Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


El secreto de Wilhelm Storitz
Editado
© Miguel Gómez
26 de julio del 2002
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX

El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo VIII

Desde las primeras horas del día, la noticia de los incidentes ocurridos en casa de Roderich se extendió por toda la ciudad. Al principio, como yo me figuraba, el público no quería admitir que aquellos fenómenos fueran naturales. Y, sin embargo, lo eran; no podían menos de serlo. Pero dar de ellos una explicación racional y aceptable, ya era otra cosa.

No juzgo necesario decir que la velada terminó con la escena que he referido. Marcos y Myra parecían desolados; aquel ramo de esponsales pisoteado, el contrato desgarrado y roto aquella corona nupcial robada a nuestra vista. ¡Qué presagio tan funesto; qué augurio tan desfavorable en la víspera de una boda!

Durante el día que siguió, numerosos grupos se estacionaron ante la casa de Roderich, bajo las ventanas de la planta baja, que no habían vuelto a abrirse. La gente del pueblo, mujeres en su mayor parte, afluían al muelle Batthyani.

En aquellos grupos se charlaba y se comentaba los sucesos con gran animación; los unos exponían las ideas más extravagantes, en tanto que los otros se contentaban con lanzar inquietas miradas a la casa de Roderich.

Ni la señora Roderich ni su hija habían salido aquella mañana, según acostumbraban. Myra se había quedado al lado de su madre. Sumamente impresionada por las escenas de la víspera, estaba necesitada de descanso.

A las ocho abrió Marcos la puerta de mi habitación; venía acompañado del doctor y del capitán Haralan. Teníamos que cambiar impresiones, y tal vez adoptar algunas medidas urgentes, y era preferible que aquella conversación no tuviera lugar en la casa de Roderich. Mi hermano y yo habíamos regresado a altas horas de la noche, y desde muy temprano había salido Marcos en busca de noticias de la señora Roderich y de su prometida.

Luego, y a propuesta suya, el doctor y Haralan se habían apresurado a seguirle.

La conversación se entabló enseguida.

-Enrique -me dijo Marcos-, he dado orden de no dejar subir a nadie; aquí no se nos puede oír y estamos solos, completamente solos.

¡En qué estado se encontraba mi hermano! Su rostro radiante de ventura la víspera, aparecía mortecino y extraordinariamente pálido.

El doctor Roderich hacía esfuerzos por contenerse, al revés de su hijo, que con los dientes apretados, la mirada extraviada, estaba dominado por una cólera impotente.

Por mi parte, me prometí conservar toda mi sangre fría.

Mi primer cuidado fue, naturalmente, el de informarme del estado en que se encontraban la señora Roderich y su hija tras los incidentes de la pasada noche.

-Una y otra -me respondió el doctor- están impresionadas por los incidentes de ayer, y necesitarán algunos días para reponerse; Myra, sin embargo, muy afectada al principio, ha hecho un llamamiento a su energía y se esfuerza en tranquilizar a su madre. Espero que el recuerdo de esa velada se borrará pronto de su espíritu, y a menos que vuelvan a producirse esas deplorables escenas...

-¿Y por qué han de reproducirse? -dije yo-. No debe temerse eso, doctor. Las circunstancias en que se han producido esos fenómenos ( ¿puedo calificar de otro modo lo sucedido? ) no volverán a presentarse.

-¿Quién sabe? -replicó el doctor Roderich-. ¿Quién sabe? Por eso deseo vivamente que la boda se realice, pues comienzo a creer que las terribles amenazas que se me dirigieron...

El doctor no terminó esta frase, cuyo sentido era muy comprensible para el capitán Haralan y para mí; en cuanto a Marcos, que no tenía aún noticias de las últimas tentativas de Wilhelm Storitz, pareció no entender de lo que se hablaba.

El capitán Haralan tenía su opinión, pero guardó absoluto silencio, esperando, sin duda, que yo hubiese dado mi parecer acerca de los acontecimientos de la víspera.

-Señor Vidal -prosiguió el doctor-. ¿Qué piensa usted de todo ello?

Pensé que debía desempeñar el papel de un escéptico, que no quería tomar en serio las extrañas cosas de que habíamos sido testigos. Era preferible afectar no ver en ello nada singular y extraordinario, a causa de su misma inexplicabilidad; pero, en verdad, la pregunta del doctor no dejaba de embarazarme.

-Le confieso, señor Roderich -insinué-, que «todo ello», para servirme de su propia expresión, me parece no merecer que perdamos mucho tiempo en buscar su explicación. ¿Qué otra cosa se puede pensar sino que todos nosotros hemos sido víctimas de un bromista de mal género? Un mixtificador se deslizó entre los invitados y se ha permitido añadir a las distracciones del programa una escena de ventriloquia de un efecto deplorable. Usted sabe perfectamente con qué arte maravilloso se realizan hoy día esos ejercicios.

El capitán Haralan se había vuelto hacia mí y me miraba fijamente, como para leer en mis pensamientos; su mirada decía claramente: «No estamos aquí para satisfacernos con explicaciones de ese género. »

El doctor respondió:

-Me permitirá, señor Vidal, que no crea lo que usted me dice.

-Doctor -repliqué-, no veo otra explicación, a menos de una intervención, que yo, por mi parte, rechazo, una intervención sobrenatural...

-Natural -interrumpió el capitán Haralan-, pero debida a procedimientos cuyo secreto no poseemos nosotros.

-Sin embargo -insistí-, en lo que concierne a la voz oída ayer, y que era indudablemente una voz humana, ¿por qué no había de ser un efecto de ventriloquia?

El doctor movía la cabeza, como hombre absolutamente refractario a semejante explicación.

-Lo repito -dije-, no es imposible que un intruso haya penetrado en el salón con la intención de desafiar el sentimiento nacional de los magiares, de herir su patriotismo con ese Canto del odio, venido de Alemania.

Después de todo, esta hipótesis era plausible, desde el momento en que quería mantenerse dentro de los límites de los hechos puramente humanos. Pero aun admitiendo esa hipótesis, el doctor Roderich tenía una respuesta muy sencilla que dar, y la dio en estos términos:

-Si acepto la posibilidad de que un mixtificador pudo introducirse en la casa, y de que hemos sido testigos de una escena de ventriloquia, lo cual no puedo en modo alguno creer, ¿qué me dice del ramo, y del contrato desgarrado, de la corona arrebatada por una mano invisible?

La razón, en efecto, se resistía a creer que tales incidentes pudiesen atribuirse a un escamoteador, por hábil y diestro que fuera. Y sin embargo, ¡hay magos tan hábiles!

El capitán Haralan quiso remachar el clavo, invitando:

-Hable, mi querido Vidal; ¿es acaso su ventrílocuo quien destruyó aquel ramo, flor a flor, quien desgarró aquel contrato en mil pedazos, quien robó aquella corona, paseándola a través de los salones?

No contesté.

-¿Pretendería usted, por casualidad -añadió el capitán Haralan, animándose-, que hayamos sido todos víctimas de una ilusión?

No, la ilusión no era admisible, habiéndose verificado el hecho ante más de un centenar de personas. Tras algunos instantes de un silencio, que en manera algima trataba yo de romper, el doctor Roderich comentó:

-Aceptamos las cosas tal como son, y no intentemos dilucidar sus causas. Nos hallamos en presencia de hechos que parecen escapar a toda explicación natural, y que, sin embargo, no pueden ser negados. No obstante, permaneciendo dentro de los dominios de lo real, veamos si alguien, no un bromista de mal género, sino un enemigo, habrá querido, por venganza, turbar esa velada de esponsales.

Esto era, en suma, colocar la cuestión en su verdadero terreno.

-¡Un enemigo! -exclamó Marcos-. ¿Un enemigo de su familia o de la mía, señor Roderich? ¿Conoce usted alguno?

-Sí -afirmó el capitán Haralan-; el que antes que usted, Marcos, había pedido la mano de Myra.

-¿Wilhelm Storitz?

-Sí.

-¿Y por qué?

-Pues por eso, por no haber logrado lo que pretendía.

Pusimos entonces a Marcos al corriente de lo que aún ignoraba, refiriéndole el doctor la nueva tentativa que pocos días antes hiciera Wilhelm Storitz; supo así mi hermano la contestación terminante y categórica del doctor Roderich, y las amenazas formuladas por Wilhelm Storitz, amenazas de naturaleza tal que justificaban hasta cierto punto las sospechas que abrigábamos de que el desdeñado alemán hubiese intervenido de alguna manera en las escenas de la víspera.

-¡Y nada me habían dicho ustedes de eso! -exclamó Marcos-. ¡Tan sólo hoy, cuando Myra está amenazada, es cuando me lo advierten! Pues bien, corro al encuentro de Wilhelm Storitz, y yo sabré a qué atenerme.

-Déjenos a nosotros ese cuidado, Marcos. Ha sido la casa de mi padre la que se ha visto manchada por su presencia. Es, pues, cosa nuestra.

-¡Pero es mi prometida la que ha sido insultada! -respondió Marcos, que a duras penas podía contenerse.

Era evidente que la cólera les cegaba a ambos. Que Wilhelm Storitz hubiese intentado vengarse de la familia Roderich y que tratase de llevar a efecto sus amenazas, pase; pero que hubiera intervenido en las escenas de la víspera, desempeñando personalmente algún papel, era del todo inadmisible. Mas no era con simples presunciones como podía acusársele y decir: «Usted se encontraba ayer noche en la mansión Roderich, en medio de los invitados. Usted fue quien trató de insultarnos con el Canto del odio; usted fue quien desgarró el contrato y destrozó el ramo de esponsales. Y por último, fue usted quien robó la corona nupcial. »

Nadie le había visto.

Por otra parte, ¿no le habíamos encontrado nosotros en su casa? ¿No fue él mismo quien nos abrió la puerta?

Era cierto que nos hizo esperar bastante tiempo, tiempo más que suficiente en todo caso para permitirle regresar de la casa de Roderich; pero, ¿cómo admitir que pudiera hacer ese trayecto sin ser visto por el capitán Haralan o por mí?

Repetí todo esto e insistí en que Marcos y el capitán Haralan tuviesen en cuenta mis observaciones, cuya lógica no podía menos de reconocer el doctor Roderich.

Pero ambos jóvenes se encontraban demasiado excitados para prestarme oídos, y uno y otro querían ir inmediatamente a la casa del bulevar Tekeli.

Por fin, y tras larga y empeñada discusión, hubo de adoptarse el único partido razonable: el partido que yo propuse en los siguientes términos:

-Amigos míos, trasladémonos al Ayuntamiento y pongamos al jefe de policía al corriente del asunto, si es que no lo está ya. Démosle cuenta de la situación en que ese alemán se halla respecto de la familia Roderich, y de qué clase de amenazas ha proferido contra Marcos y su prometida. Expongamos las sospechas que pesan sobre él, y hasta declaremos que asegura disponer de medios que pueden desafiar todo poder humano. Quizá sea bravata pura; de todas maneras al jefe de policía corresponderá el ver si pueden adoptarse algunas medidas contra ese extranjero.

¿No era esto lo mejor, y hasta lo único que en aquellas circunstancias podía hacerse?

En estos asuntos la policía puede intervenir de un modo más eficaz que los particulares. Si el capitán Haralan y Marcos se hubieran dirigido a casa de Wilhelm Storitz, tal vez no se habría abierto la puerta ante ellos. ¿Iban a intentar penetrar a la fuerza? ¿Con qué derecho? Pero ese derecho que ellos, particulares, no tenían, lo poseía la policía; a ella, pues, y sólo a ella correspondía que nos dirigiésemos.

De acuerdo todos se decidió que Marcos volviese a la casa de Roderich, en tanto que el doctor, el capitán Haralan y yo nos dirigíamos al ayuntamiento.

Eran entonces las diez y media; todo Raab conocía ya los incidentes de la víspera. Al ver, pues, al doctor y a su hijo dirigirse al ayuntamiento, fácil era adivinar los motivos que allí les conducían. Cuando hubimos llegado, el doctor se hizo anunciar al jefe de policía, quien inmediatamente dio orden de que se nos introdujera en su despacho.

El señor Henrich Stepark era un hombre de pequeña estatura, de rostro enérgico y mirada interrogadora, de una perspicacia y una inteligencia notables y de espíritu práctico y golpe de vista seguro. En diversas ocasiones había dado pruebas de gran habilidad. Podía tenerse la seguridad de que haría lo humanamente posible para aclarar los misteriosos sucesos del hotel Roderich. Pero ¿podía intervenir útilmente en circunstancias tan particulares que llegaban a traspasar los límites de lo verosímil?

El jefe de policía conocía, como todo el mundo, los detalles de aquel asunto, excepción hecha, claro está de aquello que sólo era conocido por el doctor, por el capitán Haralan y por mí.

-Esperaba su visita, señor Roderich -dijo después de los saludos de rigor-, y si usted no hubiera venido a mi despacho hubiera ido yo a su casa. Supe anoche mismo que en su casa habían sucedido cosas extrañas y que sus invitados habían experimentado un terror bastante lógico. Añadiré que ese terror se ha comunicado a toda la población, y se me figura que Raab tardará algún tiempo en recobrar la tranquilidad.

Comprendimos por estas palabras que lo más sencillo era esperar y aguardar con calma las preguntas del señor Stepark.

-Le preguntaré, en primer término, señor doctor, si ha incurrido en el odio de alguien, y si cree que a consecuencia de semejante odio ha podido intentarse una venganza contra su familia, y precisamente a propósito del matrimonio proyectado entre la señorita Myra Roderich y el señor Marcos Vidal.

-Así lo creo -respondió el doctor.

-¿Y de quién se trata?

-De un individuo llamado Wilhelm Storitz.

El capitán Haralan fue quien pronunció este nombre. El jefe de policía no pareció experimentar la menor sorpresa.

El doctor explicó entonces al señor Stepark que Wilhelm Storitz había pedido la mano de Myra Roderich; que más tarde había renovado su petición, y que tras una nueva negativa amenazó con impedir la boda, valiéndose de medios que desafiaban todo poder humano.

-Sí, sí -dijo el señor Stepark-, y comenzó rompiendo el edicto del matrimonio sin que fuera posible descubrirle.

Todos nosotros fuimos de esta opinión.

Nuestra unanimidad, con todo, no explicaba el fenómeno, a menos de atribuirlo a alguna hechicería. Pero la policía se mueve en el dominio de la realidad, no es costumbre suya detener espectros, sino gentes de carne y hueso. El que arrancó el edicto, el destructor del ramo, y el ladrón de la corona, era y tenía que ser un ser humano perfectamente apresable. No faltaba más que detenerle.

El señor Stepark reconoció lo bien fundado de nuestras sospechas y de las pruebas irrefutables que se alzaban contra Wilhelm Storitz.

-Ese individuo -dijo- me ha parecido siempre sospechoso, aun cuando jamás haya recibido queja alguna contra él. Su existencia es misteriosa. No se sabe cómo ni de qué vive. ¿Por qué abandonó Spremberg, su ciudad natal? ¿Por qué un prusiano de la Prusia meridional ha venido a establecerse en este país magiar, tan poco simpático a sus compatriotas? ¿Por qué se ha encerrado con un anciano criado en esa casa del bulevar Tekeli, donde jamás penetra nadie? Lo repito, todo eso me parece sospechoso, muy sospechoso.

-¿Qué piensa usted hacer, señor Stepark? -preguntó el capitán Haralan.

-Lo más indicado -respondió el jefe de policía- es hacer un registro en esa casa, donde tal vez encontremos algún documento, algún indicio.

-Mas para esas pesquisas necesitará usted una autorización del gobernador, ¿verdad? -preguntó el doctor.

-Se trata de un extranjero que ha dirigido amenazas a su familia. Su Excelencia concederá esa autorización, no lo dude usted.

-El gobernador se encontraba en la velada de esponsales -observé.

-Lo sé, señor Vidal, y ya me ha hecho llamar a propósito de los extraños hechos de que fue testigo.

-¿Se los explicaba? -preguntó el doctor.

-No, no hallaba ninguna explicación razonable.

-Pero -dije yo- cuando sepa que Wilhelm Storitz está mezclado en este asunto...

-Sentirá los más vehementes deseos de esclarecerlo -respondió el señor Stepark-; tengan la bondad de esperarme, señores; voy directamente al palacio y antes de media hora traeré conmigo la autorización para llevar a cabo las pesquisas necesarias en la casa del bulevar Tekeli.

-Adonde nosotros le acompañaremos -dijo el capitán Haralan.

-Perfectamente, si así lo desea usted, capitán, y usted, señor Vidal -manifestó el jefe de policía.

-Pues yo regreso a casa, donde les aguardaré para cuando terminen el registro -dijo el doctor.

-Y después que hayamos arrastrado al individuo, si a ello hubiere lugar -declaró el señor Stepark, que me pareció decidido a llevar el asunto con toda actividad.

Partió el jefe de policía en dirección al palacio del gobernador, y el doctor salió al mismo tiempo que él, dirigiéndose a su casa, donde iríamos a encontrarle.

El capitán Haralan y yo nos quedamos en el despacho del señor Stepark haciendo comentarios acerca de los sucesos que nos preocupaban, íbamos por fin a franquear las puertas de aquella casa. ¿Se encontraría en ella su propietario? Preguntábame yo, inquieto, si el capitán Haralan podría contenerse cuando nos hallásemos en presencia de Wilhelm Storitz.

Tras una media hora de ausencia regresó el señor Stepark trayendo la autorización para proceder al registro, y adoptar todas aquellas medidas que le pareciesen necesarias.

-Ahora, señores -nos dijo-, tengan la bondad de salir antes que yo. Yo iré por un lado y mis agentes por otro, y dentro de veinte minutos nos encontraremos en la casa Storitz. ¿Convenido?

-Convenido -respondió el capitán.

Y ambos, salimos del ayuntamiento y bajamos hacia el muelle Batthyani.

Línea divisoria

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.