El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XIII
Los fenómenos a que habíamos asistido en
la Catedral de Raab y aquellos otros de que había sido teatro la
casa de Roderich, tendían al mismo objetivo.
Su origen era el mismo.
Wilhelm Storitz era el único autor.
¿Resultaba admisible que semejantes
fenómenos fuesen debidos a un juego de magia e
ilusionismo?
Me veía forzado a responderme negativamente.
No, ni el escándalo de la iglesia ni el robo de
la corona nupcial podían atribuirse a un escamoteo. Yo llegaba a
suponer seriamente que aquel alemán había heredado de su
padre algún secreto científico, el de un descubrimiento
ignorado que le diera el poder de permanecer invisible.
¿Por qué no, después de todo?
¿Por qué ciertos y determinados rayos
luminosos no habrían de tener la propiedad de atravesar los
cuerpos opacos, como si esos cuerpos fuesen translúcidos?
Pero ¿dónde iba yo a parar? Todas ellas
no eran sino conjeturas ridículas y nada más, y yo me
guardaría mucho de exponerlas a nadie.
Habíamos recogido a Myra sin que hubiese
recobrado el conocimiento. Se la transportó a su
habitación, depositándola sobre el lecho. Pero los
cuidados que se le prodigaron no consiguieron volverla en sí;
permanecía inerte, insensible, a pesar de los esfuerzos del
impotente doctor.
Sin embargo, respiraba, vivía;
preguntábame yo cómo había podido sobrevivir a
tantas pruebas, cómo no había muerto tras aquella
última emoción.
Muchos de los colegas del doctor Roderich corrieron al
hotel. Rodearon el lecho de Myra, extendida, sin movimiento, cerrados
los ojos, el rostro con una palidez de cera, el pecho levantado por los
irregulares latidos del corazón, la respiración reducida
a un suspiro, que podía extinguirse de un momento a otro.
Marcos tenía entre las suyas sus manos;
lloraba... la llamaba:
-¡Myra! ¡Mi querida Myra!
Con voz entrecortada por los sollozos, la
señora Roderich repetía en vano:
-¡Myra, hija mía! ¡Estoy
aquí, a tu lado! ¡Soy tu madre!
La joven no abría los ojos, y seguramente no la
oía.
Los médicos, sin embargo, habían
ensayado los más enérgicos remedios. Llegó un
momento en que pareció que la enferma iba a recobrar el
conocimiento. Sus labios comenzaron a balbucear palabras vagas, cuyo
sentido fue imposible adivinar. Sus dedos se agitaron entre las manos
de Marcos, y sus ojos se entreabrieron, pero ¡qué mirada
tan incierta la que se percibió a través de los
semicerrados párpados!
¿Qué mirada aquélla, en la que se
veía la ausencia de la inteligencia!...
Marcos hubo de comprenderlo enseguida:
De pronto retrocedió lanzando este grito:
-¡Loca!... ¡Loca!...
Me precipité hacia él y le sostuve, con
ayuda del capitán Haralan, preguntándome mentalmente si
también él iba a perder la razón; menester fue
arrastrarle a otra habitación, donde los médicos lucharon
contra aquella crisis, cuyo resultado podía ser fatal.
¿Cuál sería el desenlace de aquel
drama? ¿Podía esperarse que Myra llegase con el tiempo a
recobrar la inteligencia; que los cuidados que se le prodigaran
lograsen triunfar del extravío de su espíritu; que
aquella locura, en fin, fuese sólo pasajera?
Cuando el capitán Haralan se encontró
conmigo a solas, me dijo:
-¡Es preciso acabar!
-¿Acabar ? ¿Y cómo?
Imposible dudar un punto de que Wilhelm Storitz
hubiese regresado a Raab y fuese el autor de aquella
profanación; pero ¿dónde encontrarle y cómo
hacer presa en aquel ser invisible?
¿Cuál, por otra parte, sería la
impresión que producirían los hechos en la ciudad?
¿Se resignarían a aceptar una explicación natural
de tan sorprendentes y extraños fenómenos?
Ya he tenido ocasión de hacer notar que los
magiares tienen una tendencia natural a lo maravilloso, y la
superstición es imposible de desarraigar entre las clases
ignorantes. Claro que para las personas instruidas aquellos
extraños fenómenos no podían ser efecto sino de
algún descubrimiento físico o químico. Mas cuando
se trata de espíritus poco cultivados, nada puede explicarse sin
la intervención del diablo, y Wilhelm Storitz iba a pasar por
ser el diablo en persona.
No era, en efecto, posible pensar en ocultar las
circunstancias en que aquel extranjero, contra quien había
expedido el gobernador de Raab un decreto de expulsión,
había intervenido. Lo que hasta entonces habíamos
mantenido en secreto no podía continuar en la sombra
después del escándalo de San Miquel.
Al día siguiente la ciudad se hallaba en plena
ebullición; se relacionaban los acontecimientos de casa Roderich
con los de la catedral, conociéndose por fin el lazo que
unía entre sí los diversos incidentes.
En todas las familias, en todos los hogares no se
pronunció aquel nombre de Wilhelm Storitz sin que evocase el
recuerdo, el fantasma podríamos decir, de un personaje
extraño cuya vida se deslizaba entre las silenciosas paredes y
las cerradas ventanas de la morada del bulevar Tekeli.
No debe, por consiguiente, causar admiración el
que digamos que tan pronto como se conoció la noticia, la
población en masa se dirigió hacia ese bulevar,
arrastrada por una fuerza irresistible, de la que tal vez no se daba
cuenta.
Del mismo modo se había congregado la
muchedumbre en el cementerio de Spremberg; pero allí los
compatriotas del sabio esperaban asistir a algún prodigio, y
ningún sentimiento de animosidad les impulsaba; mientras que,
por el contrario, allí había una explosión de
odio, una necesidad de venganza, justificada por los actos de semejante
malvado.
No se olvide, por otra parte, para formar juicio
acertado del estado de los ánimos, el horror que necesariamente
debía inspirar a aquella ciudad tan religiosa el
escándalo de que acababa de ser teatro la Catedral.
Semejante sobreexcitación no podía dejar
de ir en aumento; la mayor parte se resistía a aceptar una
explicación natural de aquellos fenómenos, en verdad
incomprensibles en absoluto.
El gobernador de Raab, que no pudo menos de
preocuparse de la exaltación en que la población se
encontraba, hubo de encarecer al jefe de policía la necesidad de
adoptar urgentemente todas las medidas que la situación
reclamaba.
Era menester hallarse dispuestos a defenderse contra
los efectos de un pánico que podría llevar aparejadas las
más graves consecuencias.
Preciso era, además, puesto que había de
revelarse el nombre y la intervención de Wilhelm Storitz,
proteger la casa del bulevar Tekeli, ante la que se congregarían
centenares de obreros, de campesinos y de toda clase de gentes, y
defenderla contra la invasión, el saqueo y la
destrucción. Mis pensamientos, sin embargo, iban evolucionando
insensiblemente, y llegaba hasta a discutir muy en serio una
hipótesis, que en los primeros momentos había rechazado
de plano.
Si tal hipótesis era fundada, si existía
realmente un hombre dotado del poder de hacerse invisible, lo que tal
vez fuese increíble, pero que no creía yo debiera
rechazarse en absoluto; si la leyenda del anillo de Giges, en la Corte
del rey de Cándale, había llegado a convertirse en
realidad, la tranquilidad pública se hallaba totalmente
comprometida, y no habría en lo sucesivo seguridad personal.
Toda vez que Wilhelm había regresado a Raab sin
que nadie le hubiera podido ver, nada se oponía a que continuase
en Raab, sin que hubiera medio de asegurarse de ello y de echarle mano
para satisfacer la indignación pública.
Otro objeto de temor: ¿habría guardado
para él solo el secreto de aquel descubrimiento que le
había legado seguramente su padre? ¿No lo
utilizaría también su criado Hermann? ¿No
habría asimismo otros que se aprovechasen de él?
¿Quién, desde aquel momento, podría impedirles que
se introdujesen en los domicilios cómo y cuándo les
pluguiese y mezclarse a la existencia de sus habitantes? Aun estando
uno encerrado en su propia habitación, ¿podría
tener la seguridad de estar solo, de no ser oído y de no ser
visto, a menos de sumirse en una oscuridad completa?
Por otra parte, en las calles, el temor constante de
ser seguido sin saberlo por algún ser invisible que no le pierde
a uno de vista y que puede hacer de uno lo que se le antoje...
¿Qué medio podía emplearse para sustraerse a los
atentados de toda clase, de que se podía ser víctima a la
hora menos pensada? ¿No venía esto a constituir en un
plazo más o menos largo, la anulación de la vida
social?
Recordamos entonces lo que había acontecido en
la plaza del mercado y que el capitán Haralan y yo presenciamos.
Un hombre había sido violentamente derribado, y según sus
afirmaciones, por un agresor invisible. Todo inducía a creer por
lo tanto que aquel hombre había dicho la verdad. Sin duda fue
derribado por Wilhelm Storitz, por su criado Hermann o por cualquier
otro individuo. Todo el mundo comenzó a pensar, naturalmente, en
lo que a sí mismo podía ocurrirle. Cuando más
tranquilo y descuidado se estuviera, podía verse uno expuesto a
análogos encuentros, imposibles de prever y de evitar.
Después volvieron a la memoria ciertas
particularidades: el edicto de la boda arrancado en la catedral, y
cuando el registro en la casa del bulevar Tekeli, el ruido de pasos
percibido en las habitaciones, y aquella redomita caída y hecha
pedazos inopinadamente y con tanta oportunidad.
Pues bien; él se encontraba entonces
allí y, muy verosímilmente, estaba también su
criado; no habían salido de la ciudad, como nosotros supusimos,
en seguida de la velada de esponsales, y esto explicaba el agua
jabonosa de la alcoba y el fuego en el hornillo de la cocina.
Sí; ambos asistían a las pesquisas en el
patio, en el jardín de la casa, y al huir, fue precisamente
cuando derribaron al agente de policía que estaba de guardia al
pie de la escalera.
Si habíamos nosotros encontrado la corona
nupcial en la terraza, fue porque Wilhelm Storitz, sorprendido por el
registro, no tuvo tiempo de deshacerse de ella.
En lo que me concernía, los incidentes que
habían señalado mi viaje por el Danubio se explicaban
ahora suficientemente. ¡El pasajero que yo creía
desembarcado en Vukovar, continuó invisible a bordo!
«Así, pues -pensaba yo-, él sabe
producir esa invisibilidad de un modo instantáneo; aparece o
desaparece a su sabor, como los magos, y al propio tiempo que a
sí mismo sabe hacer invisibles los vestidos que le cubren, si
bien no los objetos que tiene en la mano, ya que nosotros pudimos ver
el contrato desgarrado, el ramo destrozado, la corona robada y las
alianzas lanzadas a través de la nave de la catedral.
»Aquí, sin embargo, no se trata de magia,
de palabras cabalísticas, de encantamientos ni de
brujerías. Permanecemos en los dominios de los hechos
naturales.
»Es evidente que Wilhelm Storitz posee la
fórmula de una composición determinada, y que basta
absorber esa composición...
»Pero, ¿cuál es esa
composición?
»Indudablemente, la que se hallaba encerrada en
aquella redoma que se rompió, y cuyo contenido vimos evaporarse
tan rápidamente.
»Lo que ignoramos es la fórmula de esa
composición.
»¿La conoceremos alguna vez? Mucho nos
importaría, pero debemos desesperar de conseguir conocerla.
»En cuanto a la persona misma de Wilhelm
Storitz, dado que se haga completamente invisible, ¿no
será posible tampoco apoderarse de ella? Si escapa al sentido de
la vista, no escapará, a lo que yo imagino, al sentido del
tacto. Su envoltura material no pierde ninguna de las tres dimensiones
comunes a los cuerpos, longitud, latitud y profundidad; allí
está siempre, en carne y hueso, como suele decirse.
«Invisible, sea; pero intangible, no; eso
está bien para los fantasmas y aquí no se trata de
ningún fantasma.
»Que la casualidad haga que se le pueda coger
por los brazos o por las piernas o la cabeza y se le podrá
sujetar, aunque no se le vea. Y por admirable y sorprendente que sea la
facultad de que dispone, no le permitirá pasar a través
de las paredes de una cárcel.»
Eran éstos, razonamientos y suposiciones,
más o menos aceptables, pero que no hacían que la
situación fuera menos inquietante, y menos comprometida la
seguridad pública y la tranquilidad de todos.
Nadie se consideraba seguro ni dentro ni fuera de las
casas, ni de día ni de noche. El menor ruido en las
habitaciones, un chasquido en el pavimento, una persiana agitada por el
viento, el zumbido de un insecto en las orejas, el soplo de la brisa
por una puerta, o una ventana mal cerrada, todo absolutamente
parecía sospechoso.
Durante el trajín de las faenas
domésticas, las comidas y las veladas, en la noche, durante el
sueño, admitiendo que el sueño fuese entonces posible,
jamás se sabía si algún intruso había
penetrado en la habitación. Si Wilhelm Storitz u otro se
encontrarían allí, espiando nuestros pasos, escuchando
nuestras palabras, penetrando, en suma, los más íntimos
secretos de las familias.
Podía, sin duda, ocurrir que aquel
alemán hubiese salido de Raab y regresado a Spremberg. Sin
embargo, reflexionando sobre ello (tal era la opinión del doctor
Roderich y del capitán Haralan, así como la del
gobernador y del jefe de policía), ¿podía
razonablemente admitirse que Wilhelm Storitz hubiese puesto fin a sus
deplorables ataques?
Si había dejado que la concesión de la
licencia tuviera lugar, era indudablemente porque a la sazón no
había regresado de Spremberg; pero había interrumpido la
boda, y ¿no era de presumir que intentase hacer de nuevo lo
mismo si Myra llegaba a recobrar la razón? ¿Por
qué había de haberse extinguido el odio que experimentaba
hacia la familia Roderich antes de satisfacerlo por completo?
¿No respondían bastante elocuentemente a estas preguntas
las amenazas que resonaron en las naves de la catedral?
No, no se había dicho aún la
última palabra de aquel triste asunto, y estaba uno en su
derecho al temerlo todo, pensando en los medios de que disponía
aquel hombre para la realización de sus designios y proyectos de
venganza.
En efecto: por vigilada que estuviese noche y
día la casa de Roderich, ¿no llegaría a
introducirse en ella? Y una vez dentro, ¿no obraría como
mejor le conviniese?
Puede juzgarse, en vista de esto, la obsesión
de los espíritus, lo mismo de aquellos hechos positivos, que de
aquellos otros que se entregaban a las exageraciones de una
imaginación calenturienta.
Pero, en fin, ¿existía un remedio a
aquella situación?
Yo no veía ninguno, lo confieso.
La marcha de Marcos y Myra no hubiese cambiado la
situación. ¿No tenía Wilhelm Storitz el poder de
seguirles con toda libertad? Esto sin contar con que el estado en que
se encontraba Myra apenas le permitiría salir de Raab.
Por el momento, ¿dónde se encontraba
nuestro inapresable enemigo?
Nadie habría sido capaz de decirlo con certeza,
si una serie de acontecimientos no hubieran venido a demostrarnos,
golpe tras golpe, que se obstinaba en permanecer en medio de una
población a la que desafiaba y aterrorizaba impunemente.
El primero de estos acontecimientos hubo de llevar al
colmo nuestra desesperación.
Dos días justos habían transcurrido
desde la terrible escena de la iglesia de San Miguel, sin que ninguna
mejoría se hubiese manifestado en la salud de Myra, siempre
privada de razón, y que continuaba entre la vida y la muerte;
estábamos a 3 de junio. Después del almuerzo, toda la
familia Roderich, incluso mi hermano y yo, se hallaba reunida en la
galería, y discutíamos, cuando una carcajada
verdaderamente satánica resonó en nuestros
oídos.
Nos levantamos dominados por el espanto; Marcos y el
capitán Haralan, arrastrados por una especie de frenesí,
se lanzaron, con un mismo impulso, hacia la parte de la galería
de donde parecía venir aquella espantosa carcajada, pero a los
pocos pasos se detuvieron. Todo ocurrió en dos segundos.
En dos segundos vi fulgurar una hoja brillante,
describiendo en la luz su curva homicida; vi vacilar a mi hermano, y al
capitán Haralan recibirle en sus brazos.
Me precipité en su socorro en el momento mismo
en que una voz (aquella voz que al presente todos nosotros
conocíamos tan bien) pronunciaba, con el acento de una indomable
energía:
-¡Jamás Myra Roderich será la
mujer de Marcos Vidal, jamás!
En seguida, un violento soplo de aire hizo vacilar las
arañas, se abrió y volvió a cerrarse
rápidamente con gran estrépito la puerta del
jardín, y comprendimos que nuestro implacable adversario se nos
escapaba una vez más.
El capitán Haralan y yo extendimos a mi hermano
sobre un diván, y el doctor Roderich examinó la herida;
por fortuna, no era grave; la hoja del puñal había
resbalado sobre el omoplato izquierdo, de arriba abajo, y todo se
reducía a una espectacular herida que, a pesar de su aspecto,
estaría curada en un par de días; por esta vez, el
asesino se había visto defraudado en sus intentos, pero
¿ocurriría siempre lo mismo?
Marcos fue curado y transportado al hotel Temesvar,
instalándome yo a su cabecera, donde, sin dejar de velarle, me
absorbí en el examen del problema puesto a mi sagacidad, y que
era preciso resolver, costara lo que costase, pues corrían
peligro de muerte los seres que me eran más queridos.
No había dado aún, lo confieso, ni el
primer paso en el camino de la solución anhelada, cuando
sobrevinieron otros acontecimientos, nada dramáticos en verdad,
pero extraños e incomprensibles, y que me dieron mucho que
pensar.
La noche de aquel mismo día 3 de junio, una luz
potente, que fue vista desde la plaza Kurtz y desde el mercado Coloman,
apareció en la ventana más alta de la torrecilla del
reloj del ayuntamiento. Una mecha ardiendo se bajaba, se alzaba, se
agitaba, como si algún incendiario hubiese pretendido prender
fuego al edificio.
El jefe de policía y sus agentes,
lanzándose fuera del puesto central, llegaron rápidamente
al final de la torrecilla.
La luz había desaparecido y, como ya se
figuraba el señor Stepark, no se encontró a nadie. El
individuo digamos Wilhelm Storitz, había tenido tiempo de huir,
o permanecer oculto en algún rincón.
Al día siguiente por la mañana, nuevo
desafío lanzado a la ciudad entera, presa ya de una verdadera
locura.
Acababan de dar las diez y media cuando resonó
un siniestro campaneo, una especie de toque a rebato.
Aquella vez no era un hombre solo, pues era imposible
que un hombre pusiese en movimiento tantas campanas. Era preciso que
Wilhelm Storitz estuviese ayudado por muchos cómplices, o,
cuando menos, por su criado Hermann.
Los habitantes, aun de los barrios más
apartados, corrieron espantados a la plaza de San Miguel; de nuevo se
presentó la policía y subió a lo más alto
de la torre...
Pero en vano la recorrieron y husmearon en todos
sentidos. ¡Nadie! ¡Nadie!
Cuando los agentes habían llegado a la
escalera, las campanas enmudecieron y no se halló ni rastro de
los invisibles campaneros autores de aquella alarma.
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