El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XIX
Tal fue el desenlace que, el día 2 de julio,
tuvo la historia que he tenido el capricho de referir. Comprendo que
parezca increíble. En semejante caso sólo habría
que acusar a la insuficiencia del autor. La historia es, por desgracia,
muy verdadera, aun cuando sea única en los anales del pasado y
aun cuando deba permanecer siendo única, así firmemente
lo espero, en los anales del porvenir.
Innecesario será decir que mi hermano y Myra
habían abandonado sus proyectos de otro tiempo. No podía
ya tratarse de un viaje por Francia. Hasta preveía yo que Marcos
sólo haría raras apariciones en París y que su
hogar se fijaría definitivamente en Raab, con gran disgusto
mío, por supuesto.
Lo mejor, en efecto, era el vivir ambos, su mujer y
él, al lado del señor y la señora Roderich. El
tiempo todo lo cura, y Marcos acabaría por acostumbrarse a
aquella existencia. Myra, por lo demás, se ingeniaba para hacer
notar su presencia. Siempre se sabía dónde estaba, y lo
que hacía; era el alma de la casa, invisible como lo son las
almas.
Por añadidura, su forma material no
había desaparecido por completo; ¿no se tenía el
admirable retrato que de ella había hecho Marcos?
Myra gustaba de sentarse cerca de aquel lienzo, y con
su voz acariciadora, decía:
-Yo estoy ahí. He vuelto a ser visible y
ustedes me ven, como yo me veo.
Permanecí algunas semanas aún en Raab,
al lado de los recién casados, viviendo en la casa de Roderich
en la más completa intimidad de aquella familia tan probada por
la suerte, y no sin honda pena veía acercarse el día en
que sería preciso separarme. No hay, sin embargo, vacaciones tan
largas que no lleguen a acabarse, y hube de pensar en regresar a
París.
Volví, pues, a entregarme a los trabajos de mi
profesión, más absorbente de lo que el vulgo cree. Eran,
sin embargo, demasiado salientes los acontecimientos en que me
había visto mezclado para que mis preocupaciones pudiesen
hacérmelos olvidar. Pensaba, pues, sin cesar, y ni un solo
día pasó sin que mis recuerdos no me hiciesen volar hacia
Raab, al lado de mi hermano y de su mujer.
En los comienzos del mes de enero siguiente evocaba
yo, por la centésima vez, la terrible escena cuyo desenlace fue
la muerte de Wilhelm Storitz, cuando de pronto se me ocurrió una
idea, tan sencilla, tan evidente, que me admiraba de que antes no se me
hubiera ocurrido. Nunca había pensado en relacionar entre
sí las diversas circunstancias y peripecias de aquel
drama...
El día a que me refiero se impuso a mi
espíritu la conclusión de que si el cuerpo de nuestro
vencido enemigo había perdido el poder de la invisibilidad que
poseía mientras se hallaba vivo, su única causa
debía ser la abundante hemorragia que siguió al sablazo
de Haralan. Aquello fue una revelación. Se me representó
en seguida, con certidumbre, que la misteriosa sustancia era mantenida
en suspensión en la sangre, y que con la sangre se había
eliminado.
Admitida esta hipótesis, la consecuencia se
deducía por sí misma. Lo que el sable de Haralan
había hecho podía volverlo a hacer el bisturí del
cirujano. No se trataba, al fin y al cabo, más que de una
operación de las más benignas, que era fácil
ejecutar gradualmente, y que se podría repetir cuantas veces
fuera necesario. La sangre que Myra perdiera, veríase
reemplazada por otra sangre completamente nueva, y llegaría un
día en que sus venas no contendrían ninguna
partícula de la maléfica sustancia que privaba a Marcos
de la dicha de verla.
Escribí inmediatamente a mi hermano en este
sentido.
Mas en el momento en que mi carta iba a partir,
recibí una de Marcos y juzgué preferible retrasar el
envío de la mía. En su carta, anunciábame mi
hermano una noticia que, por el momento al menos, hacía
inútiles mis ideas. Myra se encontraba encinta, y no era
ése el momento más oportuno para privarla de una sola
gota de sangre. Necesitaba todas sus fuerzas para soportar la temible
prueba de la maternidad.
El nacimiento de mi sobrino -o de mi sobrina- se
esperaba para los últimos días de mayo,
aproximadamente.
Conocido por el lector el efecto que yo experimentaba
por mi hermano, inútil será decirle que fui exacto a la
cita. Desde el 15 de mayo me hallaba en Raab, y esperé el suceso
con una impaciencia que no le iba en zaga a la del padre.
El 27 de mayo fue cuando se produjo, y esta fecha no
se borrará jamás de mi memoria.
La Naturaleza nos prestó la ayuda que yo
quería reclamar a la Ciencia, y Myra salió a la luz.
Marcos, asombrado, conmovido, embriagado de dicha, la vio surgir
lentamente de las sombras y, doblemente padre, vio nacer al mismo
tiempo que a su hijo, a su mujer, que le pareció más
bella aún, después de tanto tiempo de haber permanecido
oculta a sus miradas.
Desde entonces, mi hermano y Myra ya no tienen
historia, como no la tengo yo. Mientras sigo entregado con ardor a las
Matemáticas, Marcos continúa su carrera gloriosa de
pintor célebre. Vive en París, a dos pasos de mi casa, en
un hotel magnífico, donde todos los años vienen los
esposos Roderich a pasar dos meses, acompañados del antiguo
capitán, hoy coronel Haralan.
Esta visita es también devuelta todos los
años por los dos esposos. Es el único momento en que me
veo privado de mi sobrino -¡fue, por fin, un sobrino!- a quien
quiero con una ternura que participa de la del tío y de la del
abuelo.
Marcos y Myra son dichosos.
¡Haga el cielo que esta felicidad dure largos
años! ¡Haga el cielo que nadie conozca los dolores que
ellos conocieron! ¡Haga el cielo -y ésta será mi
última palabra- que jamás se encuentre el execrable
secreto de Wilhelm Storitz!

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