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El secreto de Wilhelm Storitz
Editado
© Miguel Gómez
26 de julio del 2002
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El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XVI

¡Myra desaparecida ...!

Cuando aquel grito resonó en la casa, pareció no comprenderse su significación. ¡Desaparecida! Eso no tenía sentido. ¡Era inverosímil, absurdo!

Media hora antes, la señora Roderich y Marcos se encontraban aún en la habitación donde Myra reposaba en su lecho, vestida ya con traje de viaje, tranquila, con la respiración normal, hasta el punto de parecer que dormía. Un momento antes había tomado alimento de mano de Marcos, que había bajado en seguida para comer. Terminada la comida el doctor y mi hermano habían subido para transportarla a la berlina y no la vieron sobre su lecho. ¡La habitación estaba vacía!

-¡Myra! -gritó Marcos, precipitándose hacia la ventana, que intentó abrir, sin poder conseguirlo: estaba cerrada. El rapto, si rapto había habido, no pudo verificarse por aquella parte a través de la ventana.

La señora Roderich y el capitán Haralan acudieron a nuestros gritos.

-¡Myra ...! ¡Myra ...!

Que no respondiese, se comprendía, y no era una respuesta lo que de ella se esperaba. Pero, ¿cómo explicar que no estuviese en su habitación? ¿Era posible que ella hubiera dejado su lecho, atravesado la habitación de su madre y bajado la escalera sin que alguien la hubiera visto?

Me ocupaba en disponer los bultos pequeños en las berlinas, cuando percibí los gritos y subí corriendo al primer piso.

El doctor y mi hermano, que repetía incesantemente el nombre de su mujer, iban y venían como dos locos.

-¿Myra? -pregunté yo-. ¿Qué quieres decir, Marcos?

El doctor apenas tuvo fuerzas para contestarme:

-¡Mi hija... desaparecida!

Menester fue depositar sobre un lecho a la señora Roderich, que acababa de perder el sentido. El capitán Haralan, con el rostro convulso, los ojos encendidos, trémulo de ira, vino a mí, exclamando:

-¡ Él! ¡ Siempre él!

Yo, no obstante, trataba de reflexionar.

Era muy difícil sostener la opinión del capitán Haralan. No era admisible que Wilhelm Storitz hubiese conseguido introducirse en la casa a pesar de las precauciones adoptadas. Era concebible que se hubiese aprovechado del inevitable desorden que ocasiona un viaje, mas para eso era menester que hubiera estado en acecho para aprovechar el menor descuido, y que hubiese operado con una prodigiosa rapidez.

Por lo demás, aun admitiendo todas esas hipótesis, un rapto así era inexplicable. Yo, no me había separado de la puerta de la galería, ante la cual estaba la berlina; ¿cómo, pues, habría podido Myra franquear aquella puerta para ganar la del jardín sin haber sido vista por mí? Bueno que Wilhelm Storitz fuese invisible, ¿pero ella?

Volví a la galería y llamé al criado. Cerrada con doble vuelta la puertecilla del jardín que da al bulevar Tekeli, recorrimos la casa de arriba abajo, sin perdonar ni el menor rincón. Lo mismo hicimos con el jardín.

No encontramos a nadie...

Volví al lado de Marcos. Mi pobre hermano lloraba convulsivamente.

Lo primero que, a mi juicio, debía hacerse, era prevenir al jefe de policía.

-Voy al ayuntamiento, venga conmigo -dije al capitán Haralan.

La berlina continuaba esperando. Tomamos asiento en ella y en pocos minutos estuvimos en la plaza Kurzt.

El jefe de policía estaba aún en su despacho. Le puse al corriente de lo ocurrido. Aquel hombre, acostumbrado a no sorprenderse por nada, no pudo entonces disimular su estupefacción ante la noticia.

-¡La señorita Roderich, desaparecida! -exclamó.

-Sí, parece imposible, pero así es. Fugitiva o raptada, ella no está en casa.

-Debe de ser cosa de Storitz -murmuró el jefe. La opinión del jefe de policía era la misma que la del capitán Haralan.

Pasado un instante, añadió:

-Ése es, sin duda, el golpe maestro de que hablaba su criado.

El señor Stepark tenía razón. Sí, Wilhelm Storitz nos había prevenido, de cierta manera, del mal que se proponía hacernos. Y nosotros, insensatos, no habíamos tomado ninguna medida, ni adoptado precauciones para defendernos y hacer fracasar sus planes.

-Señores -dijo el jefe de policía-, ¿quieren ustedes acompañarme a la casa?

-Al instante -respondí.

-Estoy listo en seguida. Sólo necesito el tiempo preciso para dar algunas órdenes.

El señor Stepark llamó a uno de los subjefes y le ordenó que enviase a casa de Roderich una escuadra de policía, que debía permanecer allí vigilando toda la noche; tuvo en seguida un largo conciliábulo con un funcionario, en voz baja, y luego la berlina nos condujo a todos a casa de Roderich.

La casa fue registrada por segunda vez también en vano.

Sin embargo, el jefe de policía hizo una observación al penetrar en la habitación de Myra.

-Señor Vidal -me dijo-, ¿no nota usted un olor particular, que ya en otra ocasión hemos percibido?

En efecto, en el aire quedaba como un vago perfume. Lo reconocí en seguida, y exclamé:

-¿El olor del líquido contenido en aquella redoma que se rompió en el momento en que usted iba a cogerla en el laboratorio de Wilhelm Storitz?

-Eso es, señor Vidal, y semejante hecho nos autoriza para hacer algunas hipótesis; si este líquido, como supongo, es el que produce la invisibilidad, tal vez Wilhelm Storitz haya hecho absorber alguna cantidad a la señorita Roderich, y se la haya llevado tan invisible como lo es él mismo.

Quedamos aterrados.

Sí, en efecto, las cosas habían podido pasar así. Parecíame indudable que Wilhelm Storitz se hallaba en el laboratorio cuando el registro, y que había hecho caer la redoma para que no pudiéramos apoderarnos de ella y conocer su contenido, y acaso las cualidades que poseía.

Sí; aprovechándose del desorden producido por los preparativos del viaje, Wilhelm Storitz había penetrado en aquella habitación y se había llevado a Myra Roderich.

¡Qué noche pasamos! Yo al lado de mi atribulado hermano y el doctor junto a su esposa. ¡Con cuánta impaciencia aguardábamos el día!

¿El día...? ¿Y de qué había de servirnos que llegase el día? ¿Existía la luz para Wilhelm Storitz? ¿No sabía él rodearse en pleno día de una niebla impenetrable?

El jefe de policía no se separó de nosotros hasta la madrugada, para dirigirse entonces a su oficina. Antes de partir me llamó aparte y pronunció ante mí las siguientes frases, inexplicables, sobre todo en aquellas circunstancias:

-Una palabra tan sólo, señor Vidal -me dijo-; no desespere usted, ni pierda el valor, porque, o mucho me engaño, o están tocando ustedes el fin de sus penas.

No contesté a aquellas frases de consuelo, que me parecieron desprovistas de sentido, limitándome a contemplar al jefe de policía con gesto de estupefacción.

Hacia las ocho llegó el gobernador, asegurando al doctor que no se perdonaría medio para encontrar a su hija; el señor Roderich y yo tuvimos una sonrisa de amarga incredulidad; ¿qué podía hacer el gobernador, en realidad?

Desde las primeras horas de la mañana, la noticia del rapto había circulado por la población, provocando los sentimientos fáciles de suponer.

Antes de las nueve se presentó el teniente Armgard en el hotel poniéndose a la disposición de su camarada. Pero, ¿qué hacer, Dios mío?

Hay que suponer que el capitán Haralan no juzgó, como yo, inútil este ofrecimiento amistoso, porque, después de dar efusivas gracias a su compañero, se vistió de calle, se ajustó el cinturón con la espada y pronunció esta única palabra:

-Ven.

Mientras los dos oficiales se dirigían hacia la puerta me sentí acometido de un deseo vehementísimo de seguirles, y propuse a Marcos que nos acompañara. ¿Me comprendió? No lo sé, pero, en todo caso, nada contestó.

Cuando yo salí, ambos oficiales estaban ya en el muelle; los raros transeúntes miraban la casa con una curiosidad mezclada de terror. ¿No era de allí de donde brotaba aquella tempestad de horror que perturbaba la ciudad?

Cuando me uní al teniente Armgard y al capitán Haralan, éste me miró, pero no me sorprendió que ni siquiera advirtiese mi presencia.

-¿Viene usted con nosotros, señor Vidal? -me preguntó el teniente Armgard.

-Sí; ¿van ustedes...?

El teniente respondió con un encogimiento de hombros. ¿Dónde iban? Al azar, sin duda; y, ¿no era el azar, en efecto, el guía más seguro que podíamos seguir?

Al cabo de algunos pasos, el capitán Haralan preguntó, deteniéndose bruscamente:

-¿Qué hora es?

-Las nueve y cuarto -respondió su amigo, después de consultar su reloj.

Volvimos a emprender la marcha.

Caminábamos con paso incierto, sin cambiar una sola palabra. Después de atravesar la plaza Magiar y subir por la calle del Príncipe Miloch, dimos la vuelta a la plaza San Miguel, bajo los arcos. Con frecuencia, el capitán Haralan se detenía bruscamente, como si sus pies hubiesen quedado clavados en el suelo, y de nuevo preguntaba la hora.

Las nueve y veinticinco.

Las nueve y media.

Las diez menos veinte.

Tales fueron los sucesivos informes de su compañero.

Tan pronto como obtenía el informe pedido, el capitán emprendía nuevamente su indecisa marcha.
Después de haber recorrido varias calles, salimos al bulevar Tekeli, desierto a la sazón en casi toda su longitud.

Una vez más se había detenido el capitán Haralan, como incierto acerca del partido que debía tomar. La acostumbrada pregunta brotó de sus labios:

-¿Qué hora es, Armgard?

-Las diez menos diez -respondió el teniente.

-Es la hora -dijo Haralan, que subió el bulevard con rápido paso.

Cruzamos ante la verja de la casa Storitz; el capitán ni siquiera la miró; dio la vuelta a la propiedad, y no se detuvo hasta llegar al camino de ronda, del cual se hallaba separado el jardín por un muro de dos metros y medio de altura aproximadamente.

-¡Ayúdenme! -dijo señalando el muro.

Aquella palabra valía por todas las explicaciones del mundo. En seguida comprendí el objeto que perseguía el infeliz hermano de Myra.

¿No eran las diez la hora fijada por el mismo Storitz en la conversación que el jefe de policía y yo habíamos escuchado? ¿No había yo informado de ello al capitán Haralan?

En aquel momento el monstruo estaba allí, tras aquel muro, tratando de descubrir la entrada del escondite que contenía las reservas de aquellas sustancias desconocidas, de que tan mal uso hacía; ¿conseguiríamos sorprenderle mientras él se entregaba a ese trabajo? En realidad, no era probable, pero no importaba; había una ocasión, única tal vez, y era menester hacer lo posible por aprovecharla.

Ayudándonos unos a otros, en pocos minutos franqueamos el muro, yendo a caer al otro lado, en un paseo estrecho bordeado de espesos macizos; ni Storitz ni nadie hubiera podido vernos allí.

-Quédense ahí -dijo el capitán Haralan, que, marchando a lo largo del muro, en dirección de la casa, desapareció pronto de nuestra vista.

Durante un momento permanecimos inmóviles, pero luego, cediendo a una irresistible curiosidad, nos pusimos en marcha, encorvándonos hacia el suelo para que nuestras cabezas no sobresaliesen del macizo que tan bien nos resguardaba de todas las miradas, acercándonos de este modo nosotros también a la casa.

Ésta apareció ante nosotros cuando hubimos alcanzado el límite del macizo. Un espacio descubierto de unos veinte metros de ancho nos separaba de ella; inclinados al suelo, y conteniendo la respiración, miramos ávidamente.

No quedaban ya más que trozos de paredes ennegrecidas por las llamas, al pie de las cuales se amontonaban piedras, trozos de madera carbonizados, hierros retorcidos, cenizas y restos del mobiliario.

El teniente y yo recorrimos con la mirada el espacio descubierto, pudiendo ver, a unos treinta pasos de nosotros, al capitán Haralan, puesto también en cuclillas y al acecho. En el sitio donde nuestro compañero se había detenido, el macizo se acercaba al ángulo de la casa, de la que sólo la separaba un paseo de unos seis metros de anchura.

Hacia este ángulo era donde miraba el capitán Haralan. No hacía un movimiento. Replegado sobre sí mismo, presto a saltar, parecía una fiera acechando a su víctima.

Seguimos la dirección de sus miradas, y en el acto comprendimos lo que las atraía. Un singular fenómeno tenía lugar allí.

Aun cuando no se viese a nadie, los escombros estaban animados de movimientos extraños; lenta y prudentemente, como si los trabajadores no quisieran llamar la atención, las piedras, los herrajes, los mil diversos restos amontonados en aquel sitio, eran quitados de allí y colocados en un montón.

No sin experimentar una emoción extraña, mezcla de curiosidad y miedo, clavamos allí la vista, en tanto que la verdad iba abriéndose paso en nuestros espíritus. Wilhelm Storitz estaba allí, y si los obreros eran invisibles, su obra no lo era.

De pronto resonó un grito lanzado por una voz furiosa. Desde nuestro escondite vimos al capitán Haralan lanzarse y franquear el paseo central de un solo salto. Fue a caer al borde de las ruinas, y pareció estrellarse contra un obstáculo invisible. Avanzó, retrocedió, abrió los brazos cerrándolos en seguida. Encorvóse y se enderezó como un luchador en el combate.

-¡A mí, a mí! -gritó de pronto-. ¡Ya lo tengo!

El teniente Armgard y yo nos precipitamos hacia él.

-¡Lo tengo...! ¡Tengo al miserable! -repetía-. ¡A mí, Vidal! ¡A mí, Armgard!

De pronto me sentí rechazado por un brazo invisible, en tanto que una ardiente respiración llegaba a mi rostro.

Sí, era, en efecto, una lucha cuerpo a cuerpo. Allí estaba el ser invisible. Wilhelm Storitz u otro cualquiera. Fuera quien fuera, nuestras manos le habían cogido, no le dejaríamos ya y sabríamos obligarle a que nos dijera dónde estaba Myra.

Como había comprobado ya el señor Stepark, aunque tenía el poder de destruir su visibilidad, su materia subsistía, no era un fantasma, no; era un cuerpo cuyos movimientos intentábamos paralizar a costa de muy grandes esfuerzos.

Llegamos a conseguirlo por fin. Yo tenía sujeto por un brazo a nuestro invisible adversario, y el teniente Armgard le sostenía por otro.

-¿Dónde está Myra? ¿Dónde está Myra? -preguntó con voz colérica el capitán Haralan.

Ninguna respuesta. El miserable luchaba, tratando de desprenderse de nuestras manos. Era un individuo muy vigoroso, que se debatía violentamente para librarse de nosotros. Si lo lograba, se lanzaría a través del jardín o de las ruinas, ganaría el bulevar, y tendríamos que renunciar a la esperanza de volver a cogerlo.

-¿Dirás dónde se halla Myra? -repitió el capitán Haralan, cegado por el furor.

Por fin se dejaron oír las siguientes palabras:

-¡Jamás... ¡Jamás!

Aquella voz era la de Wilhelm Storitz.

La lucha no podía durar. Éramos tres contra uno, y por robusto que fuera, nuestro adversario no podía resistir mucho tiempo. En aquel instante, el teniente Armgard fue empujado rudamente, y cayó al suelo; casi enseguida yo me sentí cogido por una pierna y arrastrado, teniendo que soltar el brazo que sujetaba. El capitán Haralan fue violentamente golpeado en el rostro, vaciló y comenzó a abrir las manos.

-¡Se me escapa! ¡Se me escapa! -rugió.

Sin duda Hermann había corrido, cuando menos lo esperábamos, en auxilio de su amo.

Me levanté, en tanto que el teniente, medio desvanecido, permaneció tendido en el suelo, y corrí a prestar ayuda al capitán... ¡Todo inútil! No tocábamos más que el vacío. ¡Wilhelm Storitz había huido!

Mas súbitamente de entre los macizos, por la verja, por los muros y de las ruinas surgieron hombres; brotaron por todas partes a centenares. Codo con codo, formando tres líneas, la primera con el uniforme de la policía de Raab y las dos últimas con el uniforme de la Infantería de los Confines Militares.

En un instante todos aquellos hombres formaron un vasto círculo, que iba estrechándose por momentos.

Entonces comprendí y me expliqué las frases optimistas del jefe de policía. Enterado de los proyectos de Storitz por el mismo Storitz, había tomado sus medidas con una eficacia de la que estaba yo maravillado. Al penetrar en el jardín no habíamos visto a ninguno de aquellos hombres, y eso que eran algunos centenares.

El círculo, cuyo centro parecíamos formar nosotros, iba cerrándose. No, Wilhelm Storitz no podría escapar. ¡Estaba cogido...!

El miserable lo comprendió así sin duda, porque de pronto, muy cerca de nosotros, se oyó una exclamación de rabia.

Luego, en el momento mismo en que el teniente Armgard, que empezaba a volver en sí, iba a ponerse en pie, su sable fue bruscamente sacado de la vaina.

Una mano invisible comenzó a blandirlo.

Aquella mano era, seguramente, la de Wilhelm Storitz. La cólera le cegaba, y puesto que no podía huir, trataba, al menos, de vengarse y matar al capitán Haralan.

A imitación de su enemigo, el capitán había desenvainado su sable.

Los dos se hallaron frente a frente, como en un duelo. Uno de los contendientes era visible, invisible el otro.

Aquel combate fue demasiado rápido para que nosotros pudiéramos intervenir.

Era evidente que Wilhelm Storitz conocía el manejo del sable. En cuanto al capitán Haralan, se limitaba a atacar, sin intentar defenderse. Un golpe de soslayo, rápidamente parado, le hirió en un hombro...

Mas de pronto su arma hundióse hacia delante. Se oyó un grito de dolor. Las hierbas del suelo se inclinaron.

No, no fue el viento lo que las curvó. Fue el peso de un cuerpo humano, el peso del cuerpo de Wilhelm Storitz, traspasado por el acero el corazón.

Una oleada de sangre brotó de la nada, y, al mismo tiempo que la vida iba extinguiéndose, aquel cuerpo invisible fue recobrando poco a poco su forma material. En las supremas convulsiones de la agonía fue reapareciendo el cuerpo de Wilhelm Storitz.

-¿Myra? ¿Dónde está Myra? -gritó el capitán Haralan, precipitándose sobre su enemigo.

Pero allí no había ya otra cosa que un cadáver con el rostro convulso, los ojos abiertos, la mirada todavía cargada de odio. El cadáver visible del extraño personaje que fue Wilhelm Storitz.

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