El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XVII
De esta trágica manera pereció el hijo
de Otto Storitz.
Su muerte llegaba demasiado tarde. Aun cuando la
familia Roderich no tuviese ya en lo sucesivo nada que temer, aquella
muerte venía a agravar la situación en vez de mejorarla,
puesto que nos hacía perder la esperanza de encontrar a
Myra.
Aterrado por la responsabilidad que sobre él
pesaba, el capitán Haralan contemplaba con mirada sombría
el cadáver de su enemigo.
Por fin, tomando una resolución, se
alejó a pasos lentos en dirección a su casa, a fin de
poner a los suyos al corriente de aquellos deplorables
acontecimientos.
El teniente Armgard y yo, por el contrario,
permanecimos en compañía del señor Stepark,
llegado allí como por milagro, y sin saber nosotros por
dónde.
El silencio era completo, a pesar de aquellos
centenares de hombres, cuya curiosidad había llegado al
paroxismo, y que se amontonaban en torno de nosotros,
apretándose unos contra otros, esforzándose por ver y
enterarse de todas las particularidades.
Las miradas estaban fijas sobre el cadáver, un
poco vuelto sobre el lado izquierdo, con los vestidos manchados de
sangre, la faz descolorida, la mano derecha sujetando aún el
sable del teniente y el brazo izquierdo replegado. Wilhelm Storitz
sólo esperaba ya la tumba.
-¡Es realmente él! -murmuró el
jefe de policía, después de haberle contemplado largo
rato.
Los agentes se habían acercado, no sin cierto
temor. También ellos lo reconocieron. Para unir a la de la vista
la certidumbre del tacto, el señor Stepark palpó el
cadáver de pies a cabeza.
-¡Muerto! ¡Muerto! -declaró, al
momento que se incorporaba.
El jefe de policía dio una orden, y en el acto
una docena de hombres se encaminaron a los escombros, al punto mismo
donde antes de la muerte de Storitz, parecían los maderos y las
paredes estar animados de extraños movimientos.
-Según la conversación que sorprendimos
-dijo el señor Stepark, respondiendo a una pregunta que yo le
dirigí-, ahí es donde debe de encontrarse el escondite en
que el miserable guardaba esa sustancia que le permitía
desafiarnos. No me iré de aquí antes de haber descubierto
ese escondite y sin haber destruido cuanto contiene. Storitz ha muerto.
Aun cuando la ciencia humana hubiera de maldecirme, quiero que su
secreto muera con él.
En mi interior daba toda la razón al jefe de
policía; aunque el descubrimiento de Otto Storitz fuese a
propósito como para despertar el interés de un ingeniero,
no podía reconocerle ninguna utilidad práctica, y
comprendía que sólo podía favorecer a los malvados
y avivar las malas pasiones de la Humanidad.
Pronto quedó descubierta una pequeña
placa de hierro; se la alzó y aparecieron los primeros
peldaños de una estrecha escalera.
En aquel momento una mano cogió la mía,
en tanto que una voz plañidera murmuraba:
-¡Piedad...! ¡Piedad!
Volvíme, pero no vi a nadie; mi mano, sin
embargo, continuaba prisionera, y la voz suplicante seguía
oyéndose con claridad.
Los agentes habían interrumpido su trabajo,
volviéndose todos hacia mi lado. Con una ansiedad fácil
de comprender, extendí aquella de mis manos que no se encontraba
prisionera y exploré el espacio en torno mío.
A la altura de la cintura mis dedos tropezaron con una
cabellera, y más abajo un rostro inundado de lágrimas.
Era indudable que un hombre, a quien no podía ver, estaba
allí de rodillas y llorando.
-¿Quién es usted? -logré
balbucear tras un esfuerzo y con profunda emoción.
-Hermann -me contestó.
-¿Qué quiere?
Con algunas frases entrecortadas, el invisible criado
de Wilhelm Storitz nos dijo que había oído al jefe de
policía formular sus proyectos de destrucción, y que si
esos proyectos se ejecutaban habría de serle preciso renunciar
para siempre a recobrar la apariencia humana. ¿Qué iba a
ser de él, condenado a permanecer siempre solo en medio de los
demás hombres?
Suplicaba, por tanto, que el jefe de policía,
antes de destruir los diversos frascos que había en el
escondite, le permitiese absorber el contenido de uno de ellos.
El señor Stepark prometió acceder a
ello, tomando, sin embargo, las precauciones que se imponían, ya
que Hermann tenía que dar cuentas a la justicia. A una orden
suya, cuatro robustos agentes cogieron al invisible personaje, y se
podía estar seguro de que no le soltarían.
El jefe de policía y yo, precediendo a los
cuatro agentes que sujetaban al prisionero, descendimos por la
escalerilla. Algunos peldaños nos condujeron hasta una cueva,
que la luz que penetraba por la abierta trampilla iluminaba
débilmente.
En un aparador estaban alineados una serie de frascos
con la etiqueta, unos con el «Número 1» y los otros
con el «Número 2» en su etiqueta.
Hermann, con tono de alguna impaciencia,
reclamó uno de los últimos, que le tendió el jefe
de policía.
Vimos entonces con indecible estupefacción -si
bien todos debíamos esperarnos aquel espectáculo- que el
frasco describía una curva en el aire y luego se iba vaciando,
como si alguien, habiéndoselo llevado a la boca, bebiera
ávidamente su contenido, vaciando por completo el frasco.
Entonces asistimos a una extraña maravilla. A
medida que iba bebiendo, Hermann parecía brotar de la nada;
distinguióse primeramente una especie de vapor ligero en la
penumbra de la cueva, después los contornos se animaron y
afirmaron, y tuve, por fin, ante mí, a aquel mismo individuo que
me había seguido el día de mi llegada a Raab.
A una señal del señor Stepark, el resto
de los frascos fue inmediatamente destruido, y los líquidos que
contenían, desparramados por el suelo, se volatilizaron
inmediatamente.
Terminada aquella ejecución subimos a la luz
del día.
-Y ahora, ¿qué va usted a hacer,
señor Stepark? -preguntó el teniente Armgard.
-Voy a mandar este cuerpo al ayuntamiento -se le
respondió.
-¿Públicamente? -pregunté yo.
-Públicamente -dijo el jefe de policía-.
Es preciso que todo Raab sepa que Wilhelm Storitz ha muerto. No se
creerá hasta que se haya visto pasar su cadáver.
-¿Y después que sea enterrado?
-añadió el teniente.
-Si se le entierra -dijo el señor Stepark.
-¿Si se le entierra? -pregunté.
-Sí, porque sería preferible, en mi
opinión, quemar ese cadáver y arrojar sus cenizas al
viento, como se hacía con los hechiceros en la Edad Media.
El señor Stepark dio las órdenes
oportunas, y se fue, con la mayor parte de los agentes y su prisionero,
un viejo inofensivo, ahora que no le protegía ya la
invisibilidad.
El teniente Armgard y yo volvimos a casa de
Roderich.
El capitán Haralan estaba ya al lado de su
padre, a quien se lo había referido todo. En el estado en que la
señora Roderich se encontraba, había parecido preferible
no decirle nada por el momento. La muerte de Wilhelm Storitz no le
devolvería a su hija.
Mi hermano tampoco sabía nada todavía.
Sin embargo, era preciso ponerle al corriente, y con ese fin le hicimos
llamar al despacho del doctor.
No acogió la noticia con el sentimiento de la
venganza satisfecha. Estalló, por el contrario, en sollozos,
mientras estas desesperadas palabras se escapaban de sus labios:
-¡Ha muerto! ¡Le han matado!
¡Murió sin haber hablado! ¡Myra! ¡Mi pobre
Myra, no te volveré a ver!
¿Qué hubiéramos podido decir ante
aquella explosión de dolor?
Yo lo intenté de todos modos.
No, no había que renunciar a toda esperanza. No
sabíamos dónde estaba Myra, pero un hombre, Hermann, el
criado de Wilhelm Storitz, debía de saberlo, y ese hombre estaba
preso. Se le interrogaría, y como no tenía el mismo
interés que su amo en callarse, hablaría; se le
decidiría a ello, aun cuando fuera a costa de una crecida
suma.
Marcos no oía ni quería escuchar
nada.
Nuestra conversación viose de pronto
interrumpida por un gran tumulto en el exterior. Se debía a que
el cadáver de Wilhelm Storitz, conducido por los agentes de
policía, según las órdenes del jefe, era paseado
por todas las calles de la población.
El capitán Haralan y el teniente Armgard se
dirigieron al ayuntamiento, a solicitar que el interrogatorio de
Hermann tuviera lugar inmediatamente. Pero pronto regresaron
manifestando que no había podido averiguarse nada.
En vano se habían hecho a Hermann, por el
capitán Haralan y hasta por el jefe de policía y por el
gobernador, las más halagüeñas ofertas, las promesas
más seductoras; en vano también se le había
amenazado con los castigos más espantosos. Se empeñaba en
afirmar que ni siquiera sabía que Myra Roderich hubiera sido
raptada.
¡Cuán triste final de jornada
pasamos!
Embutidos en los sillones, aplanados, rebosantes de
tristeza y amargura, dejábamos transcurrir el tiempo sin
pronunciar una sola palabra. ¿Qué hubiéramos, en
efecto, podido decirnos que no nos lo hubiéramos ya dicho y
redicho mil veces?
Un poco antes de las ocho trajo un criado las
lámparas. El doctor Roderich se encontraba en aquel momento al
lado de su esposa, y no nos encontrábamos en el salón
más que los dos oficiales, mi hermano y yo. Al retirarse el
criado, después de terminar su servicio, el reloj comenzó
a dar las ocho.
En aquel preciso momento, la puerta de la
galería se abrió vivamente. Sin duda había sido
impulsada por alguna corriente de aire procedente del jardín,
porque no vi a nadie que pudiera haberla abierto.
Pero lo más extraordinario fue que la puerta
volvió a cerrarse por sí misma.
Y entonces, ¡no, yo no olvidaré
jamás aquella escena! una voz se percibió. No, como en la
noche de la velada de esponsales, la voz ruda que nos insultaba con el
Canto del odio, sino una voz fresca y gozosa, una voz amada, cual
ninguna, ¡la voz de nuestra querida Myra!
-Marcos -decía-, ¡y ustedes,
señores, y tú, Haralan, ¿qué hacen
aquí? Es ya la hora de comer y me estoy muriendo de hambre.
¡Era Myra, la propia Myra, Myra, que
había recobrado la razón, Myra curada!
Hubiérase dicho que bajaba de su
habitación como de costumbre. ¡Era Myra que nos
veía, y a la que nosotros no veíamos! ¡Era Myra,
invisible!
Jamás palabras tan sencillas habían
producido tan gran efecto. Estupefactos, clavados en nuestros asientos,
no nos atrevíamos a movernos ni a hablar, ni a dirigirnos hacia
el sitio de donde la voz procedía. Sin embargo, Myra estaba
allí, viva, y como nosotros ya sabíamos, tangible en su
invisibilidad.
¿De dónde venía? ¿De la
casa donde la había conducido su raptor...? ¿Había
entonces podido huir, atravesar la ciudad y penetrar en su casa? Las
puertas, no obstante, estaban cerradas y nadie había
abierto.
No -y la explicación de su presencia no
tardó en dársenos-, Myra bajaba de su habitación,
en la que Wilhelm Storitz la había llevado y dejado invisible.
Mientras nosotros la creímos fuera de la casa, ella estaba
tranquilamente en su lecho. Allí había permanecido
inmóvil, muda. Allí había permanecido durante
aquellas veinticuatro horas. A nadie se le había ocurrido el
pensamiento de que pudiera estar allí y, en realidad,
¿por qué razón habría de habérsenos
ocurrido semejante pensamiento?
Sin duda Wilhelm Storitz no pudo llevársela en
seguida, pero no habría dejado de dar cima a su crimen si no lo
hubiese impedido el sable del capitán Haralan.
Y he aquí que Myra, habiendo recobrado la
razón -acaso bajo la influencia del líquido que Wilhelm
Storitz le había hecho beber-, Myra, ignorante de todo lo que
había pasado desde la escena de la Catedral, Myra estaba en
medio de nosotros habiéndonos, viéndonos y sin haber
podido darse cuenta todavía de que no era vista.
Marcos se había levantado con los brazos
abiertos como para cogerla...
Ella prosiguió:
-Pero, ¿qué tienen ustedes? Les hablo y
no me contestan; parecen sorprendidos de verme: ¿qué es,
pues, lo que ha pasado? ¿Por qué mi madre no está
aquí? ¿Está enferma?
La puerta se abrió de nuevo y entró el
doctor Roderich.
Myra lanzóse en seguida hacia él,
así al menos hubimos de suponerlo, porque exclamó:
-¡Ah, padre mío! ¿Qué
pasa...? ¿Por qué mi hermano y mi marido tienen ese
aspecto tan extraño?
El doctor, petrificado, se había detenido en el
umbral. Había comprendido.
Myra continuaba a su lado. Le abrazaba y le
decía:
-¿Qué hay? ¿Dónde
está mamá...?
-Tu madre está bien, hija mía -pudo
balbucear el doctor-. Ahora bajará. Espera.
En aquel momento, Marcos, que había encontrado
la mano de Myra, la atrajo hacia sí, suavemente, como si hubiera
guiado a una ciega. No lo era, por fortuna, y sí más bien
lo eran aquellos que no podían verla a ella. Mi hermano la hizo
sentar dulcemente a su lado.
No hablaba ya Myra, sorprendida del efecto que su
presencia producía, y Marcos, con trémula voz,
murmuró estas palabras, que ella no podía comprender:
-¡Myra! ¡Mi querida Myra! ¿Eres
tú, realmente? No me dejes más, te lo ruego...
-¡Mi querido Marcos! ¡Ese aspecto
trastornado! ¿Ocurre alguna desgracia?
-No -dijo-; tranquilízate, ninguna desgracia ha
ocurrido. Pero ¡habla, Myra, habla! ¡Que yo oiga tu
voz...!
Estábamos todos con la mirada fija,
inmóviles, reteniendo el aliento, aterrados ante el pensamiento
de que el único que hubiera podido devolvernos a Myra bajo su
forma visible había muerto, llevándose al más
allá el secreto.

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