El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XVIII
¿Acarrearía un desenlace feliz aquella
situación? ¿Quién podría suponerlo?
¿Cómo no pensar que Myra estaba como borrada,
desaparecida para siempre del mundo visible?
Así es que a la inmensa dicha de haberla
encontrado, se mezclaba el dolor y la pena, no menos inmensos, de que
no apareciera ante nuestras miradas en toda su gracia y en toda su
belleza.
Fácilmente podrá imaginarse lo que
sería en tales condiciones la existencia de la familia
Roderich.
No tardó Myra en darse cuenta del estado en que
se encontraba. Al cruzar ante el espejo de la chimenea, no había
visto su imagen. Se volvió hacia nosotros lanzando un grito de
angustia, y no descubrió la sombra que su cuerpo debía
producir.
Hubo que contárselo todo, en tanto que tristes
sollozos se escapaban de su pecho, mientras Marcos, de rodillas ante el
sillón en que ella acababa de sentarse, trataba en vano de
calmar su dolor. La había amado visible y la amaría
invisible. Aquella escena nos desgarraba el corazón.
Hacia el final de la velada, el doctor quiso que Myra
subiese a la habitación de su madre. Era preferible que la
señora Roderich supiese que estaba cerca de ella y que la oyese
hablar, ya que no podía verla.
Pasaron algunos días. Lo que no habían
podido hacer nuestros consuelos, lo hizo el tiempo. Myra se
había resignado. Gracias a su grandeza de alma, pronto la vida
pareció recobrar su curso normal. Myra nos prevenía de su
presencia hablando al uno o al otro.
Yo la oía decir:
-Amigos míos, aquí estoy.
¿Necesitan algo? Voy a traérselo. Mi querido Enrique,
¿qué busca? ¿El libro que dejó usted sobre
la mesa? Aquí lo tiene. ¿Por qué, mi querido
Haralan, me miras con esos ojos tan tristes? Te aseguro que estoy
contenta... Marcos, he aquí mis dos manos... déme el
brazo, Enrique, daremos una vuelta por el jardín...
La adorable criatura no había querido que se
introdujese cambio alguno en la vida de familia. Ella y Marcos pasaban
muchas horas juntos, sin cesar ella de consolarle, afirmando que
tenía confianza en el porvenir, que llegaría un
día en que aquella invisibilidad cesara. ¿Abrigaba
realmente esa esperanza?
No obstante, una sola modificación hubo de
hacerse en nuestra vida familiar. Comprendiendo Myra cuan penosa
resultaba su presencia en aquellas condiciones, no quiso sentarse con
nosotros a la mesa.
Pero una vez terminada la comida, bajaba nuevamente al
salón. Se la oía abrir y cerrar la puerta, diciendo:
«Heme aquí», y no se separaba de nosotros hasta la
hora de retirarse a su habitación, después de desearnos
una buena noche.
Si la desaparición de Myra había
producido tanta emoción en la ciudad, no hay que decir la que
produjo su reaparición, no sé qué término
emplear para ser exacto. De todas partes llegaron testimonios de la
más viva simpatía, y las visitas afluyeron a la casa.
Myra había renunciado a todo paseo a pie por
las calles de Raab. No salía sino en coche cerrado,
acompañada por alguno de los suyos. Pero prefería a todo
el sentarse en el jardín, junto a los seres que amaba.
Durante todo aquel tiempo, el jefe de policía,
el gobernador y yo mismo nos obstinábamos en hacer sufrir al
viejo Hermann interrogatorios tan numerosos como estériles.
Habiendo demostrado los acontecimientos su buena fe en
lo relativo al rapto de Myra, no había por qué
inquietarle acerca del particular; pero, ¿no podía
suceder que conociera los secretos de su difunto amo? ¿No
podía poseer la fórmula de Otto Storitz?
¡Qué remordimiento tan grande para el
señor Stepark y para mí mismo, por haber obrado con tanta
precipitación cuando descubrimos la cueva!
Sin aquella deplorable precipitación, lo que
hicimos por Hermann hubiéramos podido hacerlo por Myra. Un solo
frasco del misterioso líquido y nos hubiéramos visto
libres de tantas angustias.
El crimen involuntario que el jefe de policía
había cometido, y que yo dejé cometer, era sólo
conocido de nosotros, y por un acuerdo tácito, ni entre nosotros
mismos se había cambiado una sola frase acerca de él.
Cada uno de nosotros dos nos encarnizábamos con
el desdichado Hermann, con la quimérica esperanza de arrancarle
un secreto que sin duda no poseía.
Llegó, por fin, el día en que nos
convencimos ambos de la inutilidad de nuestros esfuerzos y tentativas.
Y como, en realidad, no había contra Hermann ningún cargo
por el que pudiera ser llevado ante los Tribunales, fue preciso dejarle
en libertad.
Pero la suerte había decidido que el pobre
diablo no pudiese aprovecharse de ella. La mañana en que su
carcelero fue a darle la noticia, se lo encontró muerto en su
celda, a causa de una embolia, según demostró la
autopsia.
De esta manera se desvaneció nuestra
última esperanza. El secreto de Wilhelm Storitz quedaría
desconocido para siempre.
En los papeles recogidos con ocasión del
registro de la casa de Storitz, no se encontró otra cosa que
fórmulas vagas y notas diversas sobre Física y
Química, absolutamente incomprensibles para nosotros. Nada
pudimos sacar en limpio acerca de la diabólica sustancia de que
Wilhelm Storitz había hecho tan deplorable uso.
Así, pues, del mismo modo que el verdugo
sólo se hizo visible al ser herido en el corazón por el
sable del capitán Haralan, así su desventurada
víctima, la pobre Myra, no reaparecería ante nosotros
sino tendida sobre su lecho de muerte.
En la mañana del 24 de junio, mi hermano vino a
encontrarme, y me pareció hallarse relativamente tranquilo.
-Mi querido Enrique -me dijo-, he querido darte cuenta
de la resolución que he tomado y creo que la
aprobarás.
-No lo dudo -respondí-; habla con toda
confianza, pues estoy seguro que para decidirte habrás escuchado
la voz de la razón.
-De la razón y del corazón. Myra
sólo es mi mujer a medias; falta a nuestro matrimonio la
consagración religiosa, ya que la ceremonia se vio interrumpida
antes de ser pronunciadas las palabras sacramentales. Esto crea una
situación falsa, a la que quiero poner fin por Myra, por su
familia y por todo el mundo.
Estreché entre mis brazos a Marcos y le
dije:
-Te comprendo, y no veo que pueda ponerse
obstáculo alguno al cumplimiento de tus deseos.
-Sería verdaderamente monstruoso. Si el
sacerdote no puede ver a Myra, puede oírla declarar que me
acepta por marido, como yo la acepto por mujer. No creo que la
autoridad eclesiástica ponga el menor reparo.
-No, querido Marcos, yo me encargo de todas las
gestiones.
Dirigíme, en primer término, al cura que
ofició en la misa de matrimonio, interrumpida por una
profanación sin ejemplo. El venerable anciano me contestó
que el caso había sido previamente examinado, y que el Arzobispo
de Raab le había dado una solución favorable.
Aun cuando fuera invisible, no podía dudarse
que la novia estaba viva y apta por consiguiente, para recibir el
sacramento del matrimonio.
Habiéndose publicado hacía ya tiempo los
edictos, nada se opuso a que la fecha de la ceremonia se fijase para el
2 de julio.
La víspera, Myra me dijo, como ya me dijera
antes:
-Es para mañana, Enrique. No lo olvide.
Aquel segundo matrimonio fue, como el primero,
celebrado en la catedral de San Miguel y en las mismas condiciones. Los
mismos testigos, los mismos invitados de la familia Roderich y la misma
afluencia de gente.
Una gran dosis de curiosidad se mezcló,
naturalmente, a aquella ceremonia. Aún subsistían algunos
temores entre la muchedumbre. Era cierto que Wilhelm Storitz
había muerto, y que lo estaba asimismo su criado, el viejo
Hermann. Pero más de uno se preguntaba si aquella segunda misa
no se vería interrumpida, como la primera, y si algún
prodigio no perturbaría de nuevo la ceremonia nupcial.
He allí a los dos esposos, en el coro de la
catedral. El sillón de Myra parecía hallarse desocupado;
pero en realidad no lo estaba.
Marcos, de pie y vuelto hacia ella, no podía
verla, pero la sentía cerca de sí, la tenía cogida
de la mano, como para atestiguar su presencia ante el altar.
Detrás se hallaban los testigos: el juez Neuman
y el capitán Haralan; el teniente Armgard y yo; después
el señor y la señora Roderich, la pobre madre de hinojos
implorando del Todopoderoso un milagro para su hija. En torno se
encontraban los amigos, las notabilidades de la población, y
luego todo el pueblo.
Terminada la misa, que siguió los mismos
trámites que la primera, el anciano celebrante se volvió
hacia el pueblo.
-Myra Roderich, ¿está usted aquí?
-preguntó.
-Estoy -respondió Myra. Luego
dirigiéndose a Marcos:
-Marcos Vidal, ¿consiene en tomar a Myra
Roderich, aquí presente, por esposa?
-Sí -respondió mi hermano.
-Myra Roderich, ¿consiente en tomar a Marcos
Vidal, aquí presente, por esposo?
-Sí -respondió Myra con voz que fue
oída de todos.
-Marcos Vidal y Myra Roderich -terminó el
sacerdote-, yo los declaro unidos por el Santo Sacramento del
Matrimonio.
Terminada la ceremonia, la multitud se agolpó
en el camino que debían seguir los nuevos esposos. No se
percibió el bullicio de rigor en tales ocasiones; todo el mundo
callaba, estirando el cuello con la loca esperanza de descubrir algo;
nadie quería ceder su puesto, y nadie, sin embargo,
quería estar colocado en primera línea. A la vez
sentíanse todos impulsados por la curiosidad y retenidos por un
temor misterioso.
Por entre las dos filas de curiosos, los recién
casados, los testigos y los amigos se encaminaron a la
sacristía; allí, en los libros, a la firma de Marcos
Vidal fue a unirse un nombre, el de Myra Roderich, un nombre trazado
por una mano que no podía verse... ¡que no se vería
jamás!
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