El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo V
Desde la mañana siguiente comencé a
recorrer Raab en compañía del capitán Haralan.
Mientras tanto, Marcos habría de ocuparse de
dar los pasos necesarios para la celebración de su boda, cuya
fecha había sido, por fin, señalada para el primero de
junio, o sea pasados unos veinte días.
El capitán Haralan tenía que hacerme los
honores de su ciudad natal, mostrándomela en todos sus detalles
y pormenores; no me hubiera sido posible encontrar un guía
más concienzudo, más erudito y conocedor del país,
y de más acabada cortesía.
Aun cuando la idea se me ocurrió una infinidad
de veces y con una obstinación que no dejaba de asombrarme a
mí mismo, no le hablé una sola palabra de aquel Wilhelm
Storitz; por su parte, el capitán Haralan permaneció mudo
a este respecto, siendo, por consiguiente muy probable que jamás
se hablara entre nosotros acerca de tal personaje.
Como acontece con la mayor parte de las ciudades de
Hungría la de Raab ha tenido sucesivamente diversos nombres.
Estas ciudades pueden exhibir una fe de bautismo en cuatro o cinco
idiomas: latín, alemán, eslavo, magiar; una fe de
bautismo tan complicada casi como la de sus príncipes, grandes
duques y archiduques.
-Nuestra ciudad no tiene la importancia de Budapest
-me dijo el capitán Haralan-; su población, sin embargo,
es de más de cuarenta mil almas, y, merced a su industria y a su
comercio, ocupa un lugar prominente en el reino de Hungría.
-Es una ciudad bien magiar -observé yo.
-Indudablemente, tanto por sus hábitos y
costumbres como por los trajes de sus moradores. Si puede decirse con
algún asomo de verdad que en Hungría son los magiares los
que han fundado el Estado y los alemanes los que levantaron las
ciudades, semejante afirmación tiene muy poco de exacta en lo
que se refiere a Raab. Sin duda hallará usted en la clase
mercantil individuos de raza germana, pero constituyen una
ínfima minoría.
-Ya lo sabía, como sabía asimismo que
los naturales de Raab están muy orgullosos de su ciudad, pura de
toda mezcla extraña.
-Los magiares, por lo demás, a los que no hay
que confundir con los hunos como se ha hecho con demasiada frecuencia
-añadió el capitán Haralan- forman la
cohesión política más fuerte y poderosa, y desde
este punto de vista Hungría es superior a Austria.
-¿Y los eslavos? -pregunté.
-Los eslavos son aún menos numerosos que los
alemanes.
-Y ¿cómo son, en suma, considerados
estos últimos en el reino húngaro?
-Bastante mal; por la población magiar sobre
todo, porque es manifiesto que las personas de origen teutón
viven entre nosotros como desterrados de su verdadera patria.
Me pareció que el capitán Haralan no
experimentaba un gran afecto hacia los austríacos. En cuanto a
los alemanes, es de fecha muy remota que data su antipatía de
raza entre ellos y los magiares; esta antipatía se traduce bajo
mil formas y hasta los refranes la expresan de una manera bastante
brutal a veces:
Eb a nemet kutya nelkul, dice uno de esos
refranes.
Lo cual significa: «Dondequiera que hay un
alemán, hay un perro.»
Despojados de la gran parte de exageración que
encierran esos proverbios, demuestran por lo menos, que no reina muy
buena inteligencia entre los individuos de ambas razas.
La ciudad de Raab se halla edificada con bastante
regularidad, salvo en su parte baja, a orillas del río; los
barrios afectan una rectitud casi geométrica.
Por el muelle y la calle de Esteban I, el
capitán Haralan me condujo al mercado Colomán a la hora
en que se encuentra más concurrido y animado.
Dejando el mercado, en el que abundan los diversos
productos del país y donde pude observar con toda comodidad y a
mi gusto el campesino en su traje tradicional, el capitán
Haralan me hizo atravesar un dédalo de calles estrechas con
tiendas a uno y otro lado, con sus curiosas muestras colgantes. Luego,
el barrio se ensancha hasta llegar a la plaza Kurtz, una de las mayores
de la ciudad.
En medio de esta plaza aparece una lindísima
fuente de mármol y bronce, sobre la cual se destaca la estatua
de Matías Corvino, héroe del siglo XV, rey a los quince
años, que supo resistir los ataques de los austríacos, de
los bohemios y de los polacos, y salvó a la cristiandad europea
de la barbarie otomana.
Era esta plaza verdaderamente hermosa; a un lado se
alza el Palacio del Gobernador, con sus elevados muros, que han
conservado el carácter de las antiguas construcciones del
Renacimiento. En el cuerpo principal hay una escalera de hierro y una
galería con estatuas de mármol. La fachada cuenta con
numerosas ventanas con vidrios antiguos. En el centro se eleva una
especie de torrecilla, en la que ondea la bandera nacional.
Habíamos hecho alto en la plaza Kurtz.
-He aquí el Palacio -me dijo el capitán
Haralan-. Dentro de unos veinte días acudirán a él
Marcos y Myra para comparecer ante el gobernador, y solicitar su
permiso, antes de trasladarse a la catedral.
-¿Cómo ha dicho usted?
-Digo que, antes de celebrar el matrimonio religioso,
tendrán nuestros hermanos que venir aquí y solicitar la
venia del Gobernador.
-¿Su venia, para qué? -pregunté
sorprendido.
-Para poder casarse.
-¿Y qué tiene que ver con eso el
Gobernador, una autoridad civil?
-Se trata de una costumbre local muy antigua. No puede
celebrarse ningún matrimonio sin que previamente se haya
obtenido el permiso de la más alta autoridad de la ciudad. Esta
autorización, por lo demás, constituye por sí sola
un lazo bastante estrecho entre aquellos a quienes se otorga. No puede
decirse que sean desde ese momento verdaderos esposos, pero no son ya
meramente novios o prometidos, y en el caso en que un obstáculo
inesperado se opusiera a su matrimonio, les sería imposible
casarse con otro.
-Es bastante raro todo eso, y le confieso que no
tenía de ello la menor sospecha y nada tampoco me había
dicho Marcos sobre el particular.
-Pues es de creer que esté enterado.
-Es curioso, muy curioso.
-Cada pueblo tiene sus costumbres y sus tradiciones,
que, en mi concepto, son muy respetables, aun cuando las nuevas
condiciones de la vida y de los tiempos las hagan innecesarias y hasta
tal vez un tanto anacrónicas.
-Exacto; es un punto en el que me hallo de completo
acuerdo con usted.
Mientras me explicaba esta singular costumbre, el
capitán Haralan me llevaba por la calle Ladislao.
Esta calle va a terminar en la catedral de San Miguel, un monumento del
siglo XIII en el que aparece mezclado y confundido lo románico y
lo gótico, y cuyo estilo arquitectónico carece de pureza.
Tiene, no obstante, esta catedral, cosas muy hermosas y dignas,
seguramente, de llamar la atención de los inteligentes: su
fachada flanqueada de dos torres, su cúpula, el retablo, el gran
rosetón que atraviesan los rayos del sol poniente, y su
ábside, en fin, con sus múltiples arbotantes.
-Más adelante tendremos ocasión de
visitar el interior todo lo detenidamente que sea menester
-observó el capitán Haralan.
-Como usted guste y disponga -repliqué-. Usted
es mi guía, y estoy dispuesto a seguirle donde crea conveniente
llevarme.
-Pues entonces subamos hasta el Castillo; luego
daremos la vuelta a la población por los bulevares y llegaremos
a casa a la hora del almuerzo.
-¿No hay peligro de que nos retrasemos?
-Ya procuraremos que no sea así.
-Bien, en usted confío, y suya será la
responsabilidad si nos hacemos esperar más de lo debido en el
hotel Roderich.
-Y yo acepto esa responsabilidad.
Posee Raab algunos templos de los ritos luterano y
griego, sin ningún valor arquitectónico, y muchas otras
iglesias, porque los católicos se encuentran en mayoría
considerable. El reino de Hungría pertenece principalmente a la
religión apostólica romana, aun cuando Budapest, su
capital, sea, después de Cracovia, la ciudad que encierra mayor
número de judíos. Allí, lo mismo que sucede, por
otra parte, en muchos sitios, la fortuna de los magnates ha pasado casi
por entero a manos de los judíos.
Al dirigirnos hacia el Castillo tuvimos que atravesar
un arrabal bastante animado a la sazón en el que pululaban y se
oprimían vendedores y compradores.
En el instante preciso en que llegábamos a una
plazuela, ocurría allí un pequeño tumulto, cuyo
alboroto no podía explicarse suficientemente por el barullo de
las transacciones.
Algunas mujeres que habían abandonado sus
puestos respectivos rodeaban a un hombre, un campesino, que acababa de
rodar por tierra y se levantaba con gran esfuerzo.
El hombre parecía presa de la más viva
cólera:
-Les digo que me han golpeado. Que alguien me ha
empujado, haciéndome caer.
-¿Y quién iba a golpearte?
-replicó una de aquellas mujeres-. Te hallabas solo en el
momento. Yo te estaba viendo perfectamente. No había nadie en
este sitio.
-Sí -afirmaba el hombre-, recibí un
empujón aquí en pleno pecho. ¡Yo lo he notado
perfectamente, qué demonio!
-¡ No es posible, hombre, te digo que no
había nadie!
-Posible o no, yo digo lo que me ha pasado.
El capitán Haralan, que interrogó al
campesino, obtuvo de él la siguiente explicación del
caso:
«Avanzaba tranquilamente, cuando de pronto
experimentó una violenta sacudida, como si un hombre vigoroso
hubiera chocado rudamente contra él, sacudida tan sumamente
violenta, que se había visto derribado sin poderlo remediar. En
cuanto a decir quién había sido el agresor, érale
de todo punto imposible, porque al levantarse no había visto a
nadie a su lado. »
¿Qué parte de verdad contenía
este relato? ¿Había recibido realmente el campesino un
choque tan brutal como imprevisto?
Un empujón no se produce así como
así, sin que haya nadie que empuje, aunque no fuese más
que el viento; y la atmósfera estaba perfectamente
tranquila.
Una sola cosa resultaba cierta, y era que se
había producido una caída, y una caída, de verdad;
bastante inexplicable.
De ahí el alboroto que a nuestra llegada a la
plazuela hubimos de escuchar.
Decididamente, era preciso que el individuo que
había figurado como víctima hubiera padecido una
alucinación, o que estuviera borracho. Un borracho se cae por
sí solo nada más que en virtud de las leyes de la
caída de los cuerpos.
Tal fue, indudablemente, la opinión general,
aun sabiendo que el campesino aseguraba que no había probado una
gota de vino; mas, a pesar de sus protestas, nadie le dio
crédito, y la policía hubo de invitarle con alguna rudeza
a que prosiguiese su camino.
Terminado el incidente, seguimos por una de las calles
ascendentes que se dirigen hacia el Este de la ciudad. Hay allí
un intrincado cruzamiento de calles y callejuelas, verdadero laberinto
del que un extranjero no podría salir.
Llegamos, por fin, ante el Castillo,
sólidamente edificado sobre una de las cimas de la colina de
Wolkang.
Era realmente la fortaleza de las ciudades
húngaras, la acrópolis, el "Var", para
servirnos de la denominación magiar, la ciudadela de la
época feudal, tan amenazadora para los enemigos de fuera, hunos
o turcos, como temida por los vasallos del señor. Altas
murallas, almenadas, con barbacanas y saeteras, flanqueadas de macizas
torres, la más elevada de las cuales dominaba toda la
región circundante.
El puente levadizo, tendido sobre el foso cubierto de
millares de arbustos silvestres, nos condujo a la poterna y nos
permitió el acceso a la fortaleza.
El grado del capitán Haralan nos abrió,
naturalmente, las puertas del viejo castillo, cuyo valor e importancia
militares no son, en verdad, muy grandes. Los pocos soldados que lo
guarnecían hicieron a mi amigo los honores militares que le
correspondían, y una vez en la plaza de armas, el capitán
Haralan me propuso subir a la torre, que ocupa uno de sus
ángulos.
Nada menos que doscientos cuarenta peldaños
tiene la escalera de caracol que lleva a la plataforma superior; dando
la vuelta en torno del parapeto, mis miradas pudieron abarcar un
horizonte más extenso que el de la torrecilla del hotel
Roderich. Calculé en unas siete leguas la parte visible del
Danubio, cuyo curso oblicuaba entonces hacia el Este en la
dirección de Neusatz.
-Ahora, mi querido Vidal -díjome el
capitán Haralan-, que ya conoce usted la ciudad, puede ver
cómo se extiende por entero a nuestros pies.
-Y lo que he visto -respondí -me ha parecido
sumamente interesante, aun comparándolo con Budapest y
Presburgo.
-Me satisface en gran manera esa opinión suya,
y cuando haya terminado usted de visitar a Raab y se haya familiarizado
con sus hábitos, con sus costumbres y con sus originalidades, no
me cabe la menor duda de que conservará de ella un excelente
recuerdo.
-Seguro estoy, aunque no sea más que juzgando
por lo que yo he podido ver y admirar en su ciudad natal.
-Nosotros, los magiares, amamos mucho nuestras
ciudades, y las amamos con un amor verdaderamente filial. Aquí,
por otra parte, las relaciones entre las diversas clases sociales
revelan una perfecta armonía y buena inteligencia. La clase
acomodada socorre y atiende mucho a los humildes y desheredados, cuya
cifra va decreciendo de año en año gracias a las
instituciones de caridad. A decir verdad, encontrará usted
aquí muy pocos pobres, y en todo caso la miseria es socorrida en
cuanto se la conoce.
-Lo sé, como sé, asimismo, que el doctor
Roderich no desdeña acudir frecuentemente en ayuda de los
pobres, y sé también que la señora Roderich y la
señorita Myra están al frente de varias instituciones de
beneficencia.
-Mi madre y mi hermana no hacen sino lo que deben
hacer las personas de su clase y situación. En mi concepto, la
caridad es el más imperioso de los deberes.
-Sin duda -dije-; ¡pero hay tantas maneras de
entender su cumplimiento!
-Ese es el secreto de las mujeres y una de sus
misiones aquí en la tierra.
-Sí, la más noble, seguramente.
-En fin, nosotros residimos en una población
tranquila, en una ciudad pacífica, turbada apenas, o nada, por
las pasiones políticas, aun cuando sea, sin embargo, muy celosa
de sus derechos y de sus privilegios; privilegios y derechos que
defendería tenazmente contra toda intromisión del poder
central. No reconozco a mis conciudadanos más que un
defecto...
-¿Y es ?...
-El de sentirse un poco inclinados a la
superstición, y creer demasiado en la intervención de lo
sobrenatural. Las leyendas en que andan mezclados aparecidos y
fantasmas, evocaciones y brujerías les agradan y complacen
mucho.
-Así, pues, aparte del doctor Roderich, pues un
médico debe por naturaleza y definición, tener la cabeza
firme, su madre de usted y su hermana...
- Sí, y todo el mundo con ellas. Contra
semejante debilidad, porque es una debilidad, no he conseguido
ningún éxito en mis empeños. Tal vez Marcos me
ayude.
- ¡A menos que la señorita Myra no le
pervierta!
- ¡Quién sabe!
- Tratándose de artistas no hay mucho que
fiar.
- Ahora mi querido Vidal, tenga la bondad de asomarse
al parapeto. Dirija sus miradas hacia el Suroeste. Allí, a la
extremidad de la población, podrá ver la terraza de una
azotea.
- Sí, en efecto, y me figura que debe ser la
del hotel Roderich.
- No se equivoca usted; ahora bien, en ese hotel hay
un comedor y en ese comedor va a servirse inmediatamente un almuerzo, y
como usted es uno de los comensales...
- A sus órdenes, mi querido capitán.
- Pues bien, dejemos al "Var" en su soledad
feudal, que hemos interrumpido durante un momento, y regresemos
siguiendo la línea de los bulevares, con lo cual
atravesará usted el norte de la ciudad.
Instantes después habíamos cruzado la
poterna.
Más allá de un hermoso barrio que se
extiende hasta las afueras de Raab, los bulevares, cuyo nombre cambia a
cada una de las grandes calles que lo cortan, describen, en una
longitud de más de una legua, tres cuartos de círculo que
cierra el Danubio; se hallan adornados por cuatro filas de
árboles en la fuerza de la edad. De un lado hay jardines y
arboledas, más allá de las cuales se descubre la
campiña, y por el otro lado se suceden las casas lujosas,
precedidas la mayor parte de un patio, en el que se advierten grupos de
flores y cuya fachada posterior da a frescos jardines.
A aquella hora circulaban ya por el centro de los
bulevares lujosos coches y por los paseos laterales grupos de jinetes y
de amazonas elegantemente vestidos.
Al dar la última vuelta, tomamos por la
izquierda a fin de descender por el bulevar Tekeli, en dirección
del muelle Batthyani.
Pocos pasos más adelante advertí una
casa aislada en el centro de los jardines. De aspecto triste, como si
hubiera estado desalquilada, con sus ventanas cerradas por persianas
que no debían abrirse casi nunca, invadida la parte baja de los
muros por el musgo y la hiedra, contrastaba de una manera
extraña con los demás hoteles del bulevar, todos alegres
y animados, llenos de vida.
No parecía que la casa estuviera habitada, en
el caso, que se antojaba dudoso, de que fuera verdaderamente
habitable.
-¡Qué cosa más extraña!
-murmuré entre dientes. El capitán Haralan notó mi
sorpresa, aunque sin oír mis palabras.
-¿Decía usted?
-Mostraba mi extrañeza a la vista de esa casa
de tan triste y desolado aspecto y que seguramente debe de estar hace
tiempo deshabitada.
-Pues se equivoca usted, mi querido Vidal.
-¡Cómo! ¿Quiere decir que no hace
mucho tiempo alguien residió ahí?
-Sí. Y no sólo no hace mucho tiempo,
sino que debe de estar ocupada en la actualidad.
-¿Y a quién pertenece esa morada?
-A un ente original.
-Pues afea bastante el bulevar, y desentona
lamentablemente en él. Creo que la ciudad debería
comprarla y demolerla.
-Y tanto más, mi querido Vidal, cuanto que una
vez la casa demolida, su propietario abandonaría indudablemente
la ciudad y se iría al diablo, su muy próximo pariente,
si hemos de dar crédito a las buenas comadres de Raab.
-¡Hombre! ... ¿Y quién es ese
notable personaje?
-Un alemán.
-¿Un alemán?
-Sí; un prusiano.
-¿Cómo se llama?
En el momento en que el capitán iba a responder
a esta pregunta, abrióse la puerta de la casa y dos hombres
salieron. El de más edad, que parecía tener unos sesenta
años, permaneció en la escalinata, en tanto que el otro
atravesaba el patio y franqueaba la verja de la calle.
-¡Toma -murmuró mi compañero-
está aquí! Le creía ausente.
El individuo al cual me refiero, al dar la vuelta, nos
descubrió. ¿Conocía al capitán Haralan? No
pudo caberme duda sobre el particular, pues ambos cambiaron una mirada
de mutua antipatía, que era bastante elocuente.
Pero también yo le había reconocido, y
en cuanto se alejó algunos pasos de nosotros exclamé:
-Es él.
-¿Conocía usted ya a ese hombre? -me
preguntó el capitán, no sin dejar transparentar cierta
sorpresa.
-Sin género alguno de duda -respondí-,
he viajado con él desde Budapest a Vukovar a bordo de la
Dorotea. No esperaba, lo confieso, encontrármelo en Raab.
-¡Y preferible sería que no
estuviese!
-No parece que se encuentre usted en la mejor
armonía con ese alemán.
-¿Y quién podría estar en buenas
relaciones con semejante tipo? Yo, además, tengo razones
especiales para estar peor dispuesto que los demás hacia
él; bastará que le diga a usted que ese individuo tuvo la
osadía de pedir la mano de mi hermana. Pero tanto mi padre como
yo, se la rehusamos de la manera más terminante, para que no le
quedasen ganas de renovar sus pretensiones.
-¡Cómo! ¿Es ese hombre?
-¿Tenía usted, pues, ya noticia? ...
-Sí, y no ignoro que acabo de ver a Wilhelm
Storitz, hijo de Otto Storitz, el ilustre químico de
Spremberg.
Haralan me contestó afirmativamente.

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