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El secreto de Wilhelm Storitz
Editado
© Miguel Gómez
26 de julio del 2002
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El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo I

Y tan pronto como puedas, apresúrate a venir, mi querido Enrique; te aguardo con impaciencia. Por lo demás, el país es magnífico, y esta región de la Baja Hungría es muy a propósito para despertar el interés de un ingeniero; aunque no sea más que desde este punto de vista, no te pesará haber hecho el viaje. Tuyo,

MARCOS VIDAL

Así terminaba la carta que recibí de mi hermano el 4 de abril de 1877.

Ningún signo premonitorio señaló la llegada de esta carta, que llegó a mis manos del modo habitual, es decir, por la mediación sucesiva del cartero, del portero y de mi criado, el último de los cuales, sin sospechar siquiera toda la trascendencia de su acción, hubo de presentármela en una bandeja, con su acostumbrada tranquilidad.

Análoga fue la tranquilidad mía, mientras abría la carta y la leía de cabo a rabo, hasta estas últimas líneas transcritas, que sin embargo, contenían, en germen, acontecimientos verdaderamente extraordinarios en los que iba a verme mezclado.

¡Tal es la ceguera de los hombres! ¡Así es como va tejiéndose, sin cesar, y sin notarlo, la trama misteriosa de su destino!

Mi hermano acertaba en sus presunciones; no me pesa haber llevado a cabo este viaje, pero, ¿hago bien en contarlo? ¿No es una de esas cosas que es preferible callarlas? ¿Quién llegará a dar crédito a una historia tan extraña, que ni el más audaz de los poetas se habría atrevido a escribir?

Pues bien, ¡sea lo que quiera! Me decido a correr todos los riesgos; se me crea o no, cedo a una irresistible necesidad de revivir toda aquella serie de sucesos extraordinarios, cuyo prólogo viene a hallarse constituido, en cierta manera, por la carta de mi hermano.

Mi hermano Marcos, de veintiocho años de edad a la sazón, había alcanzado ya éxitos sumamente lisonjeros como pintor de retratos.

El más acendrado y afectuoso cariño nos unía; por mi parte había alguna dosis de amor paternal, ya que tenía ocho años más que Marcos; casi niños aún, nos habíamos visto privados de nuestros padres, y yo, el primogénito, tuve que ser el encargado de educar a Marcos; y, como éste mostraba excelentes aptitudes y disposiciones para la pintura, le impulsé hacia esa profesión, en la que debía llegar a obtener éxitos tan halagüeños como merecidos.

Pero he aquí que, de pronto, Marcos se hallaba en vísperas de casarse.

Hacía ya algún tiempo que residía en Raab, una importante ciudad de Hungría meridional; las semanas pasadas en Budapest, la capital, donde había hecho gran número de retratos, muy generosamente pagados, le permitieron apreciar la acogida de que son objeto los artistas en Hungría; luego, una vez terminada su estancia, había descendido felizmente por el Danubio, desde Budapest a Raab.

Entre las primeras familias de la ciudad, citábase la del doctor Roderich, uno de los más renombrados médicos de Hungría. A un patrimonio bastante considerable unía una importante fortuna adquirida en el ejercicio de su profesión. Durante las vacaciones que todos los años se concedía, y que empleaba en hacer viajes a Francia, Italia o Alemania, los clientes ricos deploraban vivamente su ausencia; también la lamentaban los pobres, a quienes jamás negaba su asistencia y cuidados, pues su caridad no desdeñaba a los más humildes, lo cual le conquistaba naturalmente la estimación de todos.

La familia Roderich se componía del doctor, de su esposa, de su hijo el capitán Haralan, y de su hija Myra.

No pudo Marcos tratar a esta familia sin sentirse impresionado por la gracia y la belleza de la muchacha, lo cual había prolongado indefinidamente su estancia en Raab. Pero si Myra Roderich le había agradado, no es mucho atreverse a decir que él por su parte había agradado a Myra Roderich.

Habrá de concedérsele que lo merecía, pues Marcos era -¡lo es todavía, gracias a Dios!- un joven encantador y arrogante, de una estatura algo más que mediana, los ojos de un azul intenso, cabellos castaños, frente de poeta, la fisonomía feliz de un hombre a quien la vida se ofrece bajo sus más risueños aspectos, el carácter dúctil y maleable y el temperamento de artista fanático de las cosas hermosas.

En cuanto a Myra Roderich, no la conocía yo más que por las apasionadas descripciones de las cartas de Marcos, y ardía en deseos de verla.

Más vivamente que yo, deseaba mi hermano presentármela; instábame a que acudiera a Raab, como jefe de la familia, y no se contentaba con que mí estancia durase menos de un mes. Su prometida -no cesaba de repetírmelo- me aguardaba con impaciencia, y tan pronto como llegara, se fijaría la fecha del matrimonio; pero antes quería Myra haber visto, pero visto con sus propios ojos, a su futuro cuñado, del que tanto bueno se decía -¡así, en verdad, se expresaba ella, al parecer! Es lo menos que se puede pedir, el juzgar por uno mismo a los miembros de la familia en que se va a entrar. Decididamente, no pronunciaría el sí hasta después de que Enrique le hubiera sido presentado por Marcos.

Todo esto me lo contaba mi hermano en sus frecuentes epístolas con mucho empeño y encarecimiento, y yo percibía claramente que se hallaba perdidamente enamorado de Myra Roderich.

Dije antes que no la conocía más que por las entusiastas frases de Marcos; y, sin embargo, toda vez que mi hermano era pintor, fácil le hubiera sido tomarla por modelo, ¿no es cierto?, y trasladarla a la tela, o cuando menos al papel, en una postura graciosa y con sus mejores atavíos; así habría podido yo admirarla visualmente. Pero Myra no quiso nunca; era en persona como ella quería aparecer a mis ojos, aseguraba Marcos, quien entre paréntesis y a lo que yo me figuro, no debía haber insistido mucho en hacerla cambiar de opinión.

Lo que uno y otro querían indudablemente obtener era que el ingeniero Enrique Vidal diera de lado a sus ocupaciones y corriera a mostrarse en los salones de la casa Roderich en clase de invitado predilecto.

¿Era preciso tanto para decidirme? No, en verdad; en manera alguna habría dejado yo que mi hermano se casara sin encontrarme presente a su matrimonio. En un plazo, pues, bastante breve comparecería ante Myra Roderich, antes de que hubiera llegado a convertirse en cuñada mía.

Por lo demás, según indicaba la carta, experimentaría yo gran placer y provecho no pequeño en visitar aquella región de Hungría, que es el país magiar por excelencia, cuyo pasado es tan rico en hechos heroicos y que, rebelde a toda fusión con las razas germánicas, ocupa un puesto de consideración en la historia de la Europa central.

En cuanto al viaje, he aquí en qué condiciones hube de resolverme a efectuarlo: a la ida, mitad en silla de posta y mitad por el Danubio, y a la vuelta, en silla de posta tan sólo.

Ese magnífico río está perfectamente indicado para el viaje, aun cuando no me embarcaría hasta llegar a Viena. De ese modo, si no recorría las setecientas leguas de su curso, vería al menos la parte más interesante, a través de Austria y de Hungría, hasta llegar a Raab, cerca de la frontera serbia, término de mi ansiado viaje.

Me faltaría tiempo para visitar las ciudades que el Danubio baña con sus aguas al separar la Valaquia y la Moldavia de la Turquía, después de haber franqueado las famosas Puertas de Hierro: Viddin, Nicópolis, Roustchouk, Silistria, Braila, Galatz, hasta su triple desembocadura en el Mar Negro.

Parecióme que tres meses habrían bastado para el viaje, según lo proyectaba. Emplearía un mes entre París y Raab. Myra Roderich tendría a bien no impacientarse en demasía y dignaríase conceder ese plazo al viajero. Tras una estancia de igual duración en la nueva patria de mi hermano, lo restante del tiempo estaría consagrado al regreso a Francia.

Puestos en orden y despachados algunos negocios urgentes, y habiéndome procurado los papeles y documentos que me pedía Marcos, me preparé para la marcha.

Mis preparativos, sumamente sencillos, no exigirían mucho tiempo, no pensaba abrumarme con numeroso equipaje; no llevaría conmigo más que un pequeño baúl, donde colocaría el traje de etiqueta que hacía necesario el solemne acontecimiento que me llamaba a Hungría.

No tenía yo por qué inquietarme del idioma del país, siéndome el alemán familiar desde un viaje que hice a través de las provincias del Norte. Por lo que hace a la lengua magiar, tal vez no experimentase gran dificultad en comprenderla; por lo demás, el francés se habla bastante en Hungría, entre las clases elevadas sobre todo, y mi hermano no se había visto nunca apurado en este particular más allá de las fronteras austriacas.

«Siendo usted francés, tiene derecho de ciudadanía en Hungría», dijo en otro tiempo un posadero a uno de nuestros compatriotas, y con esta frase tan cordial se hacía intérprete de los sentimientos del pueblo magiar respecto a Francia.

Escribí, pues, a Marcos, contestando a su última carta, rogándole manifestase a Myra Roderich que mi impaciencia era igual a la suya y que su futuro cuñado ardía en deseos de conocer a su futura cuñada; añadía que iba a partir sin pérdida de tiempo; pero que no me era posible precisar el día de mi llegada a Raab, toda vez que eso dependía de los azares e incidencias del viaje, daba, con todo, seguridades a mi hermano de que en modo alguno me detendría en el camino.

Así, pues, si la familia Roderich lo deseaba, podía, sin más dilaciones, proceder a señalar la fecha del matrimonio para los últimos días de mayo.

«Les suplico -decíales a modo de conclusión-, que me cubran de maldiciones, si cada una de mis etapas, no se halla marcada por el envío de una carta indicando mi presencia en tal o cual ciudad; escribiré algunas veces, las precisas para que la señorita Myra pueda evaluar el número de leguas que me separarán aún de su ciudad natal. Pero en todo caso anunciaré en tiempo oportuno mi llegada, a la hora y si es posible al minuto preciso. »

La víspera de mi partida, el 13 de abril, acudí al despacho del subjefe de policía, con quien me unía una cordial amistad, a despedirme y recoger mi pasaporte. Al entregármelo, me encargó saludase afectuosamente a mi hermano, a quien conocía por su reputación y personalmente, y de cuyos proyectos de matrimonio se hallaba enterado.

-Sé, además -agregó-, que la familia del doctor Roderich, en la que va a entrar su hermano, es una de las más respetables de Raab.

-¿Le han hablado a usted de ella? -pregunté.

-Sí, ayer precisamente, en el baile de la Embajada de Austria.

-Y, ¿quién le dio a usted esos informes?

-Un oficial de la guarnición de Budapest que hizo amistad con su hermano Marcos, durante la estancia de éste en la capital húngara, y de quien me ha hecho los mayores elogios. Su éxito fue muy lisonjero y la acogida que recibió en Budapest volvió a encontrarla en Raab, lo cual nada debe tener de sorprendente para usted, mi querido Vidal.

-Y ese oficial, ¿no ha sido menos caluroso en los elogios a la familia Roderich? -pregunté.

-En efecto. El doctor es un sabio en toda la extensión de la palabra; su renombre es grande en el reino austrohúngaro. Ha sido objeto de toda clase de distinciones, y en resumen, es una buena boda la que va a hacer su hermano, pues según tengo entendido, la señorita Myra Roderich es una muchacha lindísima.

-No le sorprenderá, mi querido amigo, que le diga que mi hermano Marcos la encuentra así, y que me parece muy enamorado de ella.

-Mejor que mejor, y ya me hará usted el obsequio de transmitir mis felicitaciones y mis fervientes votos a su hermano, cuya dicha tendrá el supremo don de despertar muchos celos... Pero -vaciló de pronto mi interlocutor- no sé si cometeré una indiscreción... diciéndole...

-¡Una indiscreción! -repetí.

-Sí... La señorita Myra Roderich... Después de todo, mi querido Vidal, es muy posible que su hermano no haya sabido nada.

-Explíquese usted, pues le confieso que no sé en absoluto a qué puede referirse.

-Pues bien; parece, lo que nada, por otra parte, tiene de extraño, que la señorita Roderich había sido ya muy solicitada, y especialmente por un personaje que, dicho sea de paso, no es un cualquiera. Esto es, por lo menos, lo que me ha contado mí oficial de la Embajada.

-¿Y ese rival?

-Fue despedido por el doctor Roderich.

-Entonces no hay por qué preocuparse por ello; por otra parte, si Marcos hubiese conocido un rival, me habría hablado de él en sus cartas, y nada me ha dicho, lo cual parece indicar que la cosa no tienen apenas importancia.

-En efecto, mi querido Vidal; pero como las pretensiones de ese personaje a la mano de la señorita Roderich hicieron bastante ruido en Raab, preferible es que se halle usted informado...

-Indudablemente, y ha hecho usted muy bien en prevenirme, toda vez que no se trata de simples rumores sin consistencia.

-No, los informes son muy serios...

-Pero el asunto no lo es -respondí-, y eso es lo principal.

En el momento de despedirme, pregunté:

-A propósito, ¿pronunció ante usted el oficial ese, el nombre del rival rechazado?

-Sí.

-¿Y se llama?

-Wilhelm Storitz.

-¿Wilhelm Storitz...? ¿Es hijo del químico, o del alquimista?

-Justamente.

-¡Caramba! Pues es el nombre de un sabio a quien sus descubrimientos han hecho célebre ya. ¿No murió?

-Sí, hace algunos años; pero su hijo vive.

-¡Ya!

-Y hasta, según mi comunicante, el tal Wilhelm Storitz es un hombre de temer.

-¿De temer? ¿Por qué?

-No sabría decir por qué; pero a creer al oficial de la Embajada, el tal individuo no es un hombre como los demás.

-¡Caramba! -exclamé alegremente-. ¡He aquí una cosa interesante! ¿Por ventura nuestro infeliz enamorado tendría tres piernas, o cuatro brazos, o aunque no sea más que un sexto sentido?

-No me lo han precisado -respondió riendo mi interlocutor-; me sentí, con todo, inclinado a suponer que el juicio se refería a la parte moral más bien que a la parte física de Wilhelm Storitz, de quien, si no me equivoco, convendría de todas maneras desconfiar.

-Se estará en guardia, mi querido amigo, por lo menos hasta el día en que la señorita Myra Roderich se haya convertido en la esposa de Marcos Vidal.

Dicho esto y sin inquietarme gran cosa por el asunto estreché cordialmente la mano del subjefe de policía y regresé a mi casa a terminar mis preparativos de viaje.

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