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El secreto de Wilhelm Storitz
Editado
© Miguel Gómez
26 de julio del 2002
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El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XVIII

¿Acarrearía un desenlace feliz aquella situación? ¿Quién podría suponerlo? ¿Cómo no pensar que Myra estaba como borrada, desaparecida para siempre del mundo visible?

Así es que a la inmensa dicha de haberla encontrado, se mezclaba el dolor y la pena, no menos inmensos, de que no apareciera ante nuestras miradas en toda su gracia y en toda su belleza.

Fácilmente podrá imaginarse lo que sería en tales condiciones la existencia de la familia Roderich.

No tardó Myra en darse cuenta del estado en que se encontraba. Al cruzar ante el espejo de la chimenea, no había visto su imagen. Se volvió hacia nosotros lanzando un grito de angustia, y no descubrió la sombra que su cuerpo debía producir.

Hubo que contárselo todo, en tanto que tristes sollozos se escapaban de su pecho, mientras Marcos, de rodillas ante el sillón en que ella acababa de sentarse, trataba en vano de calmar su dolor. La había amado visible y la amaría invisible. Aquella escena nos desgarraba el corazón.

Hacia el final de la velada, el doctor quiso que Myra subiese a la habitación de su madre. Era preferible que la señora Roderich supiese que estaba cerca de ella y que la oyese hablar, ya que no podía verla.

Pasaron algunos días. Lo que no habían podido hacer nuestros consuelos, lo hizo el tiempo. Myra se había resignado. Gracias a su grandeza de alma, pronto la vida pareció recobrar su curso normal. Myra nos prevenía de su presencia hablando al uno o al otro.

Yo la oía decir:

-Amigos míos, aquí estoy. ¿Necesitan algo? Voy a traérselo. Mi querido Enrique, ¿qué busca? ¿El libro que dejó usted sobre la mesa? Aquí lo tiene. ¿Por qué, mi querido Haralan, me miras con esos ojos tan tristes? Te aseguro que estoy contenta... Marcos, he aquí mis dos manos... déme el brazo, Enrique, daremos una vuelta por el jardín...

La adorable criatura no había querido que se introdujese cambio alguno en la vida de familia. Ella y Marcos pasaban muchas horas juntos, sin cesar ella de consolarle, afirmando que tenía confianza en el porvenir, que llegaría un día en que aquella invisibilidad cesara. ¿Abrigaba realmente esa esperanza?

No obstante, una sola modificación hubo de hacerse en nuestra vida familiar. Comprendiendo Myra cuan penosa resultaba su presencia en aquellas condiciones, no quiso sentarse con nosotros a la mesa.

Pero una vez terminada la comida, bajaba nuevamente al salón. Se la oía abrir y cerrar la puerta, diciendo: «Heme aquí», y no se separaba de nosotros hasta la hora de retirarse a su habitación, después de desearnos una buena noche.

Si la desaparición de Myra había producido tanta emoción en la ciudad, no hay que decir la que produjo su reaparición, no sé qué término emplear para ser exacto. De todas partes llegaron testimonios de la más viva simpatía, y las visitas afluyeron a la casa.

Myra había renunciado a todo paseo a pie por las calles de Raab. No salía sino en coche cerrado, acompañada por alguno de los suyos. Pero prefería a todo el sentarse en el jardín, junto a los seres que amaba.

Durante todo aquel tiempo, el jefe de policía, el gobernador y yo mismo nos obstinábamos en hacer sufrir al viejo Hermann interrogatorios tan numerosos como estériles.

Habiendo demostrado los acontecimientos su buena fe en lo relativo al rapto de Myra, no había por qué inquietarle acerca del particular; pero, ¿no podía suceder que conociera los secretos de su difunto amo? ¿No podía poseer la fórmula de Otto Storitz?

¡Qué remordimiento tan grande para el señor Stepark y para mí mismo, por haber obrado con tanta precipitación cuando descubrimos la cueva!

Sin aquella deplorable precipitación, lo que hicimos por Hermann hubiéramos podido hacerlo por Myra. Un solo frasco del misterioso líquido y nos hubiéramos visto libres de tantas angustias.

El crimen involuntario que el jefe de policía había cometido, y que yo dejé cometer, era sólo conocido de nosotros, y por un acuerdo tácito, ni entre nosotros mismos se había cambiado una sola frase acerca de él.

Cada uno de nosotros dos nos encarnizábamos con el desdichado Hermann, con la quimérica esperanza de arrancarle un secreto que sin duda no poseía.

Llegó, por fin, el día en que nos convencimos ambos de la inutilidad de nuestros esfuerzos y tentativas. Y como, en realidad, no había contra Hermann ningún cargo por el que pudiera ser llevado ante los Tribunales, fue preciso dejarle en libertad.

Pero la suerte había decidido que el pobre diablo no pudiese aprovecharse de ella. La mañana en que su carcelero fue a darle la noticia, se lo encontró muerto en su celda, a causa de una embolia, según demostró la autopsia.

De esta manera se desvaneció nuestra última esperanza. El secreto de Wilhelm Storitz quedaría desconocido para siempre.

En los papeles recogidos con ocasión del registro de la casa de Storitz, no se encontró otra cosa que fórmulas vagas y notas diversas sobre Física y Química, absolutamente incomprensibles para nosotros. Nada pudimos sacar en limpio acerca de la diabólica sustancia de que Wilhelm Storitz había hecho tan deplorable uso.

Así, pues, del mismo modo que el verdugo sólo se hizo visible al ser herido en el corazón por el sable del capitán Haralan, así su desventurada víctima, la pobre Myra, no reaparecería ante nosotros sino tendida sobre su lecho de muerte.

En la mañana del 24 de junio, mi hermano vino a encontrarme, y me pareció hallarse relativamente tranquilo.

-Mi querido Enrique -me dijo-, he querido darte cuenta de la resolución que he tomado y creo que la aprobarás.

-No lo dudo -respondí-; habla con toda confianza, pues estoy seguro que para decidirte habrás escuchado la voz de la razón.

-De la razón y del corazón. Myra sólo es mi mujer a medias; falta a nuestro matrimonio la consagración religiosa, ya que la ceremonia se vio interrumpida antes de ser pronunciadas las palabras sacramentales. Esto crea una situación falsa, a la que quiero poner fin por Myra, por su familia y por todo el mundo.

Estreché entre mis brazos a Marcos y le dije:

-Te comprendo, y no veo que pueda ponerse obstáculo alguno al cumplimiento de tus deseos.

-Sería verdaderamente monstruoso. Si el sacerdote no puede ver a Myra, puede oírla declarar que me acepta por marido, como yo la acepto por mujer. No creo que la autoridad eclesiástica ponga el menor reparo.

-No, querido Marcos, yo me encargo de todas las gestiones.

Dirigíme, en primer término, al cura que ofició en la misa de matrimonio, interrumpida por una profanación sin ejemplo. El venerable anciano me contestó que el caso había sido previamente examinado, y que el Arzobispo de Raab le había dado una solución favorable.

Aun cuando fuera invisible, no podía dudarse que la novia estaba viva y apta por consiguiente, para recibir el sacramento del matrimonio.

Habiéndose publicado hacía ya tiempo los edictos, nada se opuso a que la fecha de la ceremonia se fijase para el 2 de julio.

La víspera, Myra me dijo, como ya me dijera antes:

-Es para mañana, Enrique. No lo olvide.

Aquel segundo matrimonio fue, como el primero, celebrado en la catedral de San Miguel y en las mismas condiciones. Los mismos testigos, los mismos invitados de la familia Roderich y la misma afluencia de gente.

Una gran dosis de curiosidad se mezcló, naturalmente, a aquella ceremonia. Aún subsistían algunos temores entre la muchedumbre. Era cierto que Wilhelm Storitz había muerto, y que lo estaba asimismo su criado, el viejo Hermann. Pero más de uno se preguntaba si aquella segunda misa no se vería interrumpida, como la primera, y si algún prodigio no perturbaría de nuevo la ceremonia nupcial.

He allí a los dos esposos, en el coro de la catedral. El sillón de Myra parecía hallarse desocupado; pero en realidad no lo estaba.

Marcos, de pie y vuelto hacia ella, no podía verla, pero la sentía cerca de sí, la tenía cogida de la mano, como para atestiguar su presencia ante el altar.

Detrás se hallaban los testigos: el juez Neuman y el capitán Haralan; el teniente Armgard y yo; después el señor y la señora Roderich, la pobre madre de hinojos implorando del Todopoderoso un milagro para su hija. En torno se encontraban los amigos, las notabilidades de la población, y luego todo el pueblo.

Terminada la misa, que siguió los mismos trámites que la primera, el anciano celebrante se volvió hacia el pueblo.

-Myra Roderich, ¿está usted aquí? -preguntó.

-Estoy -respondió Myra. Luego dirigiéndose a Marcos:

-Marcos Vidal, ¿consiene en tomar a Myra Roderich, aquí presente, por esposa?

-Sí -respondió mi hermano.

-Myra Roderich, ¿consiente en tomar a Marcos Vidal, aquí presente, por esposo?

-Sí -respondió Myra con voz que fue oída de todos.

-Marcos Vidal y Myra Roderich -terminó el sacerdote-, yo los declaro unidos por el Santo Sacramento del Matrimonio.

Terminada la ceremonia, la multitud se agolpó en el camino que debían seguir los nuevos esposos. No se percibió el bullicio de rigor en tales ocasiones; todo el mundo callaba, estirando el cuello con la loca esperanza de descubrir algo; nadie quería ceder su puesto, y nadie, sin embargo, quería estar colocado en primera línea. A la vez sentíanse todos impulsados por la curiosidad y retenidos por un temor misterioso.

Por entre las dos filas de curiosos, los recién casados, los testigos y los amigos se encaminaron a la sacristía; allí, en los libros, a la firma de Marcos Vidal fue a unirse un nombre, el de Myra Roderich, un nombre trazado por una mano que no podía verse... ¡que no se vería jamás!

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