El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo IV
Al día siguiente, día solemne, hice mi
visita oficial a la familia Roderich.
Álzase la casa del doctor en la extremidad del
muelle Batthyani, esquina al bulevar Tekeli, el cual bajo diferentes
nombres da la vuelta a la ciudad; es un hotel moderno, de una
ornamentación rica y severa en el interior y amueblado con gusto
que atestigua un sentido artístico muy refinado.
Delante de las habitaciones hay una galería de
cristales adonde dan las puertas que conducen al despacho del doctor
Roderich, a los salones y al comedor. Y todas estas habitaciones
reciben la luz del muelle Batthyani, por las seis ventanas de la
fachada y del bulevar Tekeli.
El primero y el segundo piso reproducen la misma
disposición; encima del salón y del comedor, los cuartos
de los esposos Roderioh; en el segundo el del capitán Haralan;
encima del despacho del doctor, la alcoba y el tocador de Myra.
Conocía yo este hotel antes de haberlo
visitado; durante nuestra conversación de la víspera,
Marcos me lo había descrito sin dejar un detalle y pieza, sin
olvidar la monumental escalera y la terraza circular, desde la que se
domina la ciudad y el curso del Danubio. Hasta sabía, del modo
más preciso, cuáles eran los lugares preferidos de Myra
en las distintas habitaciones de la casa.
Sería la una de la tarde cuando Marcos y yo
fuimos recibidos en la amplia galería de cristales construida
ante el primer cuerpo del edificio.
Sobre un caballete vi y admiré el retrato de
Myra, obra de una factura magnífica, digna del nombre que la
firmaba, y que era para mí el más querido del mundo.
El doctor Roderich tendría unos cincuenta
años, pero no se le hubiera calculado tal edad; era de elevada
estatura, recto, de cabellos espesos y grisáceos, buen color y
una vigorosa constitución sobre la que ninguna enfermedad
hacía presa. Reconocíase en él al verdadero tipo
magiar en toda su original pureza, y en su persona había una
especie de altivez y arrogancia natural, atemperadas por la
expresión sonriente de su semblante. Tan pronto como le fui
presentado sentí, en su caluroso apretón de manos, que me
encontraba en presencia del mejor de los hombres.
La señora Roderich, de cuarenta y cinco
años de edad, conservaba numerosos restos de su gran hermosura
de otros tiempos, rasgos regulares, ojos de un azul oscuro, una
magnífica cabellera que comenzaba a blanquear, una boca
finamente dibujada, dejando ver una dentadura intacta y un talle
aún esbelto y elegante.
Marcos me había hecho de ella un retrato
bastante fiel. Producía la impresión de ser una excelente
mujer, dotada de todas las virtudes familiares, habiendo encontrado la
felicidad completa al lado de su marido, y adornando a sus dos hijos
con toda la ternura de una madre prudente y previsora.
La señora Roderich diome muestras de gran
estima y afecto, de que quedé profundamente agradecido;
considerábase, dijo, dichosa, por la llegada a su casa del
hermano de Marcos Vidal a condición de que tuviera a bien
considerarla como suya.
Pero ¿qué decir de la señorita
Roderich? Se acercó a mí, sonriente, con la mano o
más bien con los brazos abiertos. Sí, era efectivamente
una hermana lo que iba a tener yo en aquella muchacha, una hermana que
me abrazó, y a quien yo abracé sin ningún linaje
de ceremonias. Y estoy seguro de que Marcos, al contemplarlo,
conoció el aguijón de la envidia.
-¡Yo todavía no he llegado a eso!
-exclamó, suspirando.
-Porque no es usted mi hermano -replicó,
riendo, mi futura cuñada.
La señorita Roderich era, en efecto, tal como
mi hermano me la había descrito y tal como la representaba aquel
lienzo que acababa yo de admirar: una joven de cabeza encantadora,
coronada por una fina cabellera rubia, ojos de un azul oscuro rebosante
de personalidad, la boca de un corte perfecto, labios sonrosados
abriéndose sobre dientes de resplandeciente blancura, de
estatura algo más que mediana, esbelta y elegante; era Myra la
gracia personificada, de una distinción perfecta, sin
gazmoñería ni afectación.
El capitán Haralan se encontraba allí
arrogante con su uniforme y ostentando un parecido casi exacto con su
hermana; habíame estrechado la mano tratándome como
hermano, y podíamos considerarnos como verdaderos amigos, aun
cuando nuestra verdadera amistad no datase sino de la
víspera.
No me quedaba, por consiguiente, ningún miembro
de la familia a quien conocer.
La conversación que en seguida se inició
siguió rumbos caprichosos, pasando sin ningún orden de un
tema a otro; se habló primeramente de mi viaje, de la
navegación a bordo de la Dorotea, de mis ocupaciones en Francia,
del tiempo de que me era dado disponer, de la hermosa Raab, que
habría de visitar en detalle, del gran río que
debería yo recorrer hasta llegar, por lo menos, hasta las
Puertas de Hierro, de aquel magnífico Danubio cuyas aguas
parecen impregnadas de rayos de oro, de todo el bello país
magiar, tan lleno de recuerdos históricos, de la famosa puszta,
que debería atraer a los curiosos del mundo entero, etc.
-¡Con cuánta alegría le vemos
junto a nosotros, señor Vidal! -repetía Myra Roderich,
juntando las manos con un gesto lleno de gracia-. Su viaje se
prolongaba y no dejábamos de hallarnos algún tanto
inquietos; no quedamos tranquilos hasta que se recibió la carta
que usted escribió desde Pest.
-Soy muy culpable, señorita Myra
-respondí-, muy culpable por haberme retrasado en el camino.
Hace mucho tiempo que me encontraría en Raab, si hubiese tomado
la posta de Viena; pero los húngaros no me habrían
perdonado nunca el haber desdeñado el Danubio, del que, con
mucha razón, tan orgullosos se muestran, y que merece la fama de
que universalmente goza.
-¿Nuestro río?
-Sí, señorita.
-En efecto, señor Vidal -aprobó el
doctor-. El Danubio es nuestro glorioso río y nos pertenece, en
verdad, a nosotros desde Presburgo hasta Belgrado.
-Le perdonamos a usted, en gracia al Danubio,
señor Vidal -dijo la señora Roderich-, pues al fin y al
cabo, se encuentra usted ahora entre nosotros, y nada retrasará
ya la dicha de estos dos muchachos que nos son tan queridos.
Mientras hablaba, la señora Roderich fijaba
enternecida miradas sobre su hija y sobre Marcos, unidos ya en su
corazón; lo mismo hacía por su parte el doctor Roderich;
en cuanto a «los dos muchachos» se comían
recíprocamente con los ojos, como suele decirse; y por lo que a
mí se refiere, puedo asegurar que estaba literalmente conmovido
ante la dicha y la tranquilidad de aquella venturosa familia.
No había que pensar en salir aquella tarde; si
bien el doctor hubo de verse obligado a volver a sus habituales
ocupaciones, la señora Roderich y su hija no tenían
ningún asunto que les obligara a salir de casa; en
compañía recorrí el hotel y admiré todas
las hermosas cosas que encerraba.
-¿Y la torre? -exclamó Myra-.
¿Piensa el señor Vidal que va a terminar su primera
visita al hotel sin que se haya encaramado antes a nuestra torre?
-Seguramente no, señorita Myra
-respondí-; ni una sola de las cartas de Marcos dejaba de
hablarme de esa torre en términos de gran encomio, y, a decir
verdad no he venido a Raab más que con el objeto de subir a
ella.
-Tendrán ustedes que hacer la ascensión
sin que yo les acompañe -dijo la señora Roderich-, pues
resulta demasiado pesada para mí.
-¡Oh, madre, son ciento sesenta peldaños
solamente!
-Y ¿te parece poco?
-Muy poco.
-Para tu edad, sí, hija mía; pero yo no
la tengo ya.
-Tu edad, madre mía, no sale siquiera a cuatro
escalones por año -dijo el capitán Haralan-; pero
quédate y nos reuniremos de nuevo en el jardín.
-¡En marcha hacia el cielo! -dijo Myra.
Lanzóse ella la primera, y apenas si
podíamos seguirla, tal era su ligereza; en pocos minutos
alcanzamos la terraza, desde la que se ofreció a nuestras
miradas un panorama magnífico y grandioso.
Hacia el Oeste, toda la ciudad y sus arrabales
dominados por la colina de Wolkang, coronada por el viejo castillo en
el que se ve ondear al viento la bandera húngara; hacia el Sur,
el sinuoso curso del Danubio, de ciento setenta y cinco toesas de
anchura, surcado incesantemente por las embarcaciones que lo remontan o
desciende por él, y más allá, las lejanas y
brumosas montañas de la provincia servia; al Norte, al puszta
con sus bosques, sus llanuras, sus tierras de cultivo, sus praderas,
precedido todo por innumerables casas de campo.
Permanecí absorto ante aquel
espectáculo, admirable, de tan varios aspectos, y que se
extendía hasta los últimos confines del horizonte.
Mi futura cuñada creyó deber darme
algunas explicaciones, haciéndolo con exquisita amabilidad y
gracia.
-Ese -dijo- es el barrio aristocrático, con sus
palacios, sus hoteles, sus plazas, sus estatuas. De ese otro lado,
bajando, señor Vidal, podrá usted divisar el barrio
comercial, con sus calles rebosantes de gente, sus mercados... y el
Danubio, pues siempre hay que volver a nuestro Danubio, que está
bastante animado en este momento. Y la isla Svendor, completamente
verde, con sus bosquecillos y sus prados esmaltados de flores.
-¡Es hermosísimo!
-Supongo que mi hermano no se olvidará de
llevarle a la isla Svendor.
-Tranquilízate -respondió el
capitán Haralan-; no perdonaré nada para que el
señor Vidal visite todos los rincones de Raab.
-Y nuestras iglesias -repuso Myra-. Vea usted nuestras
iglesias con sus campanarios. Y tendrá usted ocasión de
escuchar los domingos las armonías de nuestras campanas. Y
nuestro Ayuntamiento con su patio de honor entre los dos cuerpos de
edificio, su elevada techumbre y sus grandes ventanales...
-Mañana mismo -dije- lo visitaré, si el
capitán no tiene nada que objetar.
-Nada absolutamente, mi querido señor.
-Y bien, caballero -interrumpió Myra
volviéndose hacia Marcos-, ¿qué es, si puede
saberse, lo que con tanta atención está usted
contemplando mientras yo enseño a su hermano el
Ayuntamiento?
-La catedral y su masa majestuosa, sus torres, su
fachada, su aguja central, que se eleva hacia el cielo como para llevar
hasta él la oración y las súplicas de los fieles,
y ante todo y sobretodo su monumental escalera.
-¿La escalera? -exclamé yo.
-La escalera, sí, la escalera.
-¿Y por qué -inquirió Myra- tanto
entusiasmo por esa monumental escalera?
-Porque ella conduce, precisamente bajo la
cúpula, a cierto sitio del coro -respondió Marcos mirando
amorosamente a su novia, cuyo lindo rostro se coloreó con un
leve sonrosado-, a un sitio donde...
-¿Dónde qué? ...
-Donde yo espero oír de sus labios la
más grande y la más hermosa de todas las palabras del
mundo, aun cuando no conste más que de una sílaba.
-¡Bah, bah, de aquí a entonces! ...
Tras una larga parada en la terraza, volvimos a
descender al jardín, donde nos aguardaba la señora
Roderich. Paseando unas veces y sentados otras, transcurrió
alegremente el tiempo, hasta el regreso del doctor a la hora de la
comida.
Como era natural, aquel día me senté por
primera vez a la mesa de la familia Roderich, pasando luego la velada
nosotros solos.
Varias veces la señorita Myra se sentó
ante el clavicordio, y acompañándose de él
cantó con voz agradable y exquisito gusto esas originales
melodías húngaras, odas, elegías, epopeyas,
baladas que no pueden escucharse sin emoción.
La velada, en suma, fue una delicia, que se hubiera
prolongado hasta una hora bastante avanzada de la noche, si el
capitán Haralan no hubiera dado la señal de la partida,
disolviéndose aquella gratísima reunión.
Cuando estuvimos de regreso en mi habitación
del hotel Temesvar, Marcos me dijo:
-¿Había yo exagerado? ¿Crees
tú que haya en el mundo otra muchacha?
-¡Otra! -hube de responder-. ¡Pero si
estoy tentado de preguntarte y preguntarme si habrá otra
verdaderamente una, si existe en realidad la señorita Myra
Roderich!
-¡Ah, mi querido Enrique, la adoro con toda mi
alma!
-¡Pardiez! He ahí una cosa que no me
sorprende en absoluto, mi querido Marcos. No te consideraría
como mi hermano si hubiese sido de otro modo.
Nos acostamos enseguida, sin que ni la más leve
nubecilla hubiera venido a ensombrecer aquella feliz y tranquila
jornada tan íntima y familiar.

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