¿Supo Myra que Wilhelm Storitz había
aspirado al honor de ser su marido, como dice en la canción?
-No lo creo.
-Y, ¿no ha hecho después nuevas
gestiones?
-Nunca; debió comprender que no tenía
ninguna probabilidad de éxito.
-¿Por qué? ¿Es que su
reputación...?
-No; Wilhelm Storitz es un ser original cuya
existencia es bastante misteriosa, y que vive muy retirado.
-¿En Raab?
-Sí, en Raab, en una casa aislada del bulevar
Tekeli, donde no entra nadie; se le tiene por un muchacho
extraño, he ahí todo; pero es un alemán y esto
habría bastado para motivar la negativa del doctor Roderich,
porque los húngaros no sienten simpatía por los
representantes de la raza teutona. Es una antipatía ya muy
vieja...
-¿Te has encontrado con él?
-Algunas veces; y un día el capitán
Haralan, en el Museo, me lo enseñó, sin que él
pareciera advertirlo.
-¿Se encuentra actualmente en Raab?
-No puedo decírtelo con seguridad, pero creo
que hace dos o tres semanas que no se le ha visto aquí.
-Sería preferible que hubiera dejado la
ciudad.
-¡Bah! -dijo Marcos, encogiéndose de
hombros-. Dejemos a ese individuo donde esté, y si alguna vez
llega a haber alguna señora de Wilhelm Storitz, puedes estar
seguro de que esa señora no será Myra Roderich, toda vez
que...
-Sí -le interrumpí-, toda vez que
será la señora de Marcos Vidal.
Siguió nuestro paseo por el muelle hasta llegar
al puente de barcas que une la orilla húngara con la servia;
tenía yo un propósito al prolongar así nuestro
paseo. Desde hacía unos instantes me parecía que
éramos seguidos por un individuo que iba detrás de
nosotros como si tratara de escuchar nuestra conversación.
Quería saber a qué atenerme.
Hicimos un alto de algunos minutos en el puente,
admirando el gran río que aquella noche tan pura reflejaba por
millares los astros del cielo, asemejándolos a peces de escamas
brillantes y luminosas.
Me aproveché de aquel alto para inspeccionar el muelle de donde
veníamos. A alguna distancia distinguí un hombre de
mediana estatura y, a juzgar por su marcha pesada, de cierta edad
ya.
Pronto dejé de pensar en ello. Abrumado a
preguntas por Marcos tuve que darle informes acerca de mis propios
asuntos y noticias de nuestros comunes amigos, del mundo
artístico con el que mantenía yo frecuentes relaciones;
hablamos mucho de París, donde contaba él establecerse
después de su matrimonio. Myra, al parecer, pensaba con
alegría en volver a ver aquel París que ya conocía
y en volverlo a ver en compañía de su esposo.
Informé a Marcos de que había llevado
conmigo los papeles y documentos que me había pedido en su
última carta. Podía estar tranquilo, no le
faltaría ninguno de los pasaportes exigidos para el gran viaje
matrimonial.
La conversación, en suma, recaía sin
cesar acerca de aquella estrella de primera magnitud, la
resplandeciente Myra, como la aguja imantada se vuelve hacia el Norte.
Marcos no se cansaba de hablarme de ella y yo no me cansaba de
oírle. ¡Hacía tanto tiempo que deseaba poder
decirme todas aquellas cosas! A mí, no obstante, me
correspondía ser razonable, si no quería que nuestra
charla durase hasta el amanecer.
Emprendimos el camino de vuelta al hotel. Al llegar a
él lancé una última mirada hacia atrás. El
muelle estaba desierto. Si realmente había existido en otra
parte que en mi imaginación, el que nos perseguía
había desaparecido.
A las diez y media, nos encontrábamos Marcos y
yo en nuestras respectivas habitaciones del hotel Temesvar.
Me metí en la cama y comenzaba a dormirme,
cuando incorpóreme de pronto como por una brusca sacudida.
¿Ensueño...? ¿Burla? ¿Obsesión? Las
palabras que había creído oír a bordo de la
Dorotea me pareció volverlas a oír en mi somnolencia;
sí, ¡aquellas palabras que contenían una amenaza
para Marcos y Myra Roderich!

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