El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XV
Después de la destrucción de la casa de
Storitz, parecióme que la sobreexcitación de Raab se
había calmado un tanto; la ciudad iba tranquilizándose
poco a poco.
Como yo había supuesto, algunos habitantes se
inclinaban a creer que el hechicero, hallándose realmente en su
morada en el momento de ser invadida por la muchedumbre, había
perecido en medio de las llamas.
La verdad es que, buscando entre los escombros y
removiendo las cenizas, no se descubrió nada que pudiera
justificar semejante opinión. Si Wilhelm Storitz había
asistido al incendio, era indudable que lo hizo desde algún
sitio donde las llamas no podían alcanzarle.
Nuevas cartas recibidas de Spremberg se hallaban de
acuerdo sobre este punto: ni Wilhelm Storitz ni su criado Hermann
habían sido vistos allí, y se ignoraba en absoluto donde
podían haberse refugiado uno y otro.
Por desgracia, si bien una calma relativa comenzaba a
reinar en la ciudad, no sucedía lo mismo en casa de Roderich. El
estado mental de nuestra pobre Myra no mejoraba nada; inconsciente,
indiferente a los cuidados que incesantemente le eran prodigados, no
reconocía a nadie. Así es que los médicos no
abrigaban ninguna esperanza.
Sin embargo, aun cuando débil, su vida no se
encontraba amenazada.
En la tarde del día 16, erraba yo al azar por
las calles de la población, cuando se me ocurrió la idea
de pasar a la orilla derecha del Danubio,
Era ésta una excursión que se
había quedado hasta entonces en proyecto, pues las
circunstancias no me habían permitido hacerla aún,
excursión de la que, por lo demás, no me
aprovecharía de gran cosa, dado el estado en que mi
espíritu se encontraba.
Encamíneme, pues, hacia el puente,
atravesé la isla Svendor y puse, por fin, el pie sobre la orilla
perteneciente a Serbia.
Mi paseo hubo de prolongarse algo más de lo que
pensaba y quería; habían dado ya las ocho y media cuando
volvía al puente, después de haber comido en una fonda de
la orilla servia, próxima al río, en un bello sitio.
No sé qué capricho me asaltó
entonces; en vez de entrar directamente en el puente, no
atravesé sino su primera parte, y bajé por el paseo
central de la isla Svendor.
Apenas había dado una docena de pasos, cuando
descubrí al jefe de policía. Estaba solo; se
acercó a mí, y entablamos en seguida conversación
sobre el asunto que a ambos nos preocupaba tan hondamente.
Haría unos veinte minutos que habíamos
emprendido el paseo cuando llegamos a la punta septentrional de la
isla. Acababa de caer la noche, y la sombra se extendía por los
árboles y los desiertos paseos. Las quintas estaban cerradas, y
no encontramos a nadie.
Había llegado la hora de regresar a Raab, y a
ello nos disponíamos, cuando algunas palabras llegaron a
nuestros oídos.
Me detuve y detuve al señor Stepark,
cogiéndole del brazo. Luego, inclinándome de manera que
fuera oído por él sólo, le dije:
-Escuche, es la voz de Wilhelm Storitz.
-¿Wilhelm Storitz? -dijo el jefe de
policía en el mismo tono.
-Sí.
-No nos ha visto.
-No; la noche viene a igualar las cosas y nos hace tan
invisibles como él.
La voz, sin embargo, continuaba llegando hasta
nosotros, algo indistinta.
Las voces, mejor dicho, porque seguramente
había dos o más interlocutores.
-No está solo -murmuró el señor
Stepark.
-No. Probablemente le acompaña su fiel
criado.
El jefe de policía me arrastró tras
él al abrigo de unos árboles, inclinándose hacia
el suelo. Merced a la oscuridad que nos protegía, tal vez
pudiéramos acercarnos a los interlocutores lo bastante para
oír sin ser vistos.
Pronto nos encontramos escondidos a diez pasos
aproximadamente del sitio en que debía de encontrarse Wilhelm
Storitz; no vimos, naturalmente, a nadie, pero no por eso dejamos de
aguardar, y no tuvimos por qué lamentarlo.
Jamás se nos había presentado mejor
ocasión para averiguar dónde se ocultaba nuestro enemigo
desde el incendio de su casa, así como de conocer sus proyectos,
y hasta, si posible fuera, de apoderarnos de su persona.
No podía en manera alguna sospechar que
nosotros estuviésemos allí, con el oído atento.
Medio acostados entre la maleza, no atreviéndonos casi ni a
respirar, escuchamos, con indecible emoción, las frases que se
cambiaban, más o menos distintas, según el amo o el
sirviente se acercaban o se alejaban de nosotros.
He aquí la primera frase que llegó hasta
nosotros, y que fue pronunciada por Wilhelm Storitz:
-¿Podremos estar allí mañana?
-Sí -respondió su invisible
interlocutor, el criado Hermann, según todas las
probabilidades-. Y nadie sabrá quiénes somos.
-¿ Desde cuándo estás en
Raab?
-Desde esta mañana.
-Bien... ¿Y esa casa está alquilada?
-Bajo un nombre supuesto.
-¿Estás seguro de que podemos habitarla
a la vista de todo el mundo, que no somos conocidos en ... ?
Imposible nos fue, con gran disgusto nuestro,
oír bien el nombre de la población.
Pero por las palabras oídas resultaba que
nuestro adversario contaba con volver a tomar la apariencia humana en
un plazo más o menos largo. ¿Por qué
cometía semejante imprudencia? Supuse yo que su invisibilidad no
podía mantenerse más allá de cierto tiempo, sin
que resultase perjudicial a su salud.
Doy, por lo que pueda valer, esta explicación,
que me parece plausible, pero que nunca tuve ocasión de
comprobar.
Cuando las voces volvieron a acercarse, Hermann
decía, acabando una frase comenzada:
-La policía de Raab no nos descubrirá
bajo esos nombres.
¿La policía de Raab?... ¿Era,
pues, en una población húngara donde iban a habitar?
Disminuyó luego el ruido de los pasos,
alejáronse los interlocutores, lo cual permitió al
señor Stepark decirme:
-¿Qué población?
¿Qué nombre? He aquí lo que nos interesaría
conocer.
Antes de que hubiese tenido tiempo de contestarle,
nuestros enemigos se acercaron de nuevo y vinieron a hacer algo a
algunos pasos de nosotros.
-¿Es, pues, absolutamente necesario ese viaje a
Spremberg? -preguntaba Hermann.
-Sí, porque allí es donde están
depositados mis fondos. Además, aquí no podría
dejarme ver impunemente, mientras que allí...
-¿Tiene usted la intención de dejarse
ver en carne y hueso?
-¿Y cómo evitarlo? ¿Cómo
iban a pagarme, si no?
Así, pues, lo que yo había previsto se
realizaba; Wilhelm Storitz se hallaba en una de esas situaciones en que
la invisibilidad deja de ser una ventaja. Necesitaba dinero, y para
procurárselo érale preciso renunciar a su poder.
Continuó diciendo:
-Lo peor es que no sé cómo
arreglármelas. Esos imbéciles han destruido mi
laboratorio, y no poseo ni un solo frasco número 2.
Afortunadamente, no han podido descubrir el escondite del
jardín, pero está bajo los escombros, y te necesito para
dejarlo al descubierto.
-A sus órdenes -contestó Hermann.
-Ven pasado mañana, hacia las diez; el
día o la noche son lo mismo para nosotros, y así, al
menos, lo veremos todo claro.
-¿Por qué no mañana?
-Mañana tengo otra cosa que hacer; medito un
golpe de los míos, y del que no se alegrará mucho alguien
que conozco.
Ambos interlocutores emprendieron de nuevo su paseo;
cuando volvieron hablaba Wilhelm Storitz:
-No, no saldré de Raab, mientras mi odio contra
esa familia no esté satisfecho; mientras Myra y ese
francés...
Acabó la frase con un rugido. En aquel momento
cruzaba muy cerca de nosotros, tal vez habría bastado extender
la mano para cogerle; pero nuestra atención fue entonces
atraída por estas palabras de Hermann:
-Se sabe ya en Raab que usted posee el poder de
hacerse invisible, pero ignoran por qué medio lo consigue.
-Y eso se ignorará siempre -respondió
Wilhelm Storitz-. Raab no ha acabado conmigo. ¡Porque han quemado
mi casa creen haber destruido mi secreto! ¡Imbéciles! No,
Raab no evitará mi venganza, y no dejaré de él
piedra sobre piedra.
Apenas se había pronunciado esta frase tan
amenazadora para la ciudad, cuando las ramas que nos ocultaban se
apartaron violentamente; el jefe de policía acababa de lanzarse
en la dirección que sonaban las voces.
De pronto, gritó:
-Tengo a uno, señor Vidal; coja usted al
otro.
No había duda de que sus manos habían
caído sobre un cuerpo perfectamente tangible, ya que no visible;
pero fue rechazado con suma violencia, y habría caído si
no le hubiese yo cogido del brazo a toda prisa.
Creí entonces que nosotros íbamos a ser
atacados en condiciones sumamente desventajosas, ya que no
podíamos ver a nuestros agresores.
Pero no fue así; una risa irónica
estalló hacia la izquierda, y percibimos un ruido de pasos que
se alejaban.
-¡Golpe fallido! -exclamó el señor
Stepark-. Pero ahora estamos seguros de que su invisibilidad no les
impide ser cogidos y encerrados.
Por desgracia, se nos habían escapado, e
ignorábamos el lugar de su retiro; el jefe de policía,
sin embargo, no parecía estar descontento.
-Son nuestros -dijo en voz baja, mientras
ganábamos el muelle Batthyani-. Conocemos el punto débil
del adversario, y sabemos que Wilhelm Storitz debe dirigirse pasado
mañana a las ruinas de su casa. Esto nos da dos medios de
vencerle. Si fracasa el uno, saldrá bien el otro.
Dejando al jefe de policía, volví a
entrar en casa de Roderich, y mientras la señora y Marcos
velaban a la cabecera de Myra, me encerré con el doctor.
Importaba mucho ponerle en seguida al corriente de lo que había
pasado en la isla Svendor.
Se lo referí todo, sin olvidar la
conclusión optimista del jefe de policía, pero no sin
añadir que, por mi parte, no me sentía muy tranquilo.
El doctor creyó que ante las amenazas de
Wilhelm Storitz, ante su deseo de proseguir la obra de
destrucción y de venganza contra la familia Roderich y contra la
ciudad entera, se imponía la obligación de salir de Raab.
Era menester partir, partir secretamente, y cuanto antes mejor. En
seguida.
-Soy de la misma opinión -dije-, y sólo
haré una objeción. ¿Se encuentra Myra en estado de
soportar las fatigas de un viaje?
-La salud de mi hija no está alterada; no
sufre; su razón es la única parte de ella atacada.
-La recobrará con el tiempo -afirmé
enérgicamente-; y, sobre todo, en otro país donde nada
tenga que temer.
-¡Ay! -gimió el doctor-. ¿Se
evitará el peligro con nuestra marcha? ¿No nos
seguirá Wilhelm Storitz?
-No, si guardamos el secreto acerca de la fecha de la
partida y la meta de nuestro viaje.
-¡El secreto! -murmuró tristemente el
doctor.
Lo mismo que mi hermano, el doctor Roderich se
preguntaba si podía haber secreto bien guardado para Wilhelm
Storitz, si no se encontraba en aquel mismo instante en aquel despacho,
oyendo lo que decíamos y preparando alguna nueva canallada.
En resumen: la marcha quedó acordada y
decidida.
La señora Roderich no hizo la menor
objeción; tenía ansia de ver a Myra trasladada a otro
sitio. Marcos, por su parte, también la aprobó; no le
hablé para nada de nuestra aventura en la isla Svendor; me
pareció inútil.
Se la referí, por el contrario, al
capitán Haralan. Tampoco éste hizo ninguna
objeción a nuestro proyecto de viaje, contentándose con
preguntarme:
-Acompañará usted a su hermano,
¿eh?
-Naturalmente; mi presencia cerca de él es tan
indispensable como la de usted cerca de...
-No partiré -me interrumpió con el tono
de un hombre cuya resolución es absolutamente irrevocable.
-¿Por qué?
-Porque quiero permanecer en Raab, pues tengo el
presentimiento de que debo quedarme. No podía discutirse, y no
discutí.
-Como usted quiera, capitán.
-Cuento con usted, mi querido Vidal, para reemplazarme
cerca de mi familia, que es ya la de usted.
-Confíe en mí.
Me ocupé en seguida de los preparativos.
Conseguí dos berlinas de viaje, muy confortables, y luego fui a
ver al señor Stepark, a quien di cuenta de mis proyectos.
-Hacen ustedes perfectamente, y es de lamentar que la
ciudad toda no pueda hacer otro tanto.
El jefe de policía estaba sumamente preocupado,
y no sin motivo, dado lo que habíamos oído la noche
anterior.
A las ocho llegaron las berlinas a casa de Roderich,
donde yo había entrado a las siete, asegurándome que todo
estaba dispuesto.
Una de las berlinas la ocuparían los
señores Roderich con su hija. Marcos y yo subiríamos en
la segunda, que saldría de la ciudad por un camino distinto, con
objeto de no llamar la atención.
Entonces, ¡ay!, fue cuando se produjo el
más imprevisto, el más terrible de los incidentes, un
verdadero golpe de teatro, fantástico, inesperado.
Los coches nos esperaban, el primero ante la puerta
principal y el otro en la puertecilla del jardín. El doctor y mi
hermano subieron a la habitación de Myra para transportarla
hasta el coche.
Llenos de espanto y terror se detuvieron en el umbral;
¡el lecho estaba vacío! ¡Myra había
desaparecido!

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